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Lowell Brueckner

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Eclesiastés 5

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Capítulo 5

 La vanidad del hablar

1.      Guarda tus pasos cuando vas a la casa de Dios, y acércate a escuchar en vez de ofrecer el sacrificio de los necios, porque éstos no saben que hacen el mal.
2.      No te des prisa en hablar, ni se apresure tu corazón a proferir palabra delante de Dios. Porque Dios está en el cielo y tú en la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras.
3.      Porque los sueños vienen de la mucha tarea, y la voz del necio de las muchas palabras.
4.      Cuando haces un voto a Dios, no tardes en cumplirlo, porque Él no se deleita en los necios. El voto que haces, cúmplelo.
5.      Es mejor que no hagas votos, a que hagas votos y no los cumplas.
6.      No peritas que tu boca te haga pecar, y no digas delante del mensajero de Dios que fue un error. ¿Por qué ha de enojarse Dios a causa de tu voz y destruir la obra de tus manos?
7.      Porque en los muchos sueños y en las muchas palabras hay vanidades; tú, sin embargo, teme a Dios.  

En los libros bíblicos de sabiduría aparece cinco veces una frase casi idéntica: “El principio de la sabiduría es el temor del Señor”. Frente a este punto, la vanidad desaparece y la sabiduría toma su lugar. En medio de su discurso sobre la vida bajo el sol, seguramente en medio de un relato mayormente negativo, Salomón mete algunas joyas. Una de ellas se encuentra en el versículo 7: “Tú, sin embargo, teme a Dios”, en lo cual tenemos el secreto para la vida más allá del sol, cuyo valor perdura eternamente. Este es el lema de los primeros siete versículos. Aunque estas joyas pueden ser pocas en el libro de Eclesiastés, tienen suficiente peso para la persona que sabe estimarlas y apreciarlas. 

Un temor reverente a Dios es de valor incalculable y es una característica escasa en la sociedad de hoy en día. Cuando nos aproximamos a las cosas de Dios, debemos hacerlo con el más alto respeto por Su honor y dignidad. Guarda tus pasos y quita tus sandalias cuando llegues al lugar de encuentro con el Todopoderoso. La pretensión religiosa es un enemigo; no solamente es engañosa, sino maligna.

Apocalipsis 4

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1. Después de esto mire, y vi una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que yo había oído, como sonido de trompeta que hablaba conmigo, decía: Sube acá y te mostraré las cosas que deben suceder después de éstas.
2.  Al instante estaba yo en el Espíritu, y vi un trono colocado en el cielo, y a uno sentado en el trono.
3. Y el que estaba sentado era de aspecto semejante a una piedra de jaspe y sardio, y alrededor del trono había un arco iris, de aspecto semejante a la esmeralda.

                                                                                               El trono del Creador  
una esmeralda

Jesús mandó a Juan que escribiera en un libro los mensajes que dio a cada una de las siete iglesias de Asia. Estos mensajes fueron leídos por ellas y guardados. El libro de Apocalipsis se convirtió en la última parte del canon del Nuevo Testamento y ha estado a disposición de la iglesia durante todos estos siglos, por todas partes del mundo. Ahora, tenemos el privilegio de participar de su mensaje; la palabra eterna nos ha hablado también a nosotros. Ya hemos estudiado y llegado al fin de esos mensajes, descritos como, “las cosas que son”, y ahora, podemos seguir adelante. Lo que tenemos en este capítulo sigue siendo para las siete iglesias y también para nosotros.

El relato cambia dramáticamente cuando, ¡una puerta se abre en el cielo! ¡Esto es asombroso! Nunca antes, en toda la Escritura, hemos tenido la oportunidad de ver escenas celestiales. Hemos escuchado acerca del cielo desde el principio de la Biblia a través de hombres inspirados por el Espíritu Santo para escribir muchos mensajes provenientes del cielo. En las antiguas Escrituras, hemos leído acerca de cosas que son sombras y símbolos de las realidades celestiales. Hemos estudiado los planes celestiales en la historia de los judíos, empezando con el llamamiento de Abraham. En los libros de Salmos y Proverbios, especialmente, hemos gozado de literatura y poesía inspirada del cielo. En el Nuevo Testamento, el Rey del cielo mismo, bajó a la tierra, y con un cuerpo y lengua humanos, habló directamente a oídos terrenales lo que es celestial. Los apóstoles que, personalmente, caminaban con el Rey del cielo, nos han enseñado, por medio de cartas, de Sus principios y doctrinas. Sin embargo, ahora, ya en el último libro de la Biblia, ¡podemos entrar con Juan por una puerta abierta, para ver directamente las escenas celestiales!

Apocalipsis 3:14-22

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La iglesia en Laodicea

14.  Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: El Amen, el Testigo fiel y verdadero, el Principio de la creación de Dios, dice esto:
15.  Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frio o caliente!
16.  Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.
17.  Porque dices: Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad; y no sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo.
18.  te aconsejo que de mí compres oro refinado por fuego para que te hagas rico, y vestiduras blancas para que te vistas y no se manifieste la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos para que puedas ver.
19.  Yo reprendo y disciplino a todos los que amo; sé, pues, celoso y arrepiéntete.
20.  He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo.
21.  Al vencedor, le concederá sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí, y me senté con mi Padre en su trono.
22.  El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias.

El Amén, autoridad absoluta

Laodicea, entre Hierápolis y Colosas
Es probablemente cierto que la historia de la mayoría de las ciudades que hemos estudiado, si no todas, es más antigua de lo que hemos contado. Es probable que las ciudades de las siete iglesias en Asia Menor fueran edificadas sobre pueblos anteriores a ellas. Sin embargo, nos hemos centrado en el tiempo en el que estaban desarrollando cierta impor-tancia en el mundo.  Por ejemplo, Laodicea, ante-riormente, fue llamada Diospolis – la ciudad de Zeus – y después Rodas. Entre 261 y 253 a.C., Antioco II Theos, un rey seléucida, reedificó el pueblo y lo nombró por su esposa, Laodice (algunos de vosotros quizás recuerden el estudio en Daniel sobre la dinastía seléucida). Antioco la pobló con 2.000 familias judías de Babilonia y, como resultado, muchos de los habitantes en su historia eran judíos. Más o menos, en el tiempo de Jesús y hasta el tiempo de los apóstoles, ellos enviaban 20 libras de oro cada año a Jerusalén para el templo.

Laodicea es la que está más al sur de las siete iglesias de Asia Menor, localizada a unos 75 kilómetros al sureste de Filadelfia, aproximadamente a 160 kilómetros al este de Éfeso y solamente a 18 kilómetros al oeste de Colosas. Está situada en el valle del río Lycos. Laodicea era poco importante, hasta que estuvo bajo el dominio de Roma, y llegó a ser una de las más importantes y prósperas ciudades de Asia Menor. De hecho, fue el centro judicial sobre 25 ciudades. Producía y exportaba vestiduras de lana negra de alta calidad, y fue famosa por su ungüento para enfermedades oculares. Como en Pérgamo, había una gran escuela de medicina en Laodicea y, no muy lejos, en Hierápolis (que también tenía una iglesia cristiana, Col.4:13) había aguas termales. La ciudad moderna más cercana a las ruinas de Laodicea es Denizle, a unos seis kilómetros de distancia.