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Lowell Brueckner

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Lo que palparon nuestras manos, capítulo diez

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CAPÍTULO 10
 

LA OBRA DE DIOS CON SU PODER Y PROVISIÓN
 
La familia Loel Brueckner
  Tenía catorce años cuando tres amigos vinieron a visitarnos a nuestra casa en Jacksonville, Florida. Entre ellos había una pareja. El marido se había graduado en la escuela bíblica para indios, Mokahum, cerca del Lago Cass, Minnesota, donde papá había sido director, y su mujer era una antigua profesora. Con ellos viajaba la que era decano de la sección femenina de la escuela. Como era la víspera de año nuevo, papá, mamá y ellos, dedicaron algún tiempo a orar juntos y a buscar al Señor. Yo también estaba presente.

  No me acuerdo de muchas de las palabras y acontecimientos de aquella noche, pero recuerdo claramente cómo el antiguo alumno oraba por mí. Lo que ocurrió en ese momento me cogió totalmente por sorpresa. Tuve una experiencia, aunque no tan poderosa, similar a la que cuenta Charles Finney en su autobiografía. “El Espíritu Santo descendió sobre mí como si fuera a atravesarme en cuerpo y alma. Tuve la impresión de que me recorría como una ola de electricidad. De hecho, parecía venir en forma de olas, olas de amor líquido; no sabría describirlo de otra manera. Era como si el propio Dios estuviera respirando”. La antigua decano de las mujeres, una persona callada, tranquila y sin pretensiones, dijo que en ese momento había tenido una visión en la que yo me encontraba cantando y tocando la guitarra ante gente de piel morena.

  Atribuyo cualquier éxito que pueda obtener de forma espiritual a lo largo de mi vida, a la realidad de esta experiencia. Aprendí a depender de Él para obtener frutos duraderos y eternos. No podemos justificar como bíblica una manera de presentar el evangelio basada en los esfuerzos humanos, sino en manifestaciones claras del poder de Dios. Las manifestaciones del Espíritu Santo y su poder milagroso tienen que acompañar al evangelio. Según la Biblia, este principio ha de ser la norma, y no la excepción. Voy a enumerar algunos versículos muy significativos que comprueban lo que estoy afirmando:

“Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén..., y hasta lo último de la tierra”. (Hechos 1:8)

“Con potencia de señales y prodigios, en el poder del Espíritu de Dios; de manera que desde Jerusalén, y por los alrededores hasta Ilírico, todo lo he llenado del evangelio de Cristo”. (Romanos 15:19)

“Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu Santo y de poder”. (1 Corintios 2:4)

“Aquel, pues, que os suministra el Espíritu, y hace maravillas entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley, o por el oír con fe?” (Gálatas 3:5)

“Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre... ” (1 Tes. 1:5)93

“Testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad”. (Hebreos 2: 4)

“A estos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles”. (1 Pedro 1:12)

Nada está tan firmemente establecido en las Sagradas Escrituras, como que la obra de Dios se hará bajo la supervisión y la capacidad del Espíritu Santo.

  En 1965 me encontraba en Méjico “cantando y tocando la guitarra ante gente de piel morena”, exactamente como fue predicho siete años antes. Durante los primeros meses, al no saber suficiente español como para compartir un mensaje, lo que hice fue aprender a pronunciar las palabras de algunas canciones y a cantarlas. Margarita y yo nos casamos en Méjico y vivimos allí hasta 1979. Durante ese tiempo tuvimos ocho hijos; los primeros fueron gemelos. Nuestro lugar de trabajo estaba muy al sur de la frontera de los Estados Unidos, en la región tropical del Estado de Oaxaca.

  Los primeros cinco años en la Costa Chica fueron los más cruciales de mi vida. Vivir solos en una aldea, sin electricidad, sin teléfono, aislados del mundo exterior, solos con Dios para ayudarnos en los tiempos difíciles, hace que Su existencia sea una realidad. Experimentamos toda la fuerza del mundo espiritual y la Biblia parecía cobrar vida ante nuestros ojos en las situaciones a las que nos enfrentábamos. Estábamos matriculados en la escuela del Espíritu.

  No llevábamos mucho tiempo instalados en Cacahautepec, cuando me vi ante un dilema. Un hombre, que tenía curiosidad por saber algo acerca de los nuevos residentes extranjeros que habían venido a vivir a su aldea, aceptó entrar en nuestra casa para hablar un rato. Compartí la palabra de Dios y mi experiencia personal con él. Me dijo que quería que su familia escuchara aquellas palabras, especialmente su hija que estaba enferma y no podía levantarse de la cama, por lo que me pidió que fuera a su casa. Yo tenía otro compromiso aquel día, pero prometí que el martes siguiente les visitaría.

  Llegó el martes, y esa mañana me levanté con el propósito de cumplir mi promesa. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que el hombre no me había dado su nombre y dirección, y el pueblo en el que vivía tenía tres mil habitantes. Me imaginé que no iría a trabajar al campo aquel día, sino que se quedaría en casa esperando mi llegada. Sabía que si no iba se sentiría decepcionado, y pude predecir lo que se hablaría en el pueblo acerca del extranjero que no había cumplido su palabra. Había una expresión local para definir a esas personas: “del pico para afuera”, es decir, que no había nada detrás de sus palabras.

  Sentía que nuestro futuro y el del evangelio en aquella zona, dependían de poder establecer una reputación de confianza. Oré con bastante desesperación: “¡Dios, tienes que ayudarme a encontrar a ese hombre!”. Entonces hice lo que desde entonces, a los nuevos candidatos al servicio de Dios, he recomendado que debe hacerse. Puse un pie delante del otro y empecé a andar por las calles. He aprendido que no se puede progresar si te quedas sentado en tu casa esperando una palabra del cielo.

  Yo no sé, sólo Dios lo sabe, porqué tomé la dirección que tomé, y porqué después de varias calles giré en otra dirección. Finalmente me encontré frente a una vereda que se dividía ante una valla de alambre. Al otro lado de la valla había una humilde casa de adobe, y una mujer tendiendo ropa en una cuerda atada entre dos árboles. Estaba de espaldas a mí. Ya era tiempo de preguntar direcciones y debía preguntarle por la casa que buscaba. Pero, ¿cómo iba a hacerlo si no tenía ningún nombre ni dirección? La pregunta no quedó muy clara, pero contenía toda la información de la que disponía. “Disculpe señora, ¿conoce usted a un hombre que tiene una hija enferma?” La señora se dio la vuelta sonriendo: “¡Pase señor, mi marido y mi hija le están esperando adentro!” Dios me había guiado directamente a mi destino. Experiencias como ésta eran en verdad bastante comunes.

  La primera oportunidad que tuve de compartir el evangelio en una aldea de indios mixtecos, vino como consecuencia de un lanzamiento aéreo de folletos. En aquellos primeros días en la costa, la dificultad para establecer contacto con la gente de la zona, era en parte superada visitando a aquellos que respondían a la literatura que les caía en las manos desde una avioneta. Dos pilotos, uno de ellos veterano de la Segunda Guerra Mundial, con una vieja avioneta Stinson, aterrizaron en la pequeña pista de tierra de Cacahuatepec con varias cajas; cada una de ellas transportaba diez mil papeles que contenían el evangelio. Comenzó el trabajo. No me detendré a describir las náuseas y los dolores de brazo que experimenta uno por tener que pasar horas lanzando varios panfletos a la vez, desde la ventanilla de una avioneta, mientras el piloto realiza maniobras peligrosas por valles y colinas para pasar lo más cerca posible de las aldeas.

  Días después, recibimos una cruda carta de San Juan Colorado escrita en un vacilante español. Seguí el rastro de un camión y crucé tres o cuatro ríos sin puente para llegar al territorio mixteco. Encontré al hombre que nos había escrito, y él mismo reunió rápidamente a vecinos y familiares a las puertas de su casa para que escucharan lo que yo tenía que decir. Abrí la Biblia y me puse a hablar a quince caras inexpresivas. No creo que entendiesen ni un diez por ciento de lo que les decía en español, sin embargo, volví una semana después para repetir el trabajo. Tal y como he dicho antes, uno tiene que empezar a andar si quiere llegar a algún sitio, y del mismo modo, si uno espera comunicar el evangelio tiene que abrir la boca y hablar.

  Un día de diciembre, después de varios intentos y viajes a la aldea, estaba presente un joven, nuevo en el grupo. De nuevo, por fe, volví a compartir el mensaje del evangelio, esperando que alguien entendiera un poco de la historia. Esta vez, cuando cerré la boca y la Biblia, aquel joven se puso de pie, y volviéndose hacia los demás, habló largo y tendido en mixteco. Cuando acabó, varios hombres se acercaron a mí. “Les acabo de explicar tu mensaje”, dijo el joven, “quieren recibir a Cristo en sus vidas, tal y como tú les has instruido, y yo también”. El joven había aprendido español estudiando en la ciudad de Méjico, y en ese momento estaba en casa durante las vacaciones de Navidad. Después de ese día el evangelio se extendió por todo San Juan Colorado, y con el tiempo se formó un grupo de creyentes con su propio liderazgo local. Lo último que he sabido es que había cerca de doscientos creyentes asistiendo a las reuniones.
 
El ayuntamiento de Cacahuatepec, como está en día de hoy,
donde está registrado los nacimientos de cuatro hijos nuestros.
  Pasamos cinco años en Cacahuatepec antes de mudarnos a la pequeña ciudad de Pinotepa, con una población de quince mil habitantes. Nuestra intención era, como siempre, compartir el evangelio y formar grupos de creyentes en la ciudad y los alrededores. Este deseo nos llevó un día al pueblo de Mancuernas, situado sólo a pocos kilómetros al oeste de Pinotepa. Fuimos a ver al alcalde para solicitar un permiso que nos permitiera llevar acabo una reunión al aire libre. Lo encontramos enfermo, con unas paperas preocupantes. Le hablamos del poder del evangelio y después oramos con él. Mientras nos dirigíamos a la puerta, un hombre que estaba sentado en el porche se levantó. Estaba considerablemente borracho, pero a la vez, respetuoso: “¿Saben ustedes por qué bebo?”, preguntó sin esperar respuesta. “Mi mujer ha estado gravemente enferma. El doctor me ha dicho hoy que morirá pronto y toda mi familia se ha reunido. He oído lo que le han dicho al alcalde ahí adentro, y me gustaría que me acompañaran y oraran por ella”. Por supuesto, lo hicimos. Vimos muchos caballos atados a los árboles alrededor de aquella casa, y al entrar la encontramos abarrotada de gente observándonos mientras nosotros nos arrodillábamos al lado de la cama de aquella señora moribunda. Después de orar y dar unas palabras de consejo, nos levantamos y salimos de Mancuernas.

  Volvimos una semana después y nos encontramos con que la aldea al completo hablaba de la mujer que, después de que los extranjeros oraran por ella y se marcharan de su casa, se había levantado de su lecho de muerte, y ahora se encontraba perfectamente bien. Hasta el día de hoy continúa en Mancuernas una iglesia fuerte que se formó entonces. El líder es un antiguo bebedor y cantante de cantinas, que había protagonizado más de un tiroteo con la policía local. Estaba a punto de suicidarse cuando encontró al Señor Jesús. La paz inundó su corazón al arrodillarse entre el maíz para entregarse a Cristo, después de haber escuchado el evangelio en una de nuestras reuniones.

  Vivimos en la Costa Chica durante siete años. Aunque me resultaba difícil abandonar la costa, empecé a sentir que debíamos hacer algo que nadie había hecho antes en el estado de Oaxaca; emitir un programa diario de radio dando el mensaje del evangelio. Puesto en pie sobre una colina, mirando al pueblo de Pinotepa, oré: “Señor, no creo que los líderes sean fuertes o lo suficientemente maduros para continuar solos”. De pronto sentí como si me respondiera: “Recuerda el estado de la gente que dejé atrás, cuando fui al cielo”. Entonces mi atención se dirigió a los últimos versículos del evangelio de Marcos cuando dice: “Él les reprochó su desconfianza y su dureza de corazón..., y les dijo... Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda la creación”. Me maravillaba el hecho de ver cómo, en un suspiro, les estaba reprendiendo por falta de fortaleza y madurez espiritual para, a continuación, poner el futuro total del evangelio sobre sus hombros. De nuevo el Señor parecía hablarme: “Mi confianza no estaba en ellos, sino en el poder del Espíritu Santo”.

  Cuando volví a la costa para tomar parte en una conferencia, tan sólo seis meses después de habernos mudado a la capital del estado, comprobé que el trabajo había aumentado de manera significativa, tanto en fuerza como en número.

  Un viejo himno dice así: “Él camina conmigo y charla conmigo”. ¿Cómo puede Dios hablar con nosotros? ¿Cuántos de los que habrán cantado ese himno se sorprenderían si alguna vez escucharan claramente la voz del Señor? Después de establecernos definitivamente en nuestra nueva casa en la ciudad de Oaxaca, necesitábamos urgentemente quinientos dólares. Sentado frente a la casa, hablando con Dios de ello, le di las gracias de antemano por estar seguro de Su fidelidad en suplir lo que nos faltaba.

  Puedo llevarte hasta un punto de la acera, a una manzana de la oficina de correos de Oaxaca, en la que oí la voz del Señor dos o tres días después de haberle dado las gracias por Su provisión. Había abierto la puerta del coche y puesto un pie en el suelo, cuando claramente escuché: “Vete a la oficina de correos. Los quinientos dólares están en tu apartado”. Allí encontré un sobre que venía de un gran amigo mío, y dentro, un cheque de quinientos dólares.

  Un programa diario de radio suponía una enorme cantidad de dinero, especialmente teniendo en cuenta nuestros escasos ingresos; pero mi padre me había enseñado a vivir por fe. Además había leído los libros de George Müller y Hudson Taylor, entre otros, en los que se describe una confianza completa en un Dios que no puede fracasar. Como era el caso en las vidas de los hombres mencionados, no era nuestra costumbre dar a conocer nuestras necesidades personales, ni las que tenían que ver con la obra. A menudo, Dios nos dirigía y nos animaba a iniciar ciertos trabajos, proporcionándonos Su provisión y mostrando así Su voluntad.

  Tuve que volar a la ciudad costera de Puerto Ángel porque se estaba construyendo una nueva emisora de radio. Habiendo vivido en la costa, sabía que durante el día, al encender la radio, no se percibía señal alguna. Esa nueva emisora emitiría una señal única que se podría recibir durante doce horas diarias. Teníamos que tener un programa en aquella emisora. Puse una cinta para que el director la escuchara y le gustó, así que firmamos un contrato y le dejamos provisión de cintas para un mes. Había una sola pega. Quería que el pago del primer mes fuera por adelantado, y yo no disponía de dinero, ni en mi bolsillo, ni en el banco. Aunque quiero dejar constancia de ello, no me gustaría que nadie imitara lo que hice entonces. Escribí un cheque sin fondos, sabiendo que tardaría unos cuantos días en llegar a mi banco. Esperaba encontrar la forma, aunque no sabía cómo, de cubrir el cheque para entonces. Mi mujer me recogió en el aeropuerto, y cuando llevaba en casa menos de una hora, un joven apareció en el portón. Dijo que un veterinario que vivía en una ciudad a tres horas de distancia, le había traído en coche y le había dejado en la puerta de nuestra casa, mientras él daba una vuelta por la ciudad. Este joven tenía instrucciones de darme un sobre, y dentro de él, encontré el dinero que necesitaba para cubrir el cheque. Normalmente, teníamos como norma no recibir dinero de los mejicanos, pero en ese momento, la necesidad nos exigía hacer una excepción. El veterinario era un amigo cristiano, pero nunca antes nos había dado una ofrenda.

  Supongo que hablé en casi todas las iglesias evangélicas de Oaxaca. Nuestras emisiones eran muy populares y las iglesias locales tenían plena libertad para anunciar acontecimientos especiales gratis. Intenté que los pastores oraran unidos. Con el paso del tiempo, empezaron a trabajar juntos en un proyecto que no se había intentado realizar antes, ni en el estado de Oaxaca, ni en casi todo el país de Méjico. Querían traer a un evangelista asociado con Billy Graham y hacer reuniones bajo una carpa gigante en una gran plaza pública. El problema estaba en obtener la firma del gobernador del estado, y concederla no sería algo oportuno para su carrera política.

  Poco antes de que los pastores acudieran a él con la petición, un amigo y yo hicimos un viaje en avioneta a Guatemala. Al regresar, justo en la frontera, aterrizamos para comer, y vi la avioneta del gobernador aparcada en el aeropuerto. Cerca de allí encontramos un restaurante, y dentro, estaba sentado el piloto del gobernador, a quién yo conocía personalmente. Fui a saludarle y me presentó a sus dos compañeros de mesa; el gobernador y su secretaria. Mientras nosotros comíamos, ellos se levantaron, nos dijeron adiós y salieron del restaurante. A través de la ventana vi su avioneta alejarse por la pista, pero pocos minutos después, la vi regresar.

  Mientras nosotros acabábamos de comer, el piloto abría la cubierta y manipulaba el motor. Cuando salimos me dijo: “Tengo un problema con el motor y necesito que me hagas un favor. ¿Llevarías al gobernador y a su secretaria de vuelta a Oaxaca?” Durante dos horas y media, el gobernador estuvo expuesto al evangelio. También pusimos nuestra avioneta a su disposición para cualquier actividad social o de emergencia. Días después, cuando los pastores le presentaron su petición, la firmó. Noche tras noche, cinco mil personas llenaban la carpa, y la música y los mensajes fueron difundidos en directo por la misma emisora que emitía nuestro programa.

  En 1979, a pesar de experimentar bendiciones de este tipo, empecé a recibir instrucciones dentro de mi ser de que debíamos mudarnos a Europa. Sentí que el Señor quería que fuésemos a Alemania, y desde allí, intentar penetrar en los países comunistas. Pasamos siete años provisionalmente en los Estados Unidos antes de mudarnos.

  Los primeros años en Europa fueron de los más difíciles de mi vida. El alemán era un idioma muy difícil de aprender, y yo ya no tenía la mente tan fresca como la de un joven. Se nos abrían pocas puertas. Se dice que la Europa Occidental está en la “era post-cristiana”. Recordaba los magníficos años en Méjico y las bendiciones de Dios. Empezaba a dudar de que el Señor realmente nos hubiera llamado a ir a ese continente tan extremadamente frío en materia espiritual, por lo que me sentí muy desanimado. Allí encontré un trabajo en una fábrica de carne, donde trabajé durante dos años y medio. Me sentía muy bajo de espíritu, pero aprovechaba la mínima oportunidad que tenía para leer un par de versículos de la Biblia que guardaba en un armario de la fábrica. Mientras trabajaba, reflexionaba sobre el pasaje, y Dios revelaba muchas verdades a mi mente y a mi corazón.

  Empezamos a oír hablar de la agitación política que se estaba produciendo en una Polonia que avanzaba hacia la democracia. Otros países también siguieron el ejemplo de Polonia; la Europa Oriental estaba convulsionada. Un día pasó lo imposible: ¡cayó el muro de Berlín! Nadie lo habría imaginado jamás. Los países comunistas se abrieron a occidente, y de pronto, un ministerio que no me habría podido ni imaginar se abrió ante mí. La realidad de Dios que experimentamos en Méjico y las revelaciones recibidas en la fábrica de carne de Alemania, encontraron su expresión al poder predicar a los ateos. Hemos visto a muchos venir al Señor en la que fuera la Europa comunista.  

  Ya no dudo de la llamada a Europa ni de si el tiempo de nuestra llegada fue el apropiado, de hecho, tengo la sensación de haber encontrado la razón por la que vine a este mundo.

En numerosas ocasiones oí a mi padre compartir acerca de las maravillosas historias que surgen de una íntima relación con Dios. Se sorprendía de que muchos cristianos se quedaran estupefactos al oír sus relatos. Creía que las experiencias que él había tenido eran normales en la vida de un cristiano. Desgraciadamente no es así, pero creedme, ¡puede serlo! “Ojalá toda la gente de Dios fuera profeta”, dijo Moisés, y estoy seguro de que hablaba conforme al corazón de Dios.

  Este no es un informe exhaustivo, en absoluto. Para poder reducir este testimonio a pocas páginas, he tenido que condensar los hechos y dejar muchas cosas por contar. Estas pocas historias se han escrito con la única intención de estimular el apetito del pueblo de Dios, de la misma forma que las biografías de aquellos que se dedicaron a servir a Dios con fe, estimularon el mío. Espero que por tu propia experiencia puedas “gustar y ver que Jehová es bueno. ¡Bienaventurado el hombre que confía en Él!” (Salmo 34:8).

 

 

 


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