Nadie puede leer la autobiografía de
Charles Finney y dudar de que su palabra penetraba en los corazones de aquellos
a quienes hablaba. Ocurría en la conversación privada y también públicamente.
Finney atribuyó este poder a su bautismo en el Espíritu Santo. Después de algunos
pensamientos, os dejaré ejemplos, en sus propias palabras, de cómo habló a su
patrón, y de su interesante conversión; algo con un poco de humor también.
En este capítulo, quisiera insertar algunos
relatos del poder de la oración en un avivamiento. También hay un toque de
humor en la primera historia de la oración del anciano diácono, Montague. Sin
embargo, es otra demostración del poder espiritual que conmovió a todos los presentes
y, desde allí, a toda la comunidad. Montague era un hombre mayor, pero el
relato que sigue, después del suyo, trata de jóvenes involucrados en la
oración. He aprendido que nada satisface a los jóvenes más que la realidad del
mover de Dios. También observamos que el Señor utiliza a la gente joven igual que
a los mayores. De hecho, la Biblia enseña que, a menudo, Él llama a
adolescentes a Sus propósitos y los usa poderosamente.
La última parte de esta porción contará con
el llamado de Finney al ministerio, demostrando además que el Espíritu Santo no
solamente da poder, sino también prepara a Sus siervos para la obra. Este es
otro principio claramente enseñado en la Escritura, y es un principio que yo
quisiera que los que sirven al Señor, hoy en día, se adhieran a él. En
primer lugar, que sepan que son verdaderamente llamados por el Señor y que después
entren en la escuela del Espíritu Santo, que inicia con un bautismo en Su
presencia.
El patrón de Finney: El licenciado
Wright.
En la mañana a la que acabo de referirme me dirigí a la oficina, y allí me
encontraba, experimentando el fluir de renovadas y poderosas olas de amor y de
salvación a través de mí, cuando llegó el Lcdo. Wright. Le dije unas cuantas
palabras acerca del tema de la salvación— en realidad no recuerdo qué
exactamente. Él me miró con asombro, pero no recuerdo que haya dicho nada. Bajó
la cabeza y después de haberse quedado de pie por algunos minutos, abandonó la
oficina. No pensé mucho en su actitud, pero más tarde supe que mi comentario le
había traspasado como una espada, de cuya herida no pudo recuperarse, sino
hasta su conversión.