Hace muchos años leí un artículo destacado de una revista muy popular de
aquel entonces llamada “Selecciones”. Se trataba de una encuesta nacional
realizada por estudiantes universitarios que intentaban descubrir qué ciudad era
la “más amistosa” de los Estados Unidos, aunque he olvidado la mayoría de los
detalles sobre las características y las actitudes que debían poseer la ciudad
y sus ciudadanos. Para mi sorpresa, la ciudad seleccionada no estaba ubicada en
la parte de la nación más conocida por su amabilidad y hospitalidad, precisamente,
como el sur, el medio oeste o el oeste, sino al oriente, en el estado de New
York. La ciudad era Rochester.
Me llené de asombro cuando el autor, que no dijo ser cristiano, en su
investigación para saber la razón del honor otorgado a aquella ciudad, sorprendentemente,
había indagado en el siglo en el que habían tenido lugar dos avivamientos de
Charles Finney. En ellos, miles de personas fueron convertidas y, como
resultado, empezaron a involucrarse en muchos proyectos humanitarios para
mejorar su ciudad. Estoy seguro de que también hubo políticos involucrados en
buscar el beneficio de sus ciudadanos.
En el último artículo, comenté algunos de los relatos de Finney en los que atestiguaba
del principio de un verdadero y vivo cristianismo en Rochester, New York. Casi
profetizó al decir: “Este avivamiento produjo un gran cambio en el estado
moral y la siguiente historia de Rochester. La gran mayoría de los líderes,
hombres y mujeres, fueron convertidos”.
En este artículo he incluido el avivamiento de un instituto en Rochester.
Al repasar la autobiografía de nuevo, observo que Finney también escribe acerca
del avivamiento en Fulton Street, en la ciudad de New York. La única conexión
que tuvo este avivamiento con Finney, aparentemente, fue cronológico. Empezó con
un negociante cristiano que tenía el anhelo de empezar una reunión de oración durante
la hora de la comida con los negociantes. Dios obró, y este esfuerzo produjo un
avivamiento de oración entre la gente trabajadora de New York, resultando en la
conversión de muchas almas.
Este artículo empieza con un incidente interesante: cuando Finney fue
llevado por un joven voluntario de New Lebanon a Stephentown. En el siguiente
párrafo, Finney define las características más importantes de los avivamientos,
usando Stephentown como un ejemplo, y después describe el temor de Dios y Su
presencia en Rome, New York. En la 2ª sección, Finney relata la experiencia de
caer bajo el poder de la convicción de pecado entre los metodistas. Más
adelante, leeremos acerca del hundiendo de una iglesia repleta de asistentes
durante una reunión. Al final, Finney escribe acerca del avivamiento, antes
mencionado, en un instituto de Rochester.
Características de un avivamiento, el temor de
Dios, y una reunión asombrosa
Después de
predicar por segunda vez en New Lebanon, uno de los nuevos convertidos se
ofreció a llevarme en su carreta hasta Stephentown. Cuando llegó a buscarme le
pregunté si tenía un caballo seguro, a lo que él me respondió: "¡Oh sí!
Por supuesto". Luego, sonriendo, me preguntó: "¿Por qué me hace esa
pregunta?" Le respondí: "Porque el Señor quiere que vaya a
Stephentown y el diablo me lo impedirá, si le es posible, y si usted no tiene
un caballo seguro, Satanás va a tratar de matarme". Él sonrió y emprendimos
la marcha. Por extraño que parezca, antes de llegar al lugar, aquel caballo se
desbocó dos veces y estuvo a punto de matarnos. Su dueño expresó el más grande
de los asombros, y dijo que el animal nunca había hecho antes cosa semejante.

Las doctrinas
predicadas y las medidas usadas en este avivamiento de Stephentown fueron las mismas que he usado en todos los demás lugares durante mi trabajo. Todas las
reuniones se caracterizaron por guardar perfecto orden y gran solemnidad. No
hubo indicaciones de desenfreno, extravagancia, herejía, fanatismo, ni ninguna
otra cosa deplorable. Como en el resto, las características notables de este
avivamiento fueron las siguientes: 1. La prevalencia de un poderoso Espíritu de
oración. 2. Una abrumadora convicción de pecado. 3. Súbitas y poderosas conversiones
a Cristo. 4. Mucho amor y abundante gozo presentes en los convertidos. 5. La inteligencia
y estabilidad de los convertidos. 6. La
gran pasión, actividad y eficiencia de las oraciones de los convertidos en su trabajo
para con otros.
El estado de
la villa de Rome y sus alrededores era tal que nadie podía entrar al pueblo sin
ser golpeado por el temor reverencial y la solemne impresión de que Dios estaba
en el lugar de una manera muy particular. Para ilustrar esto voy a relatar un
incidente. El sheriff del condado residía en Utica. En el condado había dos
salas de la corte, una en Rome y la otra en Utica, por lo que,
consecuentemente, el Sheriff, que se apellidaba Broadhead, tenía muchos asuntos
que atender en Rome.
Este hombre me
dijo, más tarde, que había escuchado acerca del estado de las cosas en Rome; y
que él, junto a otras personas en el hotel al que llegaba, se habían reído
mucho acerca de las cosas que habían escuchado. Sin embargo, un día le fue
necesario ir a Rome. Dijo que estaba feliz de tener que atender los asuntos del
lugar, pues deseaba ver por sí mismo aquello de lo que tanto se comentaba, y
cuál era el verdadero estado de las cosas allí. Me dijo que condujo su trineo
de un solo caballo sin tener ninguna impresión particular en la mente, hasta
que cruzó lo que se conoce como el viejo canal, un lugar que según me parece
está a una milla del pueblo. Dijo que tan pronto cruzó el canal, un sentimiento
terrible y un temor reverencial profundo, de los cuáles no podía sacudirse,
vinieron sobre él. Sentía como si Dios impregnaba toda la atmósfera. Cuenta que
esto fue en aumento hasta que entró en la villa. Se detuvo en el hotel del
señor Flint y el mozo salió a tomar su caballo. Cuenta que observó que el mozo
se veía tal como él se sentía, como si tuviera temor de hablar.
El
tercer *Sabbat en el que prediqué, un hombre mayor se me acercó cuando me
dirigía al púlpito y me preguntó si podría predicar en una casa-escuela de su
barrio, pues nunca se habían ofrecido servicios en aquel lugar. Me dijo que el
sitio estaba a unas tres millas de distancia en cierta dirección y que deseaba
que fuera lo más pronto posible. Señalé el día siguiente, que era un lunes, a
las cinco en punto de la tarde para la cita. Ese lunes era un día caluroso y
había dejado mi caballo en la villa, pensando caminar para que me fuera más
sencillo llamar a la gente del vecindario a la casa-escuela mientras me dirigía
al lugar. Sin embargo, antes de llegar me sentí tremendamente exhausto por todo
el duro trabajo del *Sabbat, y me senté junto al camino sintiendo que ya no podía continuar. Me culpé
por no haber llevado mi caballo.
Cuando llegué
a la hora señala, encontré la casa-escuela llena, y solo pude encontrar lugar
para estar de pie junto a la puerta, que permaneció abierta. Leí un himno, y
digo leí porque parecía que jamás habían escuchado música de iglesia en ese
lugar. A pesar de esto ellos pretendían cantar, pero su canto resultaba en lo
siguiente: cada uno berreaba a su manera. Mis oídos se habían cultivado al
haber enseñado música sacra; y el horrible sonido discordante que producían me
mortificaba a tal punto que mi primera idea fue irme del lugar. Finalmente me
tapé los oídos con las dos manos con toda la fuerza de mis brazos. Ni con esto
dejaron de gritar. Puse mi cabeza sobre mis rodillas, con mis manos en los
oídos, y movía la cabeza tratando de deshacerme de los terribles sonidos
discordantes que parecían enloquecerme. Así quedé hasta que terminaron su
interpretación; y luego me arrodillé casi en un estado de desesperación y
empecé a orar. El Señor abrió las ventanas de los cielos y se derramó el
Espíritu de oración, y entregué todo mi corazón en oración.
No había
pensado en el texto sobre el cual iba a predicar, sino que esperé a ver la
congregación, como era mi costumbre en aquellos días. Tan pronto terminé de
orar, me puse de pie y dije: "Levantaos, salid de este lugar, porque
Jehová va a destruir esta ciudad". Les dije que no recordaba donde se
encontraba el pasaje, pero les indiqué aproximadamente dónde podían encontrarlo
y continué con la explicación. Les dije que había un hombre llamado Abraham y
quien era, también que había otro llamado Lot y les hablé de él y de la relación
que había entre ellos, que se habían separado por las disputas que se habían
estado presentando entre sus respectivos pastores, y que Abraham había tomado
en posesión la tierra de la colina, y que Lot había preferido el valle de
Sodoma.
Les hablé de lo
terriblemente perversa que se había convertido Sodoma y de las abominables
prácticas en las que había caído; que el Señor había decidido destruir Sodoma y
que visitó a Abraham para informarle lo que estaba por hacer; que Abraham había
orado a Dios para que perdonara a la ciudad si era posible encontrar en ella
cierto número de justos, y que el Señor había prometido que la perdonaría por
causa de esos justos. Que luego Abraham había procurado que Dios salvara la
ciudad si encontraba un número menor de justos, y que Dios nuevamente había
dicho que perdonaría a Sodoma por causa de ellos. Les dije que Abraham había
seguido reduciendo el número de justos hasta que llegó a diez, y que Dios le
había prometido que de encontrar diez personas piadosas en el lugar, aún
perdonaría la ciudad. Allí cesó la intercesión de Abraham y el Señor le dejó.
Mas se encontró que en la ciudad solo había un justo, y este era Lot, el
sobrino de Abraham. "Y dijeron los varones a Lot: ¿Tienes aquí alguno más?
Yernos, y tus hijos y tus hijas, y todo lo que tienes en la ciudad, sácalo de
este lugar; porque vamos a destruir este lugar, por cuanto el clamor contra
ellos ha subido de punto delante de Jehová; por tanto, Jehová nos ha enviado
para destruirlo. Entonces salió Lot y habló a sus yernos, los que habían de
tomar sus hijas, y les dijo: Levantaos, salid de este lugar; porque Jehová va a
destruir esta ciudad. Más pareció a sus yernos como que se burlaba".
Génesis 19: 12-14.
Mientras
relataba estos hechos observé que la gente me miraba como molesta. Muchos de
los hombres estaban en mangas de camisa y se miraban unos a otros, y me miraban
como si faltara poco para que se lanzaran sobre mí y me castigaran allí mismo.
Veía sus rostros con una expresión inexplicablemente
extraña y no podía entender qué había dicho que pudiera ofenderles. De
cualquier modo, me parecía que su enojo iba en aumento a medida que continuaba
con la narrativa. Tan pronto terminé la historia me volví a ellos y les dije
que tenía entendido que nunca habían tenido reuniones religiosas en el lugar, y
que por lo tanto estaba en el derecho de dar por sentado, y que de hecho estaba
obligado a dar por sentado, que eran personas impías. Insistí en eso con
energía ascendente y con el corazón a punto de reventar para que les quedara
claro.
Les había
hablado de esta forma, aplicándoles directamente el pasaje, por cerca de quince
minutos, cuando de pronto una terrible solemnidad pareció caer sobre ellos y un
algo resplandeció sobre la congregación; una especie de brillo, como si hubiera
una suerte de agitación en la atmósfera misma. La gente empezó a caer de sus
sillas en todas direcciones, clamando por misericordia. Si hubiese tenido una
espada en cada mano no les hubiera podido cortar de sus sillas con la rapidez
con la que cayeron al piso. De hecho, casi toda la congregación estaba en sus
rodillas o postrados en el suelo dos minutos después de que ese primer shock
cayera sobre ellos. Todos oraban por sus almas, al menos los que podían hablar.
Por supuesto,
me vi obligado a dejar de predicar, pues ya no me estaban prestando atención.
Vi al anciano que me había invitado en medio de la casa, viendo la escena con
el más grande de los asombros. Levanté mi voz, casi al punto de gritar, y le
dije: "¿Puede orar?" Al instante se puso de rodillas y con voz
estentórea derramó su corazón ante Dios, pero para nada consiguió la atención
de la gente. Luego hablé tan alto como pude, tratando de hacer que prestaran
oídos. Les dije: "Aún no están en el infierno, déjenme conducirles a
Cristo". Por breves minutos traté de presentarles el evangelio, pero casi
nadie ponía atención. Mi corazón estaba tan lleno de gozo ante tal escena, que
casi no podía contenerme. A poca distancia de donde me encontraba había una
chimenea.
Recuerdo muy
bien que mi gozo era tan grande que no podía evitar reírme de la forma más
espasmódica. Me arrodillé y metí la cabeza en la chimenea, y me puse mi pañuelo
sobre la cabeza, para que no me vieran reír, pues sabía que no podrían entender
que ese gozo santo era incontenible. Fue con mucha dificultad que logré
contenerme de gritar y darle la gloria a Dios.
Tan pronto
como logré controlar suficientemente mis sentimientos, me volví a un joven que
estaba cerca de mí y que oraba por su alma. Puse mi mano sobre su hombro, para
llamar su atención, y le prediqué al oído acerca de Jesús. Tan pronto logré que
pusiera su atención en la cruz de Cristo, creyó, se quedó tranquilo por un
minuto o dos y luego empezó a orar por los otros. Luego me volteé hacia otra
persona e hice lo mismo que había hecho con aquel joven, obteniendo el mismo
resultado, y así seguí con otro, y con otro. Proseguí de esta manera hasta que
vi que había llegado la hora en que debía de partir para cumplir un compromiso
en la villa. Así se lo dije. Le pedí al anciano que me había invitado que se
quedara en el lugar y que se hiciera cargo de la reunión mientras cumplía mi
compromiso, y eso hizo. Sin embargo, había demasiado interés y demasiadas almas
heridas como para despedir la reunión, por lo que esta continuó toda la noche.
En la mañana todavía había quienes no podían marcharse y fueron llevados a una
casa privada en el vecindario para que la escuela pudiera funcionar. En la
tarde me mandaron a buscar para que fuera al lugar, pues aún no podían darle
término a la reunión.
Cuando estuve
allí, por segunda vez, recibí la explicación del porqué de ese enojo manifiesto
en la congregación mientras daba la introducción de mi primer sermón. Supe que
el lugar se llamaba Sodoma, cosa que ignoraba totalmente, y que solo había un
hombre piadoso en el lugar, a quien llamaban Lot. Este hombre era el anciano
que me había invitado. La gente había supuesto que escogí mi tema y que les
prediqué de esa forma porque ellos eran tan perversos como Sodoma. Esta fue una
asombrosa coincidencia, pero en lo que a mí respecta, totalmente accidental.
“Caer en el Espíritu”, un fundamento defectuoso, y
avivamiento en un instituto
En DeKalb, pocos
años antes, por medio de la obra de los metodistas, había habido un avivamiento
en el área. Este avivamiento había sido atendido en medio de gran emoción, y
ocurrieron muchos casos que los metodistas llaman "caer bajo el poder de
Dios". Esto había sido resistido por los presbiterianos, y en consecuencia
se había producido un mal sentir entre metodistas y presbiterianos. Los
metodistas acusaban a los presbiterianos de haberse opuesto al avivamiento
sucedido en medio de ellos por causa de este caer bajo el poder de Dios. Hasta
lo que pude entender había bastante verdad en esa afirmación, e indudablemente
los presbiterianos habían estado equivocados.
No tenía mucho
tiempo predicando en el lugar cuando una tarde, justo antes de cerrar mi
sermón, observé que un hombre cayó de su silla, cerca de la puerta. La gente se
agrupó a su alrededor para atenderle. Por lo que pude ver, quedé convencido de
que se trataba de un caso de "caer bajo el poder de Dios", como
dirían los metodistas, y supuse que el hombre en cuestión era metodista. Debo
admitir que tuve cierto temor de que se reprodujera aquel estado de división
entre las congregaciones, y reviviera la alienación que había existido antes.
Sin embargo, al indagar supe que el que había caído era uno los principales
miembros de la iglesia presbiteriana. Fue muy notorio que durante este
avivamiento se presentaron varios casos de este tipo en medio de los presbiterianos,
mas no entre los metodistas. Esto condujo a tales confesiones y explicaciones
entre los miembros de ambas iglesias, que una gran cordialidad y un buen sentir
quedaron asegurados en medio de ellos.
El señor
Gilbert, en sus perspectivas teológicas, estaba muy ligado a la vieja escuela,
pero era un hombre bueno y muy apasionado. Su amor por las almas iba más allá
de cualquier diferencia en cuestiones teológicas u opiniones que pudieran
existir entre él y yo. Él me había escuchado predicar en New Lebanon y también había
visto los resultados; se mostró muy ansioso por que fuera a trabajar con él
aquel otoño a Wilmington, Delaware. Tan pronto como vi la forma de dejar
Stephentown, partí a Wilmington y me ocupé en las labores con el hermano
Gilbert.
El doctor
Penny presentó el servicio y, cuando estaba dirigiendo la primera oración,
escuché algo que supuse era la descarga de un arma e inmediatamente el tintineo
de cristales, como si una ventana hubiese recibido el impacto. Creí que alguno
de los entrenadores, por descuido, había disparado muy cerca de una ventana, haciendo
que uno de sus paneles se rompiera. Sin embargo, antes de que pudiera pensar en
nada más, el doctor Penny saltó desde el púlpito sobre mí, pues yo me
encontraba arrodillado y reclinado sobre un sofá que estaba detrás de él. El
púlpito se encontraba en frente de la iglesia, entre las dos puertas. La parte
de atrás de la iglesia estaba levantada sobre el muro del canal. De un momento
a otro la congregación se sumergió en pánico total y la gente corría a una
hacia puertas y ventanas. Una dama de avanzada edad sostenía levantada una
ventana de la parte trasera por donde, según se me informó, varios saltaron al
canal. La agitación era terrible. Algunos saltaban de las galerías hacia los
pasillos del piso de abajo, otros corrían literalmente sobre los asientos y los
respaldos de los bancos, la gente se atropellaba en los pasillos.
Yo me puse de
pie frente al púlpito, y sin saber aun lo que sucedía, levanté las manos y dije
al tope de mi voz: "¡Hagan Silencio! ¡Silencio!" En ese momento dos
señoras que venían corriendo en toda su emoción en dirección al púlpito se
agarraron de mí. El doctor Penny corrió hacia la calle y vio a la gente correr
en todas direcciones, tan rápido como podían. Como yo no estaba consciente de
ningún peligro, la escena me parecía tan absurda que casi no podía contener la
risa. La gente corría atropellándose en los pasillos. En varias ocasiones
observé a algunos hombres levantándose del suelo, y al hacerlo echaban al piso
a los más débiles, que habían ido tropezando con ellos. Todos salían de la casa
tan pronto como podían. Algunos quedaron considerablemente lastimados, pero
nadie perdió la vida.
Con todo esto
la casa quedó cubierta de toda clase de cosas, en especial de prendas
femeninas. A algunas de las damas se les desgarraron los trajes hasta la altura
del trasero. Bonetes, chales, guantes, pañuelos y partes de vestidos quedaron
esparcidos en toda dirección. Me parece que los caballeros, por lo general, se
habían marchado sin sus sombreros. Muchas personas quedaron lastimadas y
adoloridas por la terrible premura.
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Para aquel
entonces había en Rochester una escuela superior presidida por un señor de
apellido Benedict, hijo de Abner Benedict, quien era en aquel momento pastor de
la Iglesia de Brighton, cerca de Rochester. Este señor Benedict era escéptico,
pero estaba a la cabeza de una escuela superior muy grande y floreciente.
Siendo que a esta escuela asistían los dos sexos, una señorita de apellido
Allen le servía como asistente y asociada. Esta señorita era cristiana. Los
estudiantes asistían a los servicios religiosos, y pronto muchos de ellos
mostraron profunda ansiedad por sus almas. Cierta mañana el señor Benedict se
encontró con que ninguno de sus alumnos podía recitar lo aprendido. Cuando les
pedía que se pusieran de frente para la lección, los jóvenes estaban tan
ansiosos por sus almas que lloraban. El ver el estado en el que se encontraban
los estudiantes le confundió mucho.
Llamó a su
asociada femenina, la señorita Allen, y le dijo que los jóvenes se encontraban
tan ansiosos por sus almas que no les era posible recitar y le preguntó si no
sería mejor llamar a Finney para que les diera instrucción. Más tarde, la
señorita Allen me informó de la situación y me dijo que se sintió muy contenta
de que hubiera sido él quien levantara la cuestión y que ella le había
aconsejado de forma muy cordial que enviaran por mí. Así lo hizo el señor
Benedict, y el avivamiento tomó un poder tremendo en aquella escuela. Pronto el
mismo señor Benedict fue convertido, y de hecho casi todas las personas en
aquella escuela se convirtieron también. Hace unos pocos años la señorita Allen
me informó que unas cuarenta personas de las convertidas en aquella escuela se
hicieron ministros. No estoy seguro, pero ella también afirmó que más de
cuarenta personas se habían hecho misioneros. Este es un hecho que yo no
conocía anteriormente. Ella me nombró a algunos de ellos de aquel entonces, y
de cierto, buena parte de ellos habían salido al campo misionero.
*El Sabbat de aquellos tiempos era el domingo, el día de reposo.
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