Entradas Recientes
Lowell Brueckner

Ingrese su dirección de correo electrónico:


Entregado por FeedBurner

Apocalipsis 1:14-18

Etiquetas:



14.  Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la blanca lana, como la nieve; sus ojos eran como llama de fuego;
15.  sus pies semejantes al bronce bruñido cuando se le ha hecho refulgir en el horno, y su voz como el ruido de muchas aguas.
16.  En su mano derecha tenía siete estrellas, y de su boca salía una aguda espada de dos filos; su rostro era como el sol cuando brilla con toda su fuerza.
17.  Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y Él puso su mano derecha sobre mí, diciendo: No temas, yo soy el primero y el último,
18.  y el que vive, y estuve muerto; y he aquí, estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Hades.

El Cristo glorificado

La pureza es la primera palabra que viene a mi mente cuando leo, “su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve” (v.14). Habla del carácter moral y espiritual sin mancha ni defecto. Cristo es el inmaculado Cordero de Dios.

Hay tres cualidades que están relacionadas con la pureza: No está contaminada, ni diluida y no tiene aditivos:

1) Incontaminada… Jesús pasó la prueba terrenal moralmente ileso. La presencia de codiciosos recaudadores de impuestos y de rameras nunca emborronó Su espíritu puro. Mientras Él caminaba físicamente entre ellos, Su naturaleza permaneció intacta. Él nunca transigió, experimentó o se relacionó con sus obscenos comportamientos. Nunca estuvo en su mismo terreno. Él estaba por encima, alejado de su hedor, en la pura atmósfera de la santidad. El diablo nunca encontró lugar para alojar en Cristo sus sucios pensamientos e intenciones. Jesús dijo del diablo, “él nada tiene en Mí” (Jn.14:30). “La Feria de las Vanidades”, acerca de cual escribió John Bunyan, no atraía a Jesús. El mundo no pudo alcanzar el elevado nivel de Su corazón.

2) No diluida… Nada neutraliza, detiene ni diluye, en modo alguno, Su poderosa, completa y rica pureza. Jamás se encontró pecado en Él, ni tampoco otros tipos de peso, como describe el escritor de Hebreos (He.12:1), nada, sino pura santidad. Él permanecía por encima de las legítimas prácticas de los simples humanos. No tuvo sitio donde reposar Su cabeza. Nunca se aventuró en los negocios, ni practicó ningún deporte. Ni siquiera consideró la distracción de una compañera. Por lo tanto, Su blanca pureza sin par permanece ante nosotros sin merma de su vigor.

3) Sin aditivos… Su pureza no tiene aditivos. Usando el lenguaje de la ciencia, no ha tenido lugar ninguna reacción química, es decir, nunca ha estado mezclada. Él está desligado de todo lo que no tiene propiedades celestiales. No está unido al dinero, la fuerza o el poder mundano. Nada puede añadirse a Su perfección. Él es completamente autosuficiente y, a la vez, hermoso.


Durante Su caminar sobre la tierra, algunos contemplaron al Anciano de Días (Dn.7:9), más allá de Sus treinta y tantos años. Simón Pedro, ciertamente, lo hizo, y exclamó, “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lc.5:8). Cualquier alma corrupta que se enfrenta a la presencia de Jesús sabe de la indignidad de estar allí. Cualquier espíritu humano vivificado por Su vida y destinado a pasar la eternidad a Su lado, tendrá un deseo apasionado de ser como Él. “Todo aquel que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es puro” (1 Jn.3:3). Jesús está preparando un lugar para ellos, quienes están preparándose a sí mismos para ese lugar donde “no entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero” (21:27).

¿Arde dentro de tu pecho un deseo de experimentar a Cristo en Su excelsa belleza y conocer el evangelio en la frescura del libro de los Hechos? Si la cristiandad estuviese en su mejor momento, la veríamos reflejada en esta simple formula: Jesús + algo = nada; Jesús + nada = todo. Debemos anhelar que la iglesia vuelva a ser pura en cuanto a su devoción a Cristo y deje su fornicación infernal con el mundo, la carne y el diablo. ¡Que pueda fijar los ojos sólo en su novio!

Los ojos de Aquel que nosotros estudiamos en el libro del Apocalipsis son “como llama de fuego” (v.14); penetran en el lugar más profundo de la esencia humana. Descubren y arrancan los secretos de los corazones de los hombres. Son detectores celestiales para guardar sus puertas de invasores espirituales. El cielo debe estar a salvo de todo aquello que pueda contaminar o corromper.

Jesús dijo: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado” (Jn.15:22). Los ojos de fuego son evidentes en los Evangelios. Ellos buscaban el carácter adúltero de la mujer en el pozo y ella se fue proclamando: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho” (Jn.4:29). Jesús recordó sus pecados al paralítico de Betesda (Jn.5) y le ordenó que los abandonase, como había hecho con la mujer sorprendida en adulterio (Jn.8).

La mirada de Cristo penetra perfectamente. Nada ocurre sin Su conocimiento. El Señor llevó a Ezequiel hasta el templo para que viese lo que los gobernantes estaban haciendo a escondidas de la gente (Ez.8:7-12). Él reveló a Eliseo los planes que el rey de Siria ideaba en su alcoba (2 R.6:12).

Los llameantes ojos de Cristo aún siguen quemando más allá de un cristianismo superficial, llegando hasta los pensamientos, propósitos y sentimientos de cada individuo. Ahora, debemos prestar atención a Su abrasadora mirada, o nos enfrentaremos a ella en el banquillo del juicio. ¡No permitamos que ningún demonio se nos acerque sigilosamente, nos mire con ternura y excuse nuestros pecados, egoísmos o rebeliones!

Juan percibió en su visión, que los pies de Jesús eran “semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno” (v.15). Todo el juicio le fue traspasado. Las huellas de los clavos sobre Sus pies son las marcas de la autoridad para pisar a Sus enemigos: “Él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso” (19:15). El Señor Jesús vendrá a la tierra con Sus ángeles “en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes.1:8).

Está lejos de la verdad asumir que todas las calamidades que sufre un creyente son juicios de Dios contra él a causa de su desobediencia, rebelión u otros pecados. Hay muchas razones por las que sufre y sólo Dios sabe cuál es el motivo.

Tampoco es correcto decir que Dios nunca es la fuente de los problemas que le ocurren a Su pueblo. Pablo informó a los corintios de que Dios les estaba juzgando, porque ellos mismos no lo hacían: “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen (han muerto) … mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Co.11:30-32). “El Señor juzgará a Su pueblo”, advierte el escritor de Hebreos, “¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (He.10:30-31).

Una de las necesidades de la iglesia actual es revivir el temor piadoso. Pocos ven a Cristo como Juan lo vio. A menudo, Dios es tomado a la ligera. Hay una gran cantidad de textos escritos en el Nuevo Testamento diseñados para inspirar y fomentar temor. “Por lo tanto, seamos temerosos”—, exhortó y avisó el escritor de Hebreos, “¿Cómo escaparemos si rechazamos tan gran salvación?” (He.2:3; 4:1). ¡Debemos quitarnos de encima el éter del diablo; inductor del sueño y de falsa seguridad! Muchos necesitan tener una revelación del refulgente calor de la ira de Dios representada en los pies cicatrizados de Jesús, para así poderle rendir un servicio aceptable, “agradándole con temor y reverencia, porque nuestros Dios es fuego consumidor” (He.12:28-29).

La voz que Juan oyó cuando el Hijo del Hombre le habló, fue “como estruendo de muchas aguas” (v.15). Ésta fue Su voz tras la ascensión, mientras permanecía en el centro de las iglesias. No había vacilación ni titubeo en su tono. Él censuró a las iglesias en términos precisos. Pronunció juicios contra la desobediencia continuada y aseguró premios a los vencedores.

De la boca que articulaba la voz de muchas aguas “salió una espada aguda de dos filos” (v.16). Una espada es, ni más ni menos, un instrumento de guerra. Es un instrumento separador. Jesús informó resueltamente a Sus discípulos: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada (Mt.10:34). Él dijo que esto traería disgustos a las familias, como ya había ocurrido en situaciones del Antiguo Testamento. Fue la palabra de Dios la que separó a Caín de Abel, a Jacob de Esaú, a José de sus  hermanos. Dondequiera que se predicaba el evangelio en el libro de los Hechos, había problemas. ¡Envainad esta espada y el mundo se dirigirá tranquilamente a su eterna condenación!

El diablo no escatima esfuerzos para detener la espada que procede de las bocas de aquellos que predican el evangelio. Él trabaja incesantemente para hacerles comprometer sus principios y doctrinas, ablandando su actitud contra el pecado, y minimizando el mensaje de arrepentimiento, justicia y juicio. Cuanto más efectivos sean sus intentos, más almas arrastrará a la condenación. La torpe y endeble espada que se desenvaina hoy en día, raramente corta más profundo que las emociones, le falta fuerza para penetrar en los espíritus. Los resultados son juzgados por reacciones superficiales, sin el buen criterio de poner a prueba las motivaciones y los pensamientos más profundos.

La espada del Señor revela los secretos del corazón humano y le convence de su culpabilidad. “Y así, postrándose sobre el rostro, adorará a Dios, declarando que verdaderamente Dios está entre vosotros” (1 Co.14:25). Desde esa posición arrepentida, el corazón humano es elevado a una nueva vida en Cristo Jesús. Oremos para que una nueva incisión de la Gran Espada deje postrada a otra multitud a Sus pies. Su iglesia debería estar motivada por la pasión de Charles Wesley, quien escribió:

“Ven Tú, Palabra encarnada, Ciñe Tu poderosa espada,
Escucha nuestra plegaria.
Ven y bendice a Tu pueblo y otorga el éxito a Tu palabra,
Espíritu de santidad, desciende sobre nosotros.”

Es esencial, en nuestro estudio de Cristo, que veamos que como Él está retratado en este libro, es una revelación a Su iglesia a través de los siglos. Él fue crucificado y resucitó; y ascendió al cielo con el Padre. Después, el apóstol lo ve rodeado de candelabros de oro, que representan las siete iglesias de Asia. No hay nada en las escrituras que indique que Él haya cambiado Su posición desde entonces hasta nuestros días. ¡Él todavía permanece en el centro de Su iglesia para ser visto como Juan lo vio! Por favor, capten este punto, aunque todo lo demás se escape. Es vital y merece ser repetido.

No hay área de la iglesia en la cual el Señor necesite estar más implicado que en el liderazgo. El liderazgo determina, en gran medida, el estado de la iglesia y la dirección que debe tomar. No puedo imaginar una mayor responsabilidad sobre la faz de la tierra. Por esta razón, los apóstoles establecieron firmemente la práctica de darse continuamente a la oración y al ministerio de la palabra.

Aparecen serios problemas cuando la iglesia deja de distinguir entre el llamamiento que viene del cielo y el que tiene su origen en la tierra. Antes que nada, hay que tener cuidado de aquellos que se nombran a sí mismos. Juan identificó a Diótrefes, como uno de los que aman tener la preeminencia (3 Jn. 9). El yo está siempre en oposición al Espíritu, y cuando el yo es quien nos guía, los movimientos de Dios nunca son aceptados.

También tenemos a los que son nombrados por una institución. Ellos pueden clavar un papel en la pared que asegure que han tenido un aprendizaje adecuado y han cumplido con ciertos requisitos previos que satisfacen las condiciones de un pequeño grupo de líderes. Estarán debidamente cualificados para representar a sus organizaciones, pero mientras se incremente la creencia en la sabiduría humana, esto ocasionará un lento decaimiento en las futuras generaciones.

Tenemos los nombrados democráticamente; son elegidos por consenso popular. Nada podría ser más adecuado para asegurar a la gente que sólo oirá aquello que quiere oír. Con toda seguridad, ellos tenderán a satisfacer la “comezón de oír” (2 Ti.4:3). Ninguno de los ejemplos anteriores garantiza una posición en la mano derecha de Jesús. ¡Qué aficionados somos a convencernos a nosotros mismos de que las cosas son como deben ser, y a conformarnos con menos que lo mejor, que es lo que el cielo nos ofrece!

Es en periodos de avivamiento cuando vemos los mejores ejemplos de Dios obrando a través del liderazgo. Cuando Duncan Campbell, el conocido evangelista escocés, arribó a la Isla de Lewis en 1949, un anciano de la congregación se acercó a él: “¿Está usted debidamente relacionado con Dios?”—, preguntó. Campbell respondió: “Bueno, al menos puedo decirle que temo a Dios”. El movimiento de avivamiento en las Hébridas y la salvación de hombres perdidos en la isla requirieron tal sensibilidad al Espíritu Santo, que nadie, sin un hombre de Dios, podría haberlos dirigido. Leyendo los hechos de esa portentosa obra puede verse exactamente lo que quiero decir. No hubo lugar para la manipulación humana, ni para la complacencia con las organizaciones, ni para el compromiso con las masas. El Cordero que fue inmolado, dirigió Su ejército en la batalla de las Hébridas y las almas fueron conquistadas y arrastradas al Reino de Dios.

Moisés habló de un Profeta que iba a venir de alturas mayores que el Monte Sinaí. En los comentarios iniciales de su evangelio, Juan anota acerca de Jesús: “Vimos Su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn.1:14). La relación de Jesús con el Padre no fue la de un siervo solamente, como fue la de Moisés, sino la del eterno Hijo de Dios. Era completa y perfecta, hasta tal punto que Él pudo decir: “El que me ha visto a Mí, ha visto al Padre” (Jn.14:9).

Saulo de Tarso conoció a Jesús tal y como está representado en el Apocalipsis. Este furioso judío estaba determinado a usar todo su poder e influencia para detener lo que él pensaba que era una secta rival. Él amenazó, encarceló y asesinó. El amor no podía ser el vehículo para conducir a tal terrorista al Reino de Dios. Saulo necesitaba un encuentro con aquel cuyo “rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza” (v.16). Cayó repentinamente de bruces en el camino a Damasco, temblando, asombrado y ciego. Supo que había sido el perdedor y que su persecución contra Él, no había menguado en absoluto al glorificado Hijo del Hombre.

El rostro de Cristo brilla con una fuerza arrolladora, mientras hoy en día Él camina entre los candelabros. Todavía puede sacudir reuniones de creyentes, aplastar a los mentirosos y timadores infiltrados, fundir a los pecadores y los corazones rebeldes, asombrar a comunidades enteras, y hacer que sus peores enemigos se lamenten, “¿Qué haré, Señor?”

La gente que se relaciona con Cristo a través de una experiencia personal, necesita orar, como Moisés, para una mayor manifestación de Su gloria. Cuando Dios responda a esa plegaria, ellos se encontrarán como muertos a Sus pies, como Juan, el apóstol amado (v.17). No les quedará suficiente fuerza como para poder actuar por sus propios medios humanos. La carne no se glorificará en Su presencia; ningún aplauso será aceptado y ninguna personalidad será atractiva. No habrá arrogantes bromistas o farsantes. Todos serán barridos en un instante por la imponente revelación del Cristo del Apocalipsis.

“No temas”, dijo Él, “yo soy el primero y el último” (v.18). Los que temen a Cristo, no tienen por qué temer a otro. Él es antes que todos y prevalecerá después de todos. En el caso de que algún alto poder quisiera tocarnos, Él es sobre todos; y si acaso un poder del infierno quisiera alcanzarnos, Él está debajo de todos. Él nos rodea como un muro de fuego que nada en el mundo puede penetrar. Él es quien vive: “Él último Adán, (fue hecho) espíritu que da vida” (1 Co.15:45). Él ha vuelto de la muerte como una prueba viviente de que ha conquistado a la muerte y al infierno. Él ya posee sus llaves y, porque es así, no pueden perjudicar a los Suyos. “¿Quién es el que condena? Cristo Jesús es el que murió sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro.8:34).

Ningún hombre podrá levantar a otro del lugar de postrada crucifixión, donde el apóstol Juan cayó como muerto ante Cristo. Ninguna palabra de ánimo y auto-motivación, conseguirá mover un músculo. Aquí, sólo la mano derecha de Cristo nos satisfará. Su soberanía, persona, llamada, preparación y convicción, nos harán ponernos, otra vez, sobre nuestros pies para ejercer el ministerio. Y todo ello estará en el poder del Espíritu, que es el Abogado a favor del Cristo glorificado.








0 comentarios:

Publicar un comentario