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¡Perdonado!

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¡PERDONADO!

K
 arla Fay Tucker merecía la muerte. Sobre este asunto no cabe duda. Además de haber cometido un brutal crimen, más tarde, con dureza de corazón, se jactó por ello. El jurado la halló culpable y el juez la condenó a muerte. Todo fue legal y justo.

Después, en la prisión, recibió a Cristo y nació de nuevo. Durante muchos años vivió una vida ejemplar. Después de verla en una entrevista con Larry King, quedé convencido de que su cristianismo era genuino. El dia de su ejecución, tranquila y dulcemente, se tumbó sobre la camilla y recibió el veneno letal. Tanto amigos como enemigos fueron testigos de su muerte, que después fue retransmitida a todo el mundo.

Sólo los cristianos saben del nuevo nacimiento
Los impiadosos, aprovechando la oportunidad para meter un cuchillo en el corazón del cristianismo, se burlaron por la sugerencia de una experiencia de un nuevo nacimiento. Parecía frustrar la publicidad que los defensores de la pena de muerte, Pat Robertson y Jerry Falwell, habían hecho a favor de un indulto. “Si fuera un musulmán”, argumentaron los comentaristas, “estos hombres no estarían a su lado”.

Probablemente era verdad. Cualquier auténtico ministro del evangelio sabe que solamente el cristianismo ofrece la posibilidad de un nuevo nacimiento. Solamente los que vienen a Cristo con fe pueden ser tan nuevos e inocentes como un bebé recién nacido. Simplemente, ya no son las mismas personas que eran antes de su conversión. El que antes era una amenaza para la sociedad, ahora es valioso. Por esa razón, yo quise que Karla Tucker fuera perdonada.

Pero no fue así. De hecho, fue sabido que Tejas nunca ha perdonado a un asesino condenado. Al considerar el asunto superficialmente puede ser refrescante ver que, por lo menos un Estado, haya decidido dar a los criminales endurecidos lo que merecen, sin rendirse a las presiones de los elementos anarquistas de nuestra sociedad. La gente peligrosa a menudo recibe sentencias ligeras, e incluso a veces ninguna. Los derechos de los acusados parecen superar a los de sus víctimas.

Un argumento a favor del perdón
Sin embargo, hace 140 años en su libro clásico, The Atonement (La expiación), Albert Barnes presentó un argumento poderoso defendiendo la necesidad de la sociedad de perdonar en algunos casos. “En verdad”, escribió, “ha habido absolutos tiranos que nunca han demostrado misericordia a los ofensores; pero nunca ha existido un gobierno, basado en una constitución, en la que se haya establecido un principio de que en NINGÚN caso pueda extenderse el perdón al culpable”. Siguió afirmando que si el perdón nunca es extendido al culpable, “este principio estaría contra uno de los mejores sentimientos de nuestra naturaleza. Un hombre que no es compasivo y misericordioso no puede ser amado por nadie, por muy justo, firme y correcto que sea.

Entre las razones que propuso Barnes a favor del perdón, estaba el sexo del culpable o “por el comportamiento del prisionero después de su condena, y la seguridad de que haya sido reformado de tal manera que no sea un peligro introducirle de nuevo en la sociedad…”

Poniendo a un lado a los gobiernos, tenemos que ver esta situación desde un punto de vista personal. Hemos oído que muchos cristianos conservadores aprobaron la ejecución de Karla Tucker. Yo quiero ser tolerante hacia aquellos que, por una razón honesta, llegaron a esta decisión, pero ¡ay de la persona que hace tal decisión por incredulidad o falta de perdón! Me preocupa que un cristianismo conservador, en defensa de la justicia y la moralidad, llegue a ser condenador y duro de corazón. ¿Puede pasar por alto el mismo centro y corazón del evangelio?

Conocemos bien las enseñanzas de Jesús acerca del perdón. Él dijo que si no perdonamos a los que nos ofenden, tampoco nos perdona nuestro Padre celestial. Reprendió a aquellos que fácilmente veían los pecados de otros, pero que eran ciegos a los suyos propios. ¿Has considerado tu propia culpabilidad ante Dios y tu sentencia de un castigo eterno?

¿Quién crucificó a Cristo?
Si buscas un pecado en tu vida que sea digno de una eternidad en el Lago de Fuego, considera el ‘deicidio’ (dar muerte a Cristo). El himno de John Newton, “Vi a Uno colgado en un madero”, refleja la culpabilidad de cada individuo ante los ojos de un Cristo cubierto de sangre:
Sé con seguridad que nunca,
hasta mi último respiro,
Olvidaré esa mirada;
Parecía culparme de Su muerte,
Aunque no pronunció palabra.

Roma sola no habría podido crucificar al Hijo de Dios. El segundo Salmo declara que Dios se ríe de los intentos de los poderes mundanos contra su Rey ungido. Los judíos solos tampoco habrían podido matarle. En dos ocasiones, por lo menos, ellos le amenazaron de muerte pero Él, simplemente, salió caminando sin que le hicieran daño. Los soldados romanos y la guardia del templo, que vinieron a prenderle, cayeron para atrás por una palabra de Su boca.

Sólo los pecados… los tuyos y los míos… demandaron y llevaron a cabo la crucifixión del Señor de la Gloria. “Fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados” (Is.53:5). Después Jesús se levantó de la muerte, siendo Señor sobre todo. Cuando tratamos con Él, no existe un compromiso o territorio neutral para negociar. En cuanto de lo que tiene que ver contigo personalmente, o le abrazas con todo el corazón como Señor, o le abandonas allí colgado en la cruz. El himno de John Newton sigue:
¡Oh! No sabía qué había hecho yo,
Pero ahora mis lágrimas en vano son;
¿Dónde esconderé mi temblorosa alma?
Porque di muerte al Señor”.

Nosotros declaramos igual que los judíos por medio de nuestras elecciones: No queremos que éste reine sobre nosotros”. Nuestra voluntad determina nuestra dirección en la vida. Decidimos a qué religión queremos pertenecer o decidimos no ser religiosos… Escogemos a la persona con quien nos vamos a casar… Hacemos todas las elecciones sin consultar con el Rey del cielo. El orgullo, esa maldad cardinal, que la Palabra de Dios pone sobre la lista de todos los pecados mortales, es el principio que nos gobierna. Mientras vemos a otros a nuestro rededor doblando la rodilla, confesando públicamente a Cristo, nosotros lo consideramos vergonzoso. “La religión es algo personal”, pensamos, “no le importa a ningún otro”. Valoramos más ser aceptados por los amigos y parientes, que por Dios. Nuestra reputación no aguanta el desprecio. 

Por estas razones, todos los pequeños actos de justicia que hagamos con tanta piedad, no son más que actos de rebeldía o “trapos de inmundicia” (Is.64:6), que es el término bíblico. Provienen de la fuente de la propia voluntad y solamente alimentan nuestro orgullo.

Perdón personal
Desde niño comprobé que compartía la misma culpabilidad que Newton. Cuando mis padres me preguntaron si quería recibir a Cristo en mi vida, una ola de rebeldía se levantó dentro de mí. Decía que no con la cabeza, por lo que jugué mí horrible papel en la crucifixión de Jesús.
Sin embargo, vi que Él quería perdonarme al orar así en la cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc.23:34). La misma tarde en que abandoné mi rebelión y me entregué a los derechos rectos de Cristo, recibí el perdón. Saber que mis pecados habían sido perdonados levantó una carga de culpabilidad de mis hombros. Recuerdo que  miraba mis pies para saber si estaban tocando la tierra. Newton termina su himno refiriéndose a este perdón:
Una segunda mirada hacia mí dirigió:
‘Libremente perdono todo;
Morí para que vivieras;
       Esta sangre tu rescate pagó’.

¡Cristo entró en la cámara de la muerte por nosotros! El Abogado de nuestra salvación es el único capaz de obtener nuestro perdón ante la corte menos transigente del universo. El alcance de su influencia es tan grande como para incluir, no solamente un caso excepcional… rechazando los demás… sino a todos los que, confiando en Él, vienen a Dios humildes y arrepentidos. ¡Gracias a Dios que ha provisto perdón para los culpables!                                                                



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