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Lowell Brueckner

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La ira, el amor y la oración

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57. Un estudio expositivo de Isaías, capítulo 63 y 64

Capítulo 63

Isaías observa cómo se desarrolla un evento de los últimos tiempos: “¿Quién es éste que viene de Edom, de Bosra con vestiduras de colores brillantes; éste, majestuoso en su ropaje, que marcha en la plenitud de su fuerza? Soy yo que hablo en justicia, poderoso para salvar” (v.1). Obviamente es el Mesías, llegando después de haber derrotado a Sus enemigos y los de Israel. Los edomitas, descendientes de Esaú, hermano gemelo de Jacob, fueron enemigos de Israel durante toda la historia. Isaías habló del mismo tema en el capítulo 34, y los dos relatos mencionan la batalla final contra las naciones de todo el mundo, tipificado por Edom. Bosra fue una ciudad importante que, durante un tiempo, perteneció a Moab, pero en los días de Isaías era una ciudad de Edom.

En el capítulo 34:16, leemos las siguientes instrucciones: “Buscad en el libro del Señor, y leed”. Nos indica que hay que buscar la interpretación del simbolismo de la profecía. En este capítulo, vemos al Mesías como un campeón, volviendo de la guerra. Sus vestiduras están manchadas con la sangre de sus enemigos derrotados, fruto de la venganza para recompensar el sufrimiento de Su pueblo y para obrar su salvación.

Otra pregunta: “¿Por qué es rojo tu ropaje, y tus vestiduras como las del que pisa en el lagar?” (v.2). Cerca del final del libro de Apocalipsis, Juan vio a Cristo montado en un caballo blanco, seguido por Sus ejércitos. “Con justicia juzga y hace la guerra”, dice Juan. Éste, es la Palabra de Dios, el Rey de reyes y Señor de señores que “está vestido de un manto empapado en sangre… y Él pisa el lagar del vino del furor de la ira del Dios Todopoderoso” (Ap.19:11,13,15). Por esta porción, tenemos claro cuándo toma lugar esta batalla. Marca el fin de la bestia y el falso profeta, justo antes del Milenio.


Isaías cita al Mesías: “El lagar lo he pisado yo solo… Los pisé en mi ira y los hollé en mi furor; su sangre salpicó mis vestiduras y manché todo mi ropaje” (v.3). Sus seguidores están con ropa limpia y blanca, porque solo Él ha luchado y ganado la victoria. Él solo toma la venganza y Él solo ha redimido (v.4). “Entonces me salvó mi brazo, y fue mi furor el que me sostuvo” (v.5). Por toda la historia y hasta el fin del tiempo, hay solo Uno a quien podemos mirar para recibir ayuda y salvarnos. Él dice que Su furor le sostuvo; Su ira es esencial para llevar a cabo la justicia y la salvación. Que Él fuera indiferente o pasivo tendría consecuencias desastrosas para Su reino y para todos los ciudadanos. 

“Pisoteé los pueblos en mi ira, los embriagué en mi furor y derramé su sangre por tierra” (v.6). Permíteme explicar un poco más el simbolismo de este texto. En la Biblia, la ira de Dios es simbolizada por la forma en que el vino fue preparado en aquellos días. El primer paso era pisotear el fruto en un lagar para extraer el zumo. Tanto esta porción como la paralela en Apocalipsis tienen que ver con este proceso. En este versículo habla de ser “embriagado” en Su furor, como si la ira de Dios hubiese dejado a Sus enemigos embriagados, es decir, bajo los efectos de estupefacientes. El resultado final de “pisotear el lagar” fue derramar la sangre, tal como si fuera el zumo de la uva.

“Las misericordias del Señor recordaré”. La profecía fue un consuelo para Israel durante el cautiverio y, después, en la dispersión entre todas las naciones. Su amor nunca falla y nunca se desvanece. Toda la bendición que han recibido,  la gran bondad, dice el texto, se “les ha otorgado conforme a su compasión, y conforme a la multitud de sus misericordias” (v.7), y por ninguna otra razón. Cualquier razón que tuviera que ver con algo que ellos merecieran, dejaría al pueblo en un estado de inseguridad y duda, debido a sus propias imperfecciones.   

Yo pienso que la importancia de las siguientes declaraciones demanda una cita directa: “Porque Él dijo: Ciertamente ellos son mi pueblo, hijos que no engañarán. Y Él fue su Salvador. En todas sus angustias Él fue afligido, y el ángel de su presencia los salvó; en su amor y en su compasión los redimió” (vs.8-9). Si Él dijo, ciertamente ellos son mi pueblo, entonces, tanto ellos como nosotros podemos saber, ciertamente, que pertenecemos a Él (para entender “hijos que no engañarán” estudia Sal.44:17 y 1 Jn.5:18).

El Ángel de Su presencia es un término del Antiguo Testamento para Jesucristo, y Él ha sido nuestro Salvador. Él tomó nuestros pecados y Él es hoy “un misericordioso y fiel sumo sacerdote… para hacer propiciación por los pecados del pueblo… que pueda compadecerse de nuestras flaquezas… Por lo cual Él también es poderoso para salvar para siempre a los que por medio de Él se acercan a Dios, puesto que vive perpetuamente para interceder por ellos” (He.2:17; 4:15; 7:25). Él tomó nuestras aflicciones y debilidades como si fueran Suyas.

Moisés intercedió cuando el Señor amenazó con acabar con el pueblo y empezar de nuevo. Pensaba en cómo los egipcios interpretarían la destrucción de Israel, y concluirían en que el Dios de Israel no podía llevarles hasta la tierra prometida. Cuando “ellos se rebelaron y contristaron su santo Espíritu… Él se convirtió en su enemigo y peleó contra ellos”, sin embargo, “se acordó de los días antiguos, de Moisés y de su pueblo” (RVR60). Maravillosamente, la oración de Moisés siguió estando en el corazón del Señor hasta el tiempo de su cautiverio, y seguirá estando hasta los últimos tiempos. ¡Las verdaderas oraciones nunca mueren!

Un principio divino y espiritual permanece hasta el día de hoy: “Él que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Flp.1:6). Dios se acordó de cómo les hizo cruzar el Mar Rojo y de la obra del Espíritu Santo entre ellos durante toda su jornada. Su obra hacia ellos fue una obra eterna, “haciéndose así nombre perpetuo” (vs.10-12).

“Como un caballo en el desierto, no tropezaron; como a ganado que desciende al valle, el Espíritu del Señor les dio descanso. Así guiaste a tu pueblo, para hacerte un nombre glorioso” (vs.13-14). Les libró de Egipto y les guio por el desierto; Su Espíritu obró en ellos hasta que entraron en la Tierra Prometida y les dio una morada permanente. Nada de esto fue, en primer lugar, por ellos, sino para dar a Dios Su merecida gloria.

Isaías concluye el capítulo con una oración a su Padre en el cielo, para que mirara “desde su santa y gloriosa morada”. Clama a Él para que demuestre Su celo y poder como en tiempos pasados. Es una oración de avivamiento y, cristianos preocupados por Su gloria, han orado así también. Él Espíritu de Dios les despierta a la triste condición del mundo y de la iglesia en sus días. Sin un despertamiento, no puede haber una oración adecuada para tocar el corazón de Dios. Me impresiona lo que piden de Él… “la conmoción de tus entrañas y tu compasión para conmigo” (v.15, Isaías representando a su pueblo.) ¡Qué expresiva es esta oración! Ellos buscan algo real… algo que venga “de las entrañas” de Dios. Lo han echado de menos porque no lo han visto en sus días.  

La relación de los judíos con el Padre Celestial excede a la relación que se compartía con sus patriarcas, Abraham e Israel. Son más que los hijos de Israel. Posiblemente, piensen, Abraham negaría su descendencia, pero “Tú, oh Señor, eres nuestro Padre, desde la antigüedad tu nombre es Nuestro Redentor” (v.16). ¡Son hijos de Dios! Isaías confió en el Señor para guardar a Su pueblo, como Pablo dijo a los filipenses: “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer por su buena voluntad” (Flp.2:13). No hay temor de Dios en la naturaleza caída y nadie camina por sí solo en dirección a Él. Si van a andar con Él, entonces Él tendrá que dirigirles e inspirarles (v.17). Su santo pueblo son aquellos que son hechos santos y guardados santos por medio de la obra de Su Espíritu Santo.

Sus enemigos han entrado y pisoteado Su santuario… el lugar donde todo debe conformarse a Él y es hecho según Su placer (v.18). Su estado actual no afirma el llamado de Dios, pues no están viviendo conforme a ello. Parece ser un pueblo abandonado por su Dios. Parece que no hayan entregado verdaderamente sus vidas y situaciones a Él, porque no hay pruebas de que Él se esté moviendo con Su poder sobrenatural entre ellos. (v.19). Te ruego, amigo, a mirar nuestra condición, para ver si no podemos llegar a la misma conclusión en cuanto a la iglesia de hoy. ¿Reina Cristo; es Él la Cabeza de la iglesia? ¿Nos atreveríamos a llamarnos cristianos al estar viviendo tan lejos de honrar ese nombre? Que seamos un pueblo que empecemos a orar la oración de Isaías (sigue en el próximo capítulo), y que lo hagamos desesperadamente. 

Isaías 64

“¡Oh, si rasgaras los cielos y descendieras, si los montes se estremecieran ante tu presencia!” (v.1). La iglesia es un organismo celestial, y cuando el hombre se encarga de ella y sus funciones, según la capacidad humana, somos menos de lo que Dios quisiera que fuéramos. Así, no seremos más que otra entidad mundana. Éste sería un buen tiempo para empezar a orar esta oración, para poder ver días celestiales en la tierra. ¡Fuera con el statu quo! ¿Acaso tú quieres defenderlo y justificarlo? Los santos, durante toda la edad de la iglesia, los que han orado así, nos avergüenzan. ¿Por qué lo digo? Porque nuestra situación en este siglo XXI es peor que en los días de ellos, pero aparentemente no lo podemos ver. Debemos orar como ellos, desesperadamente y con lágrimas, pero estamos indiferentes y fríos. Aun así, aunque dejáramos el pecado, las falsas doctrinas, la mentalidad y modas que prevalecen entre nosotros, todavía veríamos algo peor. Por favor, ¡Señor, líbranos de la apariencia de la piedad que niega la poderosa fuerza del Espíritu Santo!

Da igual si hablamos de la iglesia o de Israel en el tiempo de Isaías. Su pueblo tiene que observar a Dios hacer lo que sólo Él puede hacer… una demostración de poder que estremece los elementos de la tierra. “¡Si los montes se estremecieran ante tu presencia… (como el fuego enciende el matorral, como el fuego hace hervir el agua)!” ¡Esto es lo que necesitamos! ¿Por qué motivo? “¡Para dar a conocer tu nombre a tus adversarios, para que ante tu presencia tiemblen las naciones!” (v.2). El temor de Dios en la sociedad depende de la iglesia, como dependía de Israel en los días de Isaías. El problema principal que Dios tiene es con Su pueblo; ellos deben ser la luz del mundo y la sal de la tierra, pero la luz está apagándose y la sal ha perdido su sabor.

La historia de la iglesia da testimonio de las posibilidades que hay de un mover poderoso de Dios. Aún hoy, tenemos algunos ejemplos vivos del mover de Dios como respuesta a las oraciones de Su pueblo: “Cuando hiciste cosas terribles que no esperábamos, y descendiste, los montes se estremecieron ante tu presencia” (v.3). Isaías está clamando a Dios para que haga exactamente lo que hizo en tiempos pasados.

“Desde la antigüedad no habían escuchado ni dado oídos, ni el ojo había visto a un Dios fuera de ti que obrara a favor del que esperaba en Él” (v.4). Pablo escribe claramente que ninguno, solamente con el entendimiento humano, incluso los expertos más preparados e intelectuales, puede comprender las cosas de Dios. Cada uno tiene que recibir alumbramiento divino del Espíritu Santo para escucharlas o verlas: “Como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman… Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu” (1 Co.2:9). Por eso, un remanente, una minoría pequeña entre la población de mundo, tiene que ser la gente que ora, moviendo las puertas del cielo.

Las cosas de Dios siguen siendo un misterio para la mayoría. Las obras más poderosas que jamás hayan ocurrido son las obras de Dios. Dios no quiere ni puede negar al corazón sincero y hambriento. Para los que le aman, dijo Pablo, es para quienes Dios ha preparado hechos celestiales: “Sales al encuentro del que se regocija y practica la justicia, de los que se acuerden de ti en tus caminos”. Ellos saben la diferencia entre Sus caminos y los caminos del hombre. Ellos confiesan y se arrepienten, no solamente de sus pecados, sino de los pecados de su pueblo. “He aquí, te enojaste porque pecamos; continuamos en los pecados por mucho tiempo; ¿y seremos salvos? Todos nosotros somos como el inmundo, y como trapo de inmundicia todas nuestras obras justas” (vs.5-6ª).

Todos nos marchitamos como una hoja, y nuestras iniquidades, como el viento, nos arrastran” (v.6b). Nuestra vida espiritual ha perdido su brillo, celo y amor, y nuestros pecados nos han arrastrado. Ellos han determinado la dirección y la velocidad en que hemos errado. ¿Hay alguno que pueda reconocer la falta de la realidad de Dios que experimentamos y quiera confesar el gran número de los que han fracasado entre nosotros? Si alguno lo sabe verdaderamente, entonces será una persona que “invoque tu nombre, quien se despierte para asirse de ti” (v.7). Isaías confesó: “No hay quien…”

“Porque has escondido tu rostro de nosotros y nos has entregado al poder de nuestras iniquidades. Mas ahora…” reconociendo todo lo que nos declara acerca de nuestra condición y admitiéndola, todavía resta una cosa más ahora. ¡Gracias al Señor! Lee lo que sigue cuidadosamente, orando: Mas ahora, oh Señor, tu eres nuestro Padre; nosotros el barro, y tú nuestro alfarero; obra de tus manos somos todos nosotros” (v.8). Esta es una verdad más profunda que todos nuestros fracasos y errores, y nos trae esperanza. Él es el Alfarero y nos puede moldear como Él quiera. Él es nuestro Padre; nos disciplinará y nos amará, hasta que seamos lo que Él quiere que seamos.

Isaías ruega para que la ira del Señor sea aplacada. Bajo el Nuevo Testamento, en nuestros tiempos, nosotros le pedimos a Él acudiendo a la cruz. Es allí donde Su ira fue totalmente aplacada al derramar sobre Su Hijo todo lo que incitaba Su ira. Clamamos a Él para que, por favor, vea que hemos puesto toda nuestra confianza en la obra hecha allí por Cristo. “No te enojes en exceso, oh Señor, ni para siempre te acuerdes de la iniquidad; he aquí, mira, todos nosotros somos tu pueblo” (v.9). Como Ezequías rogó para que viera la carta que el enemigo le había enviado, extendiéndola delante de Él, ahora Isaías clama a Dios para que se fije en toda la destrucción que hay en la tierra. Dice: “Tus ciudades santas se han vuelto en desierto; Sion se ha convertido en un desierto, Jerusalén en una desolación. Nuestra casa santa y hermosa donde te alababan nuestros padres, ha sido quemada por el fuego y todas nuestras cosas preciosas se han convertido en ruinas” (vs.10-11).

Confiado en que el Señor ha observado toda la situación, Isaías termina su oración con dos preguntas: “¿Te contendrás ante estas cosas, oh Señor? ¿Guardarás silencio y nos afligirás sin medida?” (v.12). Quizás has notado que he citado cada palabra del capítulo 64. No he querido omitir nada porque he querido asegurarme de que contemplaras conmigo la palabra inspirada del Espíritu Santo en este poderoso capítulo. Estoy seguro de que el Señor escuchó la oración de Isaías y que lo que ha pasado en Israel en nuestro tiempo ha sido, en parte, resultado de esta oración. La gente que entiende que no podemos hacer nada sin Cristo y está absolutamente dependiente de Su dirección y poder, orará. La gente que entiende su propia debilidad e incapacidad, tendrá la oración como la prioridad número uno.






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