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Lowell Brueckner

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Buscando el Espíritu del Reino, capítulo cuatro

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CAPÍTULO 4

EL CONFLICTO ENTRE EL ESPÍRITU Y LA CARNE

                                                            LOS HIJOS DE SARA Y AGAR
 
En Gálatas 4:21-31, Pablo habla de los hijos de Sara y Agar alegóricamente. Las palabras que juntamente se relacionan y que caracterizan al hijo de la esclava son la ley, la esclavitud, el pecado y la carne. Pablo dijo que estas características corresponden a la Jerusalén actual (vr.25), y por medio de esta conclusión, podemos ver otra vez la relación que tiene la religión con el mundo. Esta es externa y visible, muy diferente del Reino que viene sin que podamos observarlo, porque está dentro de nosotros: “El reino de Dios no vendrá con advertencia (mejor traducido: observación porque la definición griega de la palabra es: evidencia ocular)… porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros (o dentro de vosotros. La palabra griega es usada solamente dos veces en el Nuevo Testamento. La otra está en Mateo 23:26: `Limpia primero lo de dentro del plato´)” (Lc.17:20-21). El Reino de Dios es espiritual; es un reino del corazón, que tiene que ver con la gracia, una promesa, y la obra del Espíritu Santo.

Ismael tenía raíces carnales y sólo podía dar fruto según estas raíces (como vimos acerca del rey Saúl). Su nacimiento fue un proyecto de la carne, según un plan humano, y en esclavitud. Abraham y Sara concibieron este plan, intentando cumplir, con posibilidades humanas, la promesa que sólo Dios podía llevar a cabo. Como su madre era una esclava, Ismael nació en la esclavitud. Como fue concebido según las posibilidades humanas, él fue carnal. Y como nació según un plan designado por seres humanos, contrario a la promesa de Dios, Ismael nació en pecado.


La naturaleza de tal persona es contraria a los planes de Dios, y solamente se sujeta a las normas que piensa que tiene que cumplir, aunque no quiera hacerlo. Es un intento de agradar a Dios a través de medios humanos. En una palabra, es un religioso.

El problema en Galacia se centralizaba en la circuncisión. Se trataba de una señal sin poder, imperfecta y física, que nada tenía que ver con la realidad espiritual y poderosa. La persona que religiosamente se circuncidaba físicamente, declaraba su lealtad a la ley: “Testifico a todo hombre que se circuncida, que está obligado a guardar toda la ley” (5:3), no a la realidad interior de un nuevo corazón. Si la ley entra como sea en el plan de salvación, anula la gracia por completo: “No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (2:21). No es posible mezclar estos dos principios. De nuevo los gálatas se encontraban bajo condenación y maldición porque “de la gracia habían caído” (5:4). Estaban funcionando en una esfera diferente y contraria: “Vosotros corríais bien; ¿Quién os estorbó para no obedecer a la verdad? Esta persuasión no procede de aquel que os llama” (5:7-8).

La levadura tiene que ver con la falsa doctrina: “Un poco de levadura leuda toda la masa” (5:9). “Guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos… Entonces entendieron que no les había dicho que se guardasen de la levadura del pan, sino de la doctrina de los fariseos y de los saduceos” (Mt. 16:6, 12). Los maestros de Jerusalén que habían entrado en Galacia no tomaron en cuenta esta advertencia, y predicaban, como los fariseos y saduceos, que para ser salvo uno tenía que circuncidarse (De igual manera, hoy en día, están los que dicen que uno tiene que bautizarse en agua para ser salvo. Es la misma doctrina falsa, sólo que ésta se enfoca en otro elemento físico, en el agua, en lugar de la piel).

La circuncisión es un buen ejemplo para ilustrar las características de la religión mundana, porque es un acto físico y externo. No hace falta tener ojos espirituales para practicarla. Si nos conformamos con tales prácticas nos será quitada la revelación de la cruz, la cual es un tropiezo para el que no tiene capacidad espiritual. Éste, no solamente no ve, sino que también se opone: “Si aún predico la circuncisión ¿por qué padezco persecución todavía? En tal caso se ha quitado el tropiezo de la cruz” (5:11). La cruz es una ofensa para el mundo, y cualquier otra cosa que nos haga quitar los ojos de la cruz, lo complace. Su gente respeta cualquier religión menos la de la cruz.

Ahora vamos a ver cuán diferente es el hijo de la mujer libre. En Gálatas 4:27 habla de una mujer con dos desventajas; es estéril y no tiene marido. Se encuentra incapacitada físicamente y sin recursos para remediar su condición; no existen posibilidades humanas a su alcance. Ella tiene fe en lo que es invisible, es decir, en la palabra –la promesa– de Dios. Él es su Marido invisible, y su ayuda viene de lo alto, desde el cielo. Dios produce a través de ella una descendencia por medio de un nuevo nacimiento espiritual. Todo forma parte del plan y la obra de Dios que habían sido determinados desde antes que existieran los instrumentos que Él iba a usar: Abraham, Sara, e Isaac. Esta descendencia está relacionada con la Nueva Jerusalén, el cielo y la eternidad. ¡Qué consuelo traen estas palabras de Pablo!: “Así que, hermanos, nosotros, como Isaac, somos hijos de la promesa” (vr. 28).

Lo que Pablo nos enseña en la alegoría acerca de Isaac, define lo que es ser conocido por Dios (4:9). Dios le conoció antes de que él le conociera. En verdad, Dios le conocía desde antes de nacer. Es un versículo muy importante. En 1 Corintios 8:3, Pablo dice: “Si alguno ama a Dios, es conocido por él”. El amor de Dios en el corazón es la prueba de que somos de Dios, y Juan lo enfatiza durante toda su primera carta: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Jn. 4:19). Pero los que aman al mundo, por naturaleza, aborrecen a los que aman a Dios.

Con estos dos hijos se pone punto final al ecumenismo (el sincretismo –una unidad sintética, inspirada por hombres). Es imposible unirles y hacerles trabajar en armonía. No pueden comunicar ni colaborar entre ellos, y tampoco Dios espera que lo hagan. El esfuerzo hecho hoy en día por querer unir a personas esencialmente carnales, gobernadas por normas y funciones aprendidas de los hombres, con otras (por muy imperfectas que sean) que tienen en sí la raíz de Dios y un instinto para lo que es celestial y eterno, es totalmente vano. No puede ser. “Como entonces el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el Espíritu, así también ahora” (vr.29). Hace algunos años vi a un líder frustrado por ver que dos personas que trabajaban en la misma región no comunicaban entre sí. Personalmente yo no me sentí frustrado, ni sorprendido. Según mi criterio, uno era de la carne y el otro del Espíritu. Gracias a Dios uno abandonó el territorio y el otro siguió fiel hasta su muerte. Día tras día veo el fracaso que producen los intentos vanos de querer unir la carne con el espíritu. La verdadera unidad, de la única que habla la Escritura, se cumple en el Espíritu y por la fe. “Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque no heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre” (vr. 30). Así resuelve Dios el problema.

CONFORME AL ESPÍRITU DE FORMA PRÁCTICA

“Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí...” (5:16-17). Mientras andemos según los deseos del Espíritu y guiados por Él, no podremos satisfacer los deseos de la carne. Practicar el pecado de forma habitual y continua, garantiza que no eres un hijo de Abraham, por la fe – “No hizo esto Abraham”, sino más bien, como enseñó Jesús: “vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer” (Jn. 8:40,44).

No existe ninguna similitud entre los atributos que caracterizan a la persona que ha nacido según la carne y los de la nueva creación. La libertad, el amor, la fe y la presencia del Espíritu desde el corazón de la persona creada según Dios, satisfacen Sus anhelos, cumpliendo así lo que es imposible hacer según la carne. La ley de Dios se escribe en el corazón del cristiano, y es incomparable e infinitamente más poderosa que la escrita en papel. La persona que vive por esa ley es libre para amar y agradar a Dios, porque Cristo vive en ella y puede andar conforme a la ley de Su naturaleza. Por esto y porque tiene la mente de Cristo y le es posible tener los pensamientos de Dios, puede llamarse cristiano.

A menudo oímos decir que el libro de los Hechos debería ser reconocido más como un relato de los hechos del Espíritu Santo, que de los hombres (Hechos de los apóstoles). En él, de forma práctica, vemos al Espíritu Santo apoderándose y dirigiendo la vida de Sus discípulos, confirmando en sus vidas personales todo lo que Pablo nos ha enseñado en su epístola. Esto quita todas las excusas que nos hacen creer que es imposible para el hombre vivir una relación tan íntima con Dios. “Ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros…” (Hch. 15:28). Con estas pocas palabras los apóstoles expresaban la libertad, la fe, y la dirección de Dios que experimentaban.

Mientras ellos predicaban a Cristo crucificado y resucitado, el cielo se abría para confirmar la palabra. Sus oraciones fueron contestadas con demostraciones sobrenaturales. Vieron de nuevo la tierra temblar, las piedras partirse, e incluso a los muertos volver a respirar. Muchas personas pudieron saber que verdaderamente el Hijo de Dios estaba entre ellos.

En Hechos 16 vemos que Pablo y sus compañeros cruzaron el territorio que ahora llamamos Turquía. Como Abraham no supo dónde iba cuando dejó su tierra, ellos tampoco supieron de antemano su destino. Ninguna visión les reveló todo lo que Dios quería hacer en ese viaje. Lo mismo sucedió a Felipe cuando fue al desierto, dejando atrás un avivamiento en Samaria. Tampoco Pedro, cuando fue a Lida cerca de Jope, supo que iba a terminar en casa de Cornelio, en Cesarea. Cualquier obra que sea de Dios y no de los hombres, será semejante. Ellos pueden enseñarte cómo funcionar dentro del plan humano, pero el discípulo de Cristo tiene que depender de Dios en cada momento.

A pesar de que sabían la mucha falta que hacía que el evangelio entrara al sur, a Asia Menor, no era lo que Dios tenía planeado en ese momento. La espiritualidad del apóstol Pablo y lo que todos veían como una necesidad, no era suficiente. El Espíritu Santo les prohibió entrar allí, por lo que siguieron adelante hasta las fronteras de Bitinia, al norte, seguramente guiados, una vez más, por la mucha necesidad de recibir el evangelio que sabían que existía en esa provincia. Pero el Espíritu tampoco les permitió entrar. Tenían que aprender a dejar estos lugares en las manos del Señor de la cosecha y seguir la dirección del Espíritu de Dios. Como sabemos, años después, el apóstol Juan escribió a siete iglesias de Asia Menor, lo que confirma que, a su debido tiempo, Dios había mandado obreros a ese territorio. Es mejor que el Espíritu se encargue de todo. Por Su infinita sabiduría todo el mundo oirá el evangelio. Posiblemente, la razón por la que todavía no ha sido alcanzado completamente, no es por falta de esfuerzos, sino por falta de sensibilidad a la voz del Espíritu Santo.

Después de muchos días de viaje, y después de haber recorrido gran parte del territorio, todavía no habían recibido una palabra específica de hacia dónde debían dirigirse, por lo que continuaron cubriendo toda la región hasta llegar a la costa, al puerto de Troas. Allí Pablo tuvo una visión de un hombre macedonio y todo el equipo, no sólo él, reconocieron que Dios les estaba hablando, así es que decidieron embarcar rumbo a Macedonia. Así fue como Dios les habló y les llevó hasta allí. “Cuando vio la visión, en seguida procuramos partir para Macedonia, dando por cierto que Dios nos llamaba para que les anunciásemos el evangelio” (Hch. 16:10). Cuando el Espíritu Santo está guiando, no hace falta ningún mandamás.

Dios ya tenía en aquel lugar un pueblo preparado para recibirle. Creo que la primera razón por la que el Espíritu no permitió que Pablo y su equipo entraran en Asia Menor o Bitinia, fue porque estaba contestando la oración de mujeres que oraban en Filipos. Él no puede cerrar sus oídos cuando estamos con esta actitud. “Un día de reposo salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración; y sentándonos, hablamos a las mujeres que se habían reunido” (vr.13). Un evangelista de la primera mitad del siglo XIX, Carlos Finney, tuvo el privilegio de ver en su vida, según cálculos no exagerados, a quinientas mil personas añadirse a la iglesia, de las cuales el noventa por ciento siguieron fieles hasta la muerte. Alguien le preguntó por el secreto de tanto éxito y tanto fruto verdaderos, a lo que respondió: “Nuestro método es la oración”. Finney, como el resto de las personas que Dios ha usado en la historia de la iglesia, al igual que Pablo y Jesús mismo, fue un hombre dedicado a retirarse con mucha frecuencia, específicamente para orar. El padre Nash, apodo cariñoso del hombre mayor que viajaba con él, en vez de asistir a las reuniones, se apartaba para orar mientras Finney predicaba a los perdidos.

Dios mandó ir a Ananías, de Damasco, a la calle Derecha a buscar a uno llamado Saulo, “porque he aquí, él ora” (Hch. 9:11). Mi padre, después de sólo un año como cristiano, fue a buscar a la familia de un nativo americano en el estado de Wisconsin. Al llegar a una aldea desconocida para ellos, él y sus otros compañeros músicos hicieron una reunión al aire libre a la que acudieron muchas personas, entre las cuales, catorce de ellas se entregaron a Cristo. Después, una señora se acercó a mi padre para decirle que tenía una iglesia vacía en propiedad, y que llevaba ocho años orando para que alguien la abriera y predicara el evangelio allí. Siete años antes de conocer a Cristo mi padre había tenido una visión sorprendente de una luz que brillaba en su habitación. Ahora, si añadimos a este tiempo el año que llevaba de cristiano, vemos cómo hacía ocho años que Dios había empezado a contestar la oración de aquella señora.

En segundo lugar, Dios había puesto su mano soberana sobre Lidia, de Tiatira, que según Su propósito se encontraba en ese momento viviendo en Filipos: “Una mujer llamada Lidia, vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba oyendo; y el Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía” (vr.14). Esta mujer había sido preparada por Dios y tenía hambre espiritual, y por eso, para completar la obra que había empezado en ella, el Espíritu quiso que Pablo y los que le acompañaban fuesen directamente a encontrarla, pero tuvo que ser en el momento preciso, no antes de que ella se mudara a Filipos y antes de que saliera de allí (probablemente al ser vendedora iba de ciudad en ciudad).

En el siglo XVIII, William Carey fue enviado por Dios a la India, donde fue testigo de la terrible costumbre que tenían de quemar vivas a las mujeres, muchas veces jóvenes, junto al cuerpo de sus esposos muertos. Carey sintió en su ser lo que Dios llevaba sufriendo durante muchos años y, finalmente, pudo lograr que el gobierno de la India decretara una ley que prohibiese esa barbaridad. Otro caso es el de la mujer endemoniada de Filipos, por la que Dios también sufría desde hacía mucho tiempo. Hombres y demonios habían abusado de ella, y por esa razón, como había sucedido otras veces, Pablo y su equipo no pudieron ir a otro lugar. Era el tiempo de la liberación de esa pobre esclava y ellos tenían que estar allí, en Filipos, en ese momento. “Salió al encuentro una muchacha que tenía espíritu de adivinación, la cual daba gran ganancia a sus amos” (vr.16).

Pero, por haber sido obedientes a la dirección del Espíritu, participando en la liberación de la joven, Pablo y Silas fueron metidos en la cárcel. Muchas veces Dios nos dirige a la incomodidad, donde jamás elegiríamos estar, y tenemos que estar dispuestos a lo que sea. No sabemos de cuantas personas Dios se estaba preocupando y había preparado para que estuvieran en la cárcel al mismo tiempo que Pablo y Silas, para poder escuchar Su palabra, que vino acompañada de un fuerte terremoto. Tenían que romperse así, poderosamente, las ataduras del engaño que tenían en sus vidas los prisioneros y el carcelero.

Pablo y Silas tenían que estar allí exactamente en ese tiempo, cuando ocurrió el terremoto. ¡Qué bueno que no estaban en Asia ni en Bitinia! Sólo Dios sabe estas cosas, y sólo si nosotros estamos libres para andar en el Espíritu, y no según la carne, podremos experimentarlas. Nos sorprenderíamos si supiésemos lo que Él tiene preparado.

Conozco en Bucarest a la mujer de un capitán que cuenta de cuando ella y su marido empezaron a buscar un remedio para los temores que les sobrevinieron por estar en medio de un terremoto. Fue en ese tiempo cuando él empezó a leer el Nuevo Testamento y asistieron a una reunión de cristianos. Allí fueron instruidos sobre cómo poder tener paz con Dios, y ahora están seguros de que sus nombres están escritos en el libro de la vida. Muchas veces el corazón humano carece de un cataclismo, natural o espiritual, que le haga reaccionar y le lance a una búsqueda de Dios.

De la historia que acabamos de ver del libro de los Hechos, debo mencionar todavía el caso del carcelero, quien, con toda su casa, había sido preparado por Dios para recibir a Cristo y ser bautizado. Espantado por los resultados causados por el terremoto, cuando estaba a punto de suicidarse, “le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa... en seguida se bautizó él con todos los suyos… y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios” (vrs. 32-34).

En uno de los viajes que hice a Eslovaquia con mi hijo Daniel, fuimos invitados por un hombre a dar un paseo por el centro de Bratislava, después de recogernos en el aeropuerto de Viena. Personalmente, además de no ser un buen turista, me encontraba cansando del viaje y no tenía muchas ganas de hacer turismo por el centro de una ciudad de 500.000 habitantes. Pero mientras paseábamos, nos encontramos con tres personas, una de ellas, un misionero americano que hacía muchos años había ido a servir a Dios a Eslovaquia. Él no vivía en la ciudad, pero ese día, también se encontraba allí de visita.

Hace más de 25 años, cuando estábamos viviendo en los Estados Unidos durante algunos años, fui invitado a dar un mensaje a la iglesia donde este hombre se había convertido recientemente. Antes de nacer de nuevo era hippie, y cuando le conocí, todavía llevaba el pelo muy largo. En esa reunión Dios tocó su corazón y empezó a considerar la obra misionera. Varias veces había venido a nuestra casa para participar en las reuniones que hacíamos allí cada domingo. Hasta ese momento, 25 años más tarde, yo no había vuelto a oír de él. Es obvio que Dios había preparado nuestro encuentro en Bratislava. Mientras charlamos invitó a mi hijo para que hablara a jóvenes que estaban en una especie de reformatorio. Probablemente aquella fue la mejor reunión que tuvimos en ese viaje y la razón por la que Dios nos había llevado a Eslovaquia. Pero esta historia no es única, podría contar muchas más experiencias como esta. Andar en el Espíritu debe ser el camino normal del cristiano, no la excepción.

El libro de los Hechos todavía no ha concluido. Vamos a ayudarnos unos a otros a andar en el camino del Espíritu y a llevar las cargas, es decir, las dificultades que cada uno de nosotros tenemos, pero sólo con el fin de que el otro llegue a una madurez en la cual pueda llevar su propia carga. “Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gá. 6:2)…“Porque cada uno llevará su propia carga” (6:5). El fin de todo es que cada uno pueda desarrollar su propia relación con Dios y no esté siempre dependiendo de otros. Algo va mal cuando, después de mucho tiempo en el camino, el cristiano no puede oír la voz del Pastor y no sabe lo que es ser guiado por el Espíritu. Al final cada uno tendrá que dar cuentas a Dios, sin el apoyo de otros, por lo que haya hecho en el cuerpo. La responsabilidad de andar en el Espíritu es personal.


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