Entradas Recientes
Lowell Brueckner

Ingrese su dirección de correo electrónico:


Entregado por FeedBurner

Charles Finney autobiografía 6

Etiquetas:

 


No hay nada para observar en esta tierra más hermoso ni asombroso que la obra de Dios en el individuo. Lo más maravilloso y detallado que veremos en este artículo será la obra hecha en la vida de Charles Finney mismo. Probablemente, los testimonios más consoladores que descubriremos son el resultado de historias que leeremos o escucharemos de las terribles pruebas que otros cristianos han pasado, especialmente cuando son personas de la calidad de un Finney. Sí, los más grandes entre los santos son llevados por el Espíritu Santo a un desierto de horrible soledad, como el Señor mismo. Son tentados por el diablo más allá de lo que ellos pudieran llevar sobre sí y, por esta razón, el Espíritu Santo es su paracleto, está a su lado como un abogado defensor, el único que puede rechazar las acusaciones del acusador de los hermanos. Sin Él, todos nos desmoronaríamos y perderíamos, y Finney, con la ayuda del Espíritu Santo es tremendamente impulsado a alturas más altas de experiencia espiritual y victoria constante.
 

Este artículo contiene el relato de cristianos que han sido llevados al nivel más alto de comunión en su relación con su Señor. Al hacerlo, han descubierto el significado de la creación del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios. Es algo que puede, incluso, traer confusión a la mente de un incrédulo, como le sucedió al marido de una mujer creyente en la primera historia que sigue (1). Después veremos el relato de otra mujer que llegó a tener una relación íntima con Dios, siendo la cosa más importante de su vida, más que la vida misma (2). Seguidamente, veremos al anciano de una iglesia que, aunque había estado frío espiritualmente, es reestablecido en un momento por el toque de Dios sobre su vida (3). Veremos cómo el gran poder de la verdad libra y transforma a alguien que había sido engañado por un error que le había sido presentado como cristianismo. Antes de volver a la historia de Finney veremos cómo un creyente amado (4), pasando por el valle de sombra de muerte, no halló valle ni sombra, sino solamente la esperanza de juntarse con los santos triunfantes en gloria.

 

La asombrosa obra de Dios en el corazón de seres humanos

 Había entonces una dama, de apellido Childs (1), que vivía en el primer distrito. Ella era una mujer cristiana casada con un inconverso. Una señora muy refinada y de bello carácter moral y personal. Su esposo era un mercader de buen carácter moral, al menos hasta donde puedo decir en base a su conversación, y muy amante de su esposa. Esta dama asistía a las reuniones y había llegado a una profunda convicción de la necesidad de una obra de gracia más intensa en su alma.

 Días después su esposo vino a verme una mañana con su trineo y me pidió dar un paseo junto a él. Lo hice y descubrí que su propósito era hablarme acerca de su esposa. Me contó que ella había crecido en la “iglesia de los Amigos” y que cuando se casaron él llegó a pensar que su mujer era una de las personas más perfectas que había conocido. Pero luego, dijo él, cuando ella se convirtió pudo observar un cambio aún mayor del que consideraba posible, pues ya pensaba que era moralmente perfecta en su vida exterior. Mas el cambio en su espíritu y en la forma en la que se conducía fue tal cuando sucedió su conversión, que nadie podía dudar de que realmente se había convertido. "Desde entonces", continuó el esposo, "he creído que ella es casi o por completo perfecta. Pero ahora ha manifestado la transición a un cambio aún mayor. Lo veo en todo. Hay tanto espíritu en ella, tanta transformación, tanta energía en su religión y tal plenitud de gozo, paz y amor…". Y luego me preguntó: "¿Qué debo hacer ante tal cosa? ¿Cómo se supone que debo interpretar lo sucedido? ¿Realmente los cristianos experimentan estos cambios?"

 Traté de explicárselo lo mejor que pude. Traté de hacerle entender que su mujer, por su educación, era ‘cuáquera’, pero más allá de eso estaba lo que su conversión había logrado en ella. Luego le dije que lo que estaba presenciando era un bautismo fresco del Espíritu Santo. Él estaba manifiestamente sorprendido por los cambios que su esposa había tenido, especialmente por el último. Aquella dama ya ha partido a la presencia del Señor, pero la esencia de aquella unción permaneció con ella toda su vida, según he podido saber.

 Otro caso es el de la señora Harris (2) … Me parece que fue la semana siguiente cuando pasé a visitar al señor Harris y lo encontré pálido y agitado. Me dijo: "Señor Finney, creo que mi esposa va a morir. Su mente está en tal estado de agitación que no puede descansar ni de día ni de noche y se ha entregado por completo a la oración. Ha estado toda la mañana en su habitación, clamando y luchando en oración, y temo que llegue a consumir todas sus fuerzas". Cuando la mujer escuchó mi voz en la sala salió de su habitación y vi en su rostro el más celestial y sublime de los brillos. Su rostro resplandecía con una esperanza y gozo que solo podía provenir del cielo. Ella exclamó: "Hermano Finney, ¡el Señor nos ha visitado! ¡Su obra se extenderá en toda esta región! Una nube de misericordia se ha posado sobre nosotros y veremos una obra que jamás hemos visto antes".

Ahora consideraremos al anciano Burnett, quien fue un instrumento para compartir la obra de Dios a un anciano frío (3). El anciano Smith asistió a la reunión de la mañana, y en el intermedio recibió la invitación del anciano Burnett para ir a su casa y refrescarse un poco. El anciano Burnett estaba lleno del Espíritu Santo y, en el camino a su casa, le predicó a Smith, quien para entonces estaba muy frío y esquivo con respecto a la religión. El anciano Smith fue profundamente impactado por sus palabras. Tan pronto entraron a la casa se dispuso la mesa y fueron invitados a tomar asiento y servirse algo de refrigerio. Mientras se ubicaban en la mesa, el anciano Smith le preguntó a Burnett: "¿Cómo hizo usted para recibir tan grande bendición?" Burnett respondió: "Dejé de mentirle a Dios. Durante toda mi vida cristiana he estado pretendiendo y pidiéndole a Dios cosas que no estaba totalmente dispuesto a recibir; y he orado imitando a otros, muchas veces sin sinceridad, y así mintiéndole a Dios". Continuó diciendo: "Tan pronto tomé la decisión de nunca decirle a Dios nada que realmente no tuviera la intención de decir, Dios me respondió, el Espíritu descendió y fui lleno del Espíritu Santo". En ese instante el señor Smith, que aún no había empezado a comer, salió de su silla, cayó de rodillas, y empezó a confesar que le había mentido a Dios y que había sostenido un papel de hipócrita, tanto en sus oraciones como en su vida. El Espíritu Santo cayó de inmediato sobre él, y lo llenó tanto como pudo soportar.

 Me enteré de lo sucedido de la siguiente manera: La gente se había reunido para la adoración de la tarde, y yo estaba de pie en el púlpito, leyendo un himno. Entonces escuché que alguien hablaba en alta voz acercándose a la casa de adoración. La puerta y las ventanas estaban abiertas. Entraron directamente dos hombres: el anciano Burnett, a quien conocía, acompañado de quien era para mí, hasta entonces, un desconocido. Tan pronto Smith cruzó la puerta, alzó sus ojos y me vio, caminó directamente hacia mí y me levantó en brazos diciendo: "¡Dios le bendiga, Dios le bendiga!" Entonces empezó a contarnos a mí y a la congregación lo que el Señor acababa de hacer por su alma. Su rostro brillaba y se veía tan cambiado que aquellos que le conocían de antes estaban atónitos.

 Muy pronto el sastre católico romano, el señor Father, se levantó en medio de la congregación y dijo: "Tengo que decirles lo que el Señor ha hecho a mi alma. Yo fui criado como católico romano, y nunca me atreví a leer mi Biblia. Se me había dicho que si lo hacía el diablo me llevaría cuerpo y alma. A veces, cuando me atrevía a mirarla, me parecía como si el diablo estuviera espiando, literalmente, por encima de mi hombro, listo para llevarme. Sin embargo, ahora he visto que todo eso era una ilusión". Continuó diciendo lo que el Señor había hecho por su alma en esos instantes; las perspectivas que el Señor le había dado acerca del camino a la salvación por medio de Jesucristo. Le fue evidente a todos los presentes que Father se había convertido. Esto causó una gran impresión en la congregación. Yo no pude predicar; el Señor fue quien le había dado su propio curso a la reunión. Me quedé quieto, contemplando la salvación de Dios. Uno tras otro empezó a dar testimonio de lo que Dios había hecho por sus almas, y la obra continuó.

 Finalmente, un cristiano testifica de su lecho de muerte (4) … Llegó la mañana del Sabbat y se halló que el señor O'Brien estaba en muy mal estado y que se esperaba que no sobreviviera aquel día. Había llamado a su esposa al pie de su cama y le había dicho: "Querida, voy a pasar el Sabbat en el cielo. Deja que toda la familia y todos los amigos vayan y se unan a la iglesia de abajo, que yo me uniré a la iglesia de arriba". Antes de que llegara la hora de la reunión ya había muerto. Se llamó a sus amigos para que le colocaran en su mortaja, y la familia y los parientes se reunieron alrededor de sus despojos. Luego se marcharon a la reunión, y tal como el señor O'Brien lo había deseado, se unieron a la iglesia militante mientras él se unía a la iglesia triunfante. Aquella fue una escena llena de emociones, y un hecho muy conmovedor que fue mencionado en la mesa de la comunión. Su pastor se les había adelantado a la gloria y, de hecho, creo que en aquella misma mañana yo le había dicho al señor O'Brien: "Dele mi amor al hermano Greer cuando llegue al cielo". Él sonrió con gozo santo y me dijo: "¿Cree usted que le reconoceré?" Le respondí: "Sin duda alguna le reconocerá. Dele mi amor y dígale que la obra marcha gloriosamente". "Lo haré, lo haré", me dijo.

 

La prueba personal y profunda de Finney, y la victoria que sucedió después

 Jamás olvidaré la escena ocurrida en mi habitación en casa del doctor Lansing, poco después de mi llegada al pueblo. El Señor me mostró en una visión por lo que tendría que pasar. El Señor se acercó tanto a mí mientras estaba en oración que, literalmente, mis huesos vibraban. Temblé bajo aquel profundo sentir de la presencia de Dios, desde la cabeza hasta los pies, como quien padece de paludismo. Al principio, y por algún tiempo, me pareció más estar en la cima del monte Sinaí, en medio de la plenitud de los truenos, que en la presencia de la cruz de Cristo.

 Que yo recuerde, nunca en mi vida me había sentido tan maravillado y humilde delante de Dios como en aquella ocasión. Sin embargo, en lugar de sentir el deseo de escapar, me parecía estar más y más atraído hacia aquella Presencia que me llenaba de tan indecible temor y temblor. Después de un periodo de gran humillación delante de Él, sobrevino un gran levantamiento.


 Después de orar de esta manera por varias semanas y meses, una mañana, mientras me encontraba en oración, cruzó por mi mente este pensamiento: ¿qué tal si después de haber visto todas estas enseñanzas, estas solo logran tener efecto en mis emociones? ¿Será que solo mis sensibilidades serán las afectadas por estas revelaciones que surgieron de mi lectura de la Biblia, y que mi corazón no está realmente rendido a ellas? En este punto llegaron a mi mente varios pasajes de la Escritura semejantes a este: "La palabra pues de Jehová les será mandamiento tras mandamiento, mandato sobre mandato, renglón tras renglón, línea sobre línea, un poquito allí, otro poquito allá; que vayan y caigan de espaldas, y sean quebrantados, y enlazados, y presos". Esta idea de estar engañándome a mí mismo por medio de mis emociones apenas llegaba a mí mente y ya sentía su impacto como el mordisco de una víbora. Era una punzada de angustia que no puedo describir y aquel pasaje de la Escritura en el cual pensé con respecto a esa posibilidad aumentó mi ansiedad por un momento. Sin embargo, enseguida recibí la capacidad de volver a la perfecta voluntad de Dios. Le dije al Señor que si Él consideraba que lo más sabio y lo mejor era que yo permaneciera en el engaño y fuera al infierno, aceptaría su voluntad; y le dije: "Haz conmigo lo que bien te parezca".

 Inmediatamente después de este pensamiento me resultaba muy difícil consagrarme a Dios en un sentido mayor al que hasta entonces había considerado como mi deber, ni siquiera podía concebir esa consagración como posible. En el pasado, con frecuencia había colocado en el altar de Dios a mi familia, para que Él dispusiera de ella como le pareciera. Sin embargo, en aquel entonces, y antes de que finalmente me rindiera a la voluntad de Dios, me resultaba una verdadera lucha entregar a mi esposa a la voluntad del Señor. Para entonces ella tenía muy mala salud y era evidente que no viviría mucho tiempo.

 Por esa época tuve un sueño acerca de ella que desembocó en aquella gran lucha interior de la que hablo. Después de aquel sueño quise colocarla en el altar, como tantas veces había hecho en el pasado, pero como nunca antes vi con tanta claridad lo que implicaba poner todo lo que poseo delante de Dios, y durante horas luché en mis rodillas para poder entregarla sin condiciones. Sin embargo, me hallaba incapaz de hacerlo. Me sentía tan sorprendido e impresionado por esta incapacidad que transpiraba profusamente y en agonía. Luché y oré hasta quedar exhausto, pero aún me veía incapaz de rendirla a la voluntad de Dios de modo que Él pudiera hacer con ella lo que quisiera.

 Este asunto me atribuló en gran manera. Le escribí a mi esposa, dejándole saber acerca de mi gran lucha y de la preocupación que sentía por no estar dispuesto a entregarla a la perfecta voluntad de Dios sin condiciones. La carta la escribí poco antes de haber tenido la tentación (ahora me parece que fue una tentación), cuando aquellos pasajes de la Escritura vinieron penosamente a mi mente, y cuando aquella amargura, casi de muerte, pareció poseerme por momentos al pensar en la posibilidad de que mi religión fuera solo una religión sentimental, y de que las enseñanzas de Dios solo pudieran tener efecto en mis sentimientos. Sin embargo, como ya he dicho, me fue dada la capacidad, después de luchar por unos pocos momentos con este desánimo y amargura, que hoy puedo atribuir a los fieros dardos de Satanás de llegar a tener un sentido aún mucho más profundo de la infinitamente bendita y perfecta voluntad de Dios. Fue entonces cuando le dije al Señor que tal era mi confianza en Él que me sentía perfectamente capaz de entregarme a mí mismo, a mi esposa, y a mi familia, y a todo lo que poseo, para que Dios haga, sin condición alguna, según sus perspectivas y su voluntad. Que si Él consideraba que lo mejor y lo más sabio era enviarme al infierno, que lo hiciera y que yo consentiría en aquello. 

 En lo que respecta a mi esposa, me sentí completamente dispuesto a entregarla, en cuerpo y alma, a la perfecta voluntad de Dios y sin la menor duda en mi mente. Luego de esto tuve una perspectiva más profunda que nunca antes de lo que implica la consagración a Dios. Pasé mucho tiempo en las rodillas considerando el asunto y entregándole todo al Señor: los intereses de la iglesia, el progreso de la religión, la conversión del mundo, y la salvación o la condenación de mi propia alma según fuera la voluntad de Dios. De hecho, recuerdo que llegué hasta a decirle al Señor, con todo mi corazón, que Él podía hacer conmigo y con lo mío todo lo que su bendita voluntad quisiera, que tenía tanta confianza en su bondad y amor como para creer que Él no consentiría nada que yo pudiera objetar. Sentí en mí una especie de audacia santa al decirle que hiciera conmigo lo que bien le pareciera, que Él no podía hacer nada que no fuera sabio y bueno; y que por lo tanto tenía yo todas las bases para aceptar cualquier cosa que Él consintiera con respecto a mi persona y a lo mío. Nunca antes había conocido tan profundo y perfecto descanso en la voluntad de Dios.

 Lo que me parecía extraño era que no podía asirme ya a mi antigua esperanza. Tampoco podía recordar con frescura ninguna de las pasadas temporadas de comunión y seguridad divina. Se puede decir que renuncié a toda esperanza y dejé todo sobre un nuevo fundamento. Es decir, renuncié a mi seguridad en mi salvación basada en cualquiera de mis experiencias pasadas, y recuerdo que le dije al Señor que no sabía si su intención era salvarme o no. Tampoco sentía que me interesara saberlo. Estaba dispuesto a acatar lo que fuere. Dije entonces que si descubría que Dios me guardaba, que obraba en mí por medio de su Espíritu, y que me estaba preparando para el cielo, produciendo santidad y vida eterna en mi alma, daría por hecho que su intención era salvarme; y que si, por otro lado, me hallaba a mí mismo carente de fuerza divina, de luz y de amor, concluiría que Dios en su sabiduría y discreción había decidido enviarme al infierno. En cualquiera que fuera el caso estaba dispuesto a aceptar su voluntad. Con esto mi mente quedó en perfecta calma.

 Esto ocurrió temprano en la mañana. A lo largo de todo el día me encontré en un estado de descanso perfecto, tanto en cuerpo como en alma. Con frecuencia mi mente levantaba la pregunta: "¿Te adhieres aún a tu consagración y a tu decisión de permanecer sometido a la voluntad de Dios?" Sin vacilar me respondí a mí mismo: "Sí, no volveré atrás. No tengo razones para reclamar nada de lo que he dejado en el altar; y tampoco quiero reclamar nada de lo entregado". La idea de que posiblemente estuviera perdido no me molestaba. De hecho, durante todo aquel día mi mente no tuvo temor alguno, ni mis emociones se alteraron en lo más mínimo. Nada me atribulaba. No me sentía ni exaltado ni deprimido. Tampoco me parecía sentirme gozoso ni triste. Mi confianza en Dios era perfecta; mi aceptación de su voluntad era perfecta, y mi mente estaba tan calmada como el cielo mismo. Solamente cuando empezó a caer la tarde surgió en mi mente esta pregunta: "¿Y si Dios realmente me envía al infierno; qué será de mí entonces?" "No me opondré". Sin embargo luego me dije: "Mas, ¿puede Dios enviar al infierno a una persona que acepta su voluntad como yo lo he hecho?" Tan pronto como surgió en mi la pregunta llegó la certeza: "No, es imposible. No es posible que me espere el infierno cuando he aceptado la perfecta voluntad de Dios". Con esto fluyó una vena de gozo en mi mente que continuó desarrollándose más y más a lo largo de las semanas, de los meses, y aún me atrevo a decir, de los años.

 El lenguaje del Cantar de los Cantares era tan natural para mí como el aliento. Me parecía poder entender muy bien el estado en el cual se encontraba Salomón cuando escribió aquella canción, y concluí entonces, y aún lo creo hasta ahora, que la escribió luego de haber sido rescatado de su gran caída. No solo tenía toda la frescura de mi primer amor, sino que este había aumentado grandemente. De hecho, el Señor me llevó tan por encima de todo lo que había experimentado hasta entonces, y me enseñó tanto acerca del significado de la Biblia, de las relaciones de Cristo, su poder y buena voluntad, que con frecuencia me hallé diciéndole: "Nunca supe o concebí que cosa alguna fuera cierta". Luego comprendí lo que significa que "Él puede hacer mucho más abundantemente de lo que pedimos o pensamos". Por aquel tiempo me enseñó muy por encima de lo que jamás pedí o llegué a pensar. No había tenido hasta entonces idea de la amplitud, longitud, profundidad y eficacia de su gracia. Me pareció que aquel pasaje que dice "Bástate mi gracia" tenía tanto significado que me resultaba admirable el no haberlo llegado a entender en el pasado. A medida que estas revelaciones me eran dadas exclamaba: "¡Admirable! ¡Admirable! ¡Admirable!". Entendí lo que el profeta quiso decir cuando escribió que "su nombre será llamado Admirable, Consejero, Dios poderoso, Padre eterno, Príncipe de paz".

 Para estar seguro de que realmente había tenido comunión con Dios en el pasado, continuamente y por un buen tiempo me fue necesario reflexionar y recordar las cosas que con tanta frecuencia me habían ocurrido. Aquel invierno pensé que probablemente cuando lleguemos al cielo, las perspectivas que allí tendremos, así como el gozo y ejercicios santos, sobrepasarán de tal manera todo lo que hayamos experimentado en esta vida, que a duras penas podremos conciliar el hecho de que realmente llegamos a tener religión mientras estuvimos en este mundo. De hecho, muchas veces había experimentado en el pasado gozos indescriptibles y una comunión muy profunda con Dios, mas ahora habían quedado a la sombra de aquella vivencia mucho mayor de ese invierno y, por esto, muchas veces le decía al Señor que nunca antes había concebido las cosas tan maravillosas que nos revela su bendito Evangelio, y la maravillosa gracia hallada en Jesucristo. Al reflexionar en aquello, el lenguaje era semejante, pero las experiencias pasadas parecían haber quedado selladas, y prácticamente fuera del alcance de mis ojos.

 Puedo decir que estas cosas han sido lo habitual desde aquel periodo, aunque no puedo afirmar que no hayan sufrido interrupciones, ya que en 1860, durante un periodo de enfermedad, tuve un tiempo de mucha depresión y de tremenda humillación. Sin embargo, el Señor me sacó de aquel estado y me devolvió a la paz y al descanso.

 Un día, cuando me encontraba de rodillas y en comunión con Dios tratando el tema, de pronto sentí que Dios me decía: "¿Amaste a tu esposa?" "Sí", respondí. "¿Y la amaste por su bien, o por el tuyo? ¿La amaste a ella o te amaste a ti mismo? Si la amaste por su bien, ¿por qué te afliges estando ella conmigo? ¿No debería la felicidad que ella tiene junto a mí ser motivo de regocijo para ti y no de lamento, si es que la amaste por su bien?" Continuó diciéndome: "¿La amaste por mi bien? Si fue así, de cierto no te lamentarías, pues ella está conmigo. ¿Por qué piensas en tu pérdida y te enfocas en ella, en lugar de pensar en lo que tu esposa ha ganado? ¿Puedes estar triste cuando ella está tan gozosa y feliz? Y si la amaste por tu propio bien, ¿no te alegrarás en su alegría y estarás feliz con su felicidad?" Jamás podré describir lo que sentí cuando Dios me dijo esto. De inmediato se produjo en mí un cambio total en mi mente con respecto a la forma en la que veía la pérdida de mi esposa.

 A partir de ese momento la tristeza que sentía por causa de su partida se fue por completo. Ya no pensaba en ella como si estuviera muerta, sino como viva en medio de las glorias del cielo. En aquel entonces mi fe estaba tan fortalecida y mi mente tan iluminada que me parecía aún posible entrar en el mismo estado en el que ella se encontraba en el cielo; y si es que existe alguna comunión con un espíritu ausente, o con alguien que ya está en el cielo, entonces, yo me sentía como en comunión con ella. Con esto no quiero decir que alguna vez llegué a suponer que mi esposa estuviera presente de tal modo que pudiera yo tener con ella una comunión personal, sino más bien que me parecía saber cuál era su estado en el cielo, aquel profundo e inquebrantable descanso en la perfecta voluntad de Dios. Entendí que eso era el cielo, y pude experimentarlo en mi propia alma. Hasta el día de hoy no me he apartado de estos puntos de vista. De hecho, con frecuencia vienen a mí en forma de aquel mismo estado en el cual se encuentran los habitantes del cielo y puedo entender por qué se encuentran así.


0 comentarios:

Publicar un comentario