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Lowell Brueckner

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Buscando el Espíritu del Reino, capítulo 2

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CAPÍTULO 2:

EL ESPÍRITU SANTO, LA FE Y EL EVANGELIO

LA MALIGNA TRINIDAD

El capítulo es tomado de este libro
“¡Oh gálatas insensatos!” (Gá. 3:1). Me pregunto qué pasaría con Pablo si hablara tan fuertemente a los cristianos en el siglo XXI. Seguramente no tendría muchas personas en su congregación, porque lo que hoy se espera es que se hable “políticamente correcto”. La gente es muy sensible y se ofende por cualquier pequeña palabra que le critique o que pueda dañar su autoestima. Hoy en día Pablo sería acusado de tratar los asuntos con juicio y no con amor.

Puedo asegurar a cualquier convertido de esta nueva generación, que la presentación de las verdades de Dios a Su pueblo en esta época, no es lo que era antes. Recuerdo palabras directas, mucha franqueza y pasión en los mensajes. ¿Cuál sería la reacción de hoy a una predicación como la de Jonatan Edwards, Pecadores en las manos de un Dios airado? Creo que la respuesta es obvia, y tiene que ver con la diferencia entre los resultados de aquella época y los de ahora. Pablo ordenó a Tito: “Repréndelos duramente, para que sean sanos en la fe”. También acusó a los gálatas de haber sido embrujados, además de llamarles insensatos y preguntarles: “¿Tan necios sois?” (vr.3).


Dijo J. C. Ryle (1816-1900), en su libro Advertencias a las iglesias: “No nos detengamos por miedo a la controversia. Al ladrón le gustan los perros que no ladran y los vigías que no dan la voz de alarma. El diablo es un ladrón. Si nos callamos y no nos defendemos de la falsa doctrina, le agradamos a él y disgustamos a Dios. Mantener la verdad de Cristo en su Iglesia es aún más importante que mantener la paz.”

Por la mucha diplomacia en los púlpitos hoy en día, tenemos al pueblo cristiano dormido. Comúnmente oímos admitir, “No somos lo que debemos ser”, pero esta confesión no es la necesaria, ni la adecuada. La confesión correcta es, “No somos lo que profesamos y aparentamos ser”. Hacemos una invitación a la gente para que se acerque a nosotros, pero en verdad no queremos que se acerquen mucho, porque posiblemente si supieran la cantidad de divorcios, adulterio, robos, abusos a menores y otros crímenes entre los que profesan ser del pueblo de Dios, huirían de nosotros.

Como en los días de Jeremías, los ministros de nuestros días “curan la herida de mi pueblo con liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz” (Jer. 6:14 y 8:11). La consecuencia es que la entrega del pueblo al propósito de Dios se rompe tarde o temprano, cuando hay oportunidad para dar lugar a los deseos de la carne o cuando los afanes mundanos toman la prioridad.

Cuando el ángel compartió con Zacarías el mensaje para Zorobabel, “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu”… “le despertó, como un hombre que es despertado de su sueño” (Zac. 4:1). Quiso que supiera la realidad de Dios conscientemente en pleno día. Dios habló por Jeremías de que el pueblo contaba sus sueños cada uno con su compañero y también habló del profeta que soñaba. Entonces hizo una comparación y dijo que, los que sueñan, son como la paja, y los que hablan Su palabra verdadera, son como el trigo (Jer. 23:27-28). Es necesario hoy que nos enfrentemos directamente con la palabra de Dios, la Escritura, que la comprendamos claramente y no hagamos tanto caso a estas “revelaciones” dudosas y nublosas que fácilmente nos engañan.

¡Qué brusco y desagradable es el despertar! Cada uno de nosotros quisiera seguir soñando que, en nuestro caminar con Cristo, estamos entre los más entendidos y entregados. Pedro había dejado todo para seguir a Jesús y después de tres años y medio de discipulado, se creía preparado para cualquier cosa que le podría pasar. Dijo: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo no… Si me fuere necesario morir contigo, no te negaré” (Mc. 14:29,31). Estaba totalmente convencido de que su amor era genuino y fiel, pero el gallo le despertó de aquel sueño. Halló que no tenía lo que profesaba tener. ¿Somos acaso mejores que él?

Si Pablo tuvo que decir a los Romanos en su día, “Conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño… la noche está avanzada, y se acerca el día” (Ro. 13:11,12), cuanto más en este día de un evangelio tan pervertido y superficial, debemos ser despertados a la realidad de quienes somos, de nuestra condición personal delante de Dios, y del estado de la obra en que estamos involucrados.

No hay persona más insensata como la que sabiendo la verdad espiritual de Dios, la abandona para seguir un camino inferior y opuesto. Esta es una insensatez irrazonable e incomprensible. La única manera de explicarla sería decir que es el resultado de una interferencia de fuerzas sobrenaturales en el alma de la persona, donde espíritus malignos se apoderan de su buen sentido, no solamente engañándole, sino también embrujándole. El verbo utilizado en la versión Reina-Valera (3:1) es “fascinar”, pero creo que es mejor el que se usa en las cuatro versiones de inglés que tengo yo: “embrujar”. El comentario Wycliffe dice: “Tenían que ser embrujados, víctimas de un encanto o hechizo maligno”. Los gálatas no solamente habían sido engañados por hombres, sino por demonios.

Es interesante ver que una de las obras de la carne mencionadas en Gálatas 5:9-21, es hechicerías. Después sigue el fruto del Espíritu, que podemos decir que es el resultado de la presencia activa del Espíritu Santo en el ser humano. Fruto siempre tiene que ver con algo que vive y crece. Pablo usa la palabra obras para describir los resultados de una vida gobernada por la carne, y pueden ser mecánicas y artificiales. Los esfuerzos hechos carnalmente terminan siendo obras diabólicas, es decir, hechicerías. Tanto fruto como obras hablan de resultados.

El rey Saúl es un vivo ejemplo de una persona gobernada por la carne, desde el principio hasta el fin. Llegó a ser rey por el deseo carnal y mundano en los corazones de los ancianos de Israel, que quisieron ser como las demás naciones del mundo, gobernadas por un hombre. Todo el reinado de Saúl manifiesta actividades carnales iniciadas por un rey con una mentalidad carnal. Tuvo cada vez más influencias diabólicas hasta que, finalmente, acabó yendo a consultar a una bruja. Estaba totalmente embrujado.

El primer error que cometió Israel en este asunto fue observar los gobiernos del mundo. Existe una trinidad maligna formada por la carne, el diablo y el mundo. Al hablar del pasado de los efesios, Pablo menciona estas tres cosas juntas: “Anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente del mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire… vivimos… en los deseos de nuestra carne” (2:2-3). Los tres cooperan unidos oponiéndose a todo lo que tiene que ver con Dios. En Gálatas 1:4, Pablo nos dice que el Señor Jesucristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo”. Es una manera de decir que nos rescató del mundo. Pedro expresa lo mismo de otra manera: “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres...” (1 P. 1:18). Está refiriéndose al ambiente, las costumbres, e incluso, la cultura en la cual nacimos y fuimos criados. Esto es lo que es el mundo; su sistema y su manera de pensar y vivir. En su primer sermón apostólico, Pedro predicó acerca de la necesidad de arrepentirnos y salir del mundo: “Sed salvos de esta perversa generación” (Hch. 2:40). Todas las religiones de los hombres forman parte de este mundo perverso y malo. Están limitadas por la manera de entender las cosas humana y naturalmente, y se basan en lo que es visible, físico y material. No alcanzan a ver las cosas como Dios las ve, sino que funcionan según los poderes y capacidades naturales. Están atadas al sistema de este siglo presente. Los que estamos en Cristo, para poder entrar totalmente en la esfera del Espíritu Santo y la fe, tenemos que ser librados de este siglo, porque si no, andaremos según la carne y terminaremos embrujados por Satanás.

LA DEBILIDAD E INSENSATEZ DE LA CRUZ

Pablo ve a los gálatas como Dios les ve y les llama insensatos. Habían dejado el incomparable camino celestial para seguir un camino inferior. Él hace una comparación entre su situación actual y la revelación que habían recibido originalmente, basada en la cruz: “Ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado”. El mundo ve este mensaje de la cruz como una locura: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (1 Co. 1:23). Finalmente, Pablo llega a la conclusión de que “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co. 2:14).

Si pudiéramos hablar de un mensaje que requiere, más que cualquier otro, ojos espirituales, sería el mensaje de la cruz. Para poder aceptarlo se necesita mucha ayuda de parte de Dios, porque naturalmente es algo inaceptable. Presentar a un salvador ensangrentado, a un campeón moribundo y a un libertador ejecutado como un criminal, es una locura y algo digno de ser rechazado por la mente humana. Sólo unos ojos alumbrados por el Espíritu pueden ver la hermosura escondida en tal hecho, y los gálatas lo habían visto. Con las manos y los pies clavados en una cruz, con la sangre de vida derramándose y cayendo al suelo, débil y sin posibilidades de defenderse, Jesús se ofreció en sacrificio. Pero Pablo nos enseña que “lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Co. 1:25). Durante tres horas, densas tinieblas cubrieron la tierra, y al expirar la tierra tembló, las rocas se partieron, el velo del templo se rasgó en dos, los sepulcros se abrieron y los muertos resucitaron.

“Lo insensato de Dios es más sabio que los hombres”. La sabiduría de Dios para salvar es una locura para las naciones. En la cruz, a través Su muerte, Jesús tomó los pecados del mundo sobre sí y se ofreció como sustituto en nuestro lugar. Allí mismo tomó la naturaleza corrompida de Adán y le dio muerte, e incluso dio muerte a la muerte misma. De esta única forma, Dios ofrece esperanza y vida a una raza que está condenada. El entendimiento humano jamás hubiera podido captar estas verdades, pero la luz del Espíritu Santo alumbró a los gálatas y la realidad de este mensaje les fue revelada y pudieron experimentarla.

Pablo dijo: “Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Co. 2:2). Sólo quería esto, aunque sabía que era un mensaje inaceptable para un mundo con una mentalidad humana, sea judía o griega. Setecientos años antes, Isaías preguntó: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?” (Is. 53:1). Sólo aquellos sobre los que Dios ha manifestado sobrenaturalmente su poder y sabiduría, pueden creer. ¿Cómo puede ser que muchos de los que hoy pretenden evangelizar, quieran presentar un mensaje ajustado a la lógica y a los razonamientos naturales de los hombres? Lo hacen sin ninguna ayuda de parte del cielo, presentando algo que agrada y gusta para que el evangelio sea aceptable. De esta forma corrompen el mensaje y entristecen al Espíritu Santo.

Esto es exactamente lo que había pasado entre los gálatas. Era un plan satánico, como también lo es hoy en día todo plan que compromete lo que es divino. Cambian lo que debe ser espiritual por lo que es natural, y lo desbaratan por completo. Como alguien ha dicho: “La transigencia es el lenguaje del diablo”.

EL OÍR CON FE

La fe es siempre el camino hacia Dios y es el único camino que le agrada. ¡Qué poder hay en el oír con fe! Por el oír con fe los gálatas pudieron recibir a Dios y al Espíritu Santo del cielo (3:2) como una realidad en sus vidas y en su región. Por el mismo medio pudieron experimentar cosas maravillosas que jamás creyeron posibles (vr.5). Entraron en las riquezas espirituales nunca antes vistas ni imaginadas por ellos, ni por sus antepasados durante toda su historia. Cuando Pablo llegó a ellos y les abrió la Escritura, una llama empezó a arder en sus almas, algo que jamás habían experimentado. Pudieron creer cosas increíbles, porque “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Ro. 10:17). La fe nació en su interior.

Un ejemplo tomado del libro de los Hechos nos ayudará a entender un poco lo que sucedió también en Galacia: “Cierto hombre de Listra estaba sentado, imposibilitado de los pies, cojo de nacimiento, que jamás había andado. Este oyó hablar a Pablo, el cual, fijando en él sus ojos, y viendo que tenía fe para ser sanado, dijo a gran voz: Levántate derecho sobre tus pies. Y él saltó, y anduvo” (Hch. 14:8-10).

El camino de la fe es el camino del Espíritu (3:5). Es el Espíritu Santo quien siembra la fe en nosotros, y nosotros solamente podemos andar en el Espíritu por la fe. La predicación del evangelio tiene que estar acompañada por el Espíritu de Dios, y los resultados sobrenaturales obtenidos son la prueba de que Él está actuando. La obra de evangelización no puede ser un esfuerzo meramente humano. Si los hombres pueden hacerlo, y si existe una manera de explicar humanamente lo que sucede, entonces lo que se está presentando no es el evangelio de Dios.

Cristo era el que suministraba el Espíritu y hacía maravillas entre los gálatas (3:5); lo hacía dondequiera que el evangelio era recibido con fe. Los que atribuyen los milagros solamente al tiempo de los apóstoles, dicen que Dios se manifestó de esta forma solamente a los judíos y no a la iglesia gentil. Adjudican los múltiples milagros que encontramos en los Evangelios y en el libro de los Hechos sólo a esa época. Creen que las epístolas, especialmente las de Pablo, son las partes de la Escritura que se pueden aplicar a la iglesia de los gentiles. Por eso vamos a hacer una pequeña búsqueda, solamente en las epístolas, para convencernos de que la obra sobrenatural del Espíritu Santo es esencial en la predicación del evangelio, aún entre nosotros, los que no somos judíos, y vivimos en el siglo XXI.

Estamos considerando ya Gálatas 3:5: “Aquel, pues, que os suministra el Espíritu, y hace maravillas entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley, o por el oír con fe?” En Romanos 15:18-19, Pablo declaró que el poder milagroso que Cristo había manifestado a través de él, no era para beneficio de los judíos, sino de los gentiles. Intentar marcar una diferencia entre los gentiles de aquellos días y los de hoy, sería pura especulación sin una base bíblica: “No osaría hablar sino de lo que Cristo ha hecho por medio de mí para la obediencia de los gentiles, con la palabra y con las obras, con potencia de señales y prodigios, en el poder del Espíritu de Dios”. Pablo no confiaba en sus facultades naturales para proclamar el evangelio y convencer a los oyentes, porque no quería dirigir su atención hacia él mismo, sino hacia la fe en Dios. Para que ellos depositaran totalmente su fe en Él, tenían que verle como un Dios real y poderoso (1 Co. 2:4-5): “Ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”. Pablo quiso que los tesalonicenses supiesen que la llegada del evangelio a través de él era legítimamente de Dios, porque: “Nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre…” (1 Ts. 1:5) De igual manera, el escritor de la carta a los hebreos (He. 2:3-4), aseguró que cualquier mensaje de salvación necesita ser confirmado por señales sobrenaturales de parte de Dios. De no ser así, es probable que sea algo inventado por los hombres: “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande? La cual habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron, testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad”. Pedro también afirmó que el evangelio siempre fue anunciado bajo la unción de Espíritu: “A (los profetas) se les reveló que… administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo” (1 P. 1:12). Según Pablo, la esencia del Reino de Dios, “no consiste en palabras, sino en poder” (1 Co. 4:20). El poder sobrenatural del Espíritu de Dios es una parte indispensable en la predicación del evangelio, y sin la demostración de Su poder, estamos presentando un evangelio que es menos de lo que se nos presenta en el Nuevo Testamento.

La fe es el único medio por el cual los no judíos pueden entrar en Dios y Sus maravillas. No me canso de pensar y hablar de la mujer cananea (Mt. 15:21-28), que fue ignorada y repudiada sobre la base de su raza, ya que no tenía ningún derecho de recibir nada de parte del Mesías de los judíos. Sin embargo, pudo acercarse y experimentar los beneficios de Dios a través de la misteriosa y poderosa fe. Y nosotros “los gentiles en cuanto a la carne… estábamos sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora… hemos sido hechos cercanos…” (Ef. 2:11-13).

“Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia” (Gá. 3:6). ¿Qué es lo que Abraham creyó? Vamos un momento a ver la historia en Génesis 15. Vemos que Abraham todavía no tenía un hijo y el heredero de todo lo que tenía era Eliezer, un esclavo. No había indicios de un futuro bendecido por Dios y mucho menos una seguridad de poder recibir la vida eterna. Pero Dios le dijo que le daría un hijo milagrosamente, y que por medio de éste, él daría una descendencia o una simiente. Pablo hace resaltar que la palabra simiente es singular, no plural (Gá. 3:16), y que el cumplimiento de esa promesa era Cristo mismo. Abraham creyó en Cristo, por medio de quien recibió una esperanza sin límite y sin fin. Creyó al oír con fe la palabra de Dios –las Buenas Nuevas: “La Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones” (3:8).

Nosotros recibimos las bendiciones de Dios como herederos con Abraham por la fe: “Queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento” (He. 6:17). Cuando Dios dio a Abraham esta promesa no solamente quiso asegurarle que no cambiaría Su propósito, sino que también quiso que estuviesen seguros de ello los futuros herederos de esta promesa. Nos veía a nosotros, “que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros” (vr.18). Por eso Dios, por ser un Dios con una palabra poderosísima capaz de crear la luz, las estrellas, el mundo y el universo, y por ser un Dios que no puede mentir y cuya palabra no puede fallar, hizo algo que jamás hubiera tenido que hacer: juró. ¿Por qué? “Para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo”. Quiso hacerlo por nosotros. No quiso mostrarlo sencillamente, sino mostrarlo abundantemente. Y no sólo abundantemente, sino más abundantemente. Dos cosas nos lo aseguran –Su palabra infalible y Su juramento. No quiso que tuviéramos un consuelo, sino un fortísimo consuelo. ¡Que el Espíritu Santo nos capacite para oír esta palabra (y el juramento) con fe!







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