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Lowell Brueckner

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Los sufrimientos de Cristo

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Hace pocos días estuvimos hablando con nuestro hijo menor, Mike, que ha sido el pastor de la juventud en una iglesia exitosa en el medio oeste del USA. Nos dijo: “Al hablar constantemente con cristianos, estoy cada día más convencido que no entienden el significado de la cruz. Tampoco pueden entender porque estamos tan emocionados con ella, concentrándonos y meditando en ella.  Están involucrados en otras cosas… funciones, actividades y entretenimiento.”

Él ha estado enseñando a los jóvenes unas lecciones sobre la cruz y algunos las pueden captar y están emocionados sobre lo que están aprendiendo y viendo. Otros tienen una actitud indiferente, pensando que fuera mejor pasar a temas más interesantes. Una vez, dio un mensaje sobre “la propiciación” en una reunión de domingo por la mañana. La gente vino a él después, diciendo que jamás escuchaban un mensaje sobre este tema. Incluido entre ellos estaba un cristiano de 70 años de edad que toda la vida ha estado muy activo en la iglesia.

¿Te molesta saber tales cosas? A mi sí. Por esta razón escribí el libro Tenemos un altar, porque quise que los lectores cristianos entendieran algo del significado de sus propias palabras, al decir, “Jesús murió por nosotros en la cruz.” Para algunos, solamente es una frase que han aprendido, sin tener una idea sobre la razón porque Cristo iría a esa cruz. Por favor, lee el capítulo tres que sigue. Piensa sobre la necesidad para cristianos, especialmente nuevos cristianos, saber sobre este tema y entonces quizás te animarías poner el libro en las manos de personas que tú conoces y sabes que lo necesitan leer.


Capítulo 3

El supremo sufrimiento de Cristo

“Jesús clamó a gran voz, diciendo: Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?”  Marcos 15:34

He luchado por encontrar un adjetivo que describiese el sufrimiento de Cristo en la cruz, pero ninguno me pareció el adecuado. ¿Qué palabra podría definir algo que tan sólo ha ocurrido una vez en la historia de la humanidad y que no volverá a repetirse? Al tratarse de un hecho único y sin igual, es imposible compararlo con cualquier otro. Se trató de algo angustiosamente atroz, fuera de este mundo, inmensurablemente más allá de lo que cualquier otro ser humano haya podido sufrir. De hecho, si tomáramos todo el dolor y toda la tortura causada a todos los seres humanos en el trascurso de los siglos, y lo multiplicáramos por cualquier cifra, todavía estaríamos lejos de encontrar algo que pudiera compararse con lo que le sucedió a Uno en la colina del Calvario.

Su juicio y sufrimiento físico

Empezaremos con un breve resumen de lo que resultó ser una burla de justicia en la casa del sumo sacerdote. Recordemos que en cualquier momento, durante el proceso, Jesús hubiera podido llamar a una legión de ángeles para que le librasen. Entendamos también que más allá de lo que sus acusadores escogieran hacerle, Él estaba sujeto a la voluntad de Su Padre, llevando a cabo un plan que había sido determinado antes de la fundación del mundo. Estaba cumpliendo el propósito divino, por el cual había descendido desde Su trono en el cielo al pesebre en Belén.

Sin embargo, para que se cumpliese toda justicia, vemos al Juez del universo delante de meros hombres, sometiéndose a su decisión. Quiero resaltar que el sistema legal de los judíos de aquel tiempo era superior a cualquier otro. Garantizaba y estipulaba todo lo necesario para asegurar que la justicia fuese satisfecha, y disponía de excelentes medidas para proteger al acusado.

Cuando Jesús estaba a punto de terminar los tres años y medio de su ministerio terrenal, próximo a la Pascua, el concilio de Jerusalén se reunió para tratar una gran crisis causada, precisamente, por aquel ministerio. “Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”             (Jn. 11:48), dijeron. Tenían miedo de que la popularidad de Jesús provocara que los romanos tomaran totalmente el gobierno en sus manos, y entonces los fariseos y saduceos perderían el derecho de autogobernarse.

Precisamente en ese tiempo, los romanos les habían quitado el derecho de ejecutar a los criminales. Según la ley judaica, la ejecución de Jesús debía haber sido por apedreamiento, no “levantado” a la vista pública, como Él mismo predijo: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado” (Jn.3:14) y “yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Jn.12:32). Los profetas, especialmente David, también predijeron que la muerte del Mesías sería por crucifixión: “Horadaron mis manos y mis pies” (Sal. 22:16).

El sumo sacerdote, Caifás, puso fin a la discusión, sin darse cuenta de que al mismo tiempo estaba profetizando: “Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca”        (Jn.11:49-50). El hecho de ser el sumo sacerdote quien pronunciara estas palabras, hizo que todos las acataran, aunque aquello iba a significar mucho más que una palabra para afirmar la decisión del concilio. Juan pudo saber que Dios había tomado el asunto mucho más allá de lo que Caifás pretendía hacer, ya que estaba prediciendo algo con un significado y repercusión mundiales (vs.51-52).

Al mismo tiempo, en Betania, estaba ocurriendo algo que incitaría todavía más a la conspiración contra el Señor. Mientras Jesús, en calidad de invitado, se sentaba para cenar, una mujer derramó un perfume extremamente costoso sobre Él. Sin embargo, no hubo un discípulo en la casa que no se disgustase por aquella acción, algo totalmente opuesto a lo que Dios estaba viendo (como les pasó a menudo). Fue un acto producido por la necesidad suprema que el adorador tiene de glorificar a Cristo. Ellos preferían y entendían el hecho práctico y humanitario de ayudar a los pobres. Probablemente, la decisión de Judas Iscariote, que desde el lugar de la cena se fue a ver a los principales sacerdotes para traicionar a Jesús, fue fortalecida por la reacción de sus colegas.

Los fariseos estaban desesperados y “dijeron entre sí: Ya veis que no conseguís nada. Mirad, el mundo se va tras él” (Jn.12:19). Cuando Judas vino a ellos, el concilio le dio la bienvenida, sabiendo que tendrían que actuar inmediatamente. Esta prisa provocó la formación de un juicio improvisado, sin tiempo para juntar testigos e instruirles. No pudo llevarse a cabo una acción judicial coherente, ya que en menos de veinticuatro horas tenían que apresarle, juzgarle ante el concilio, juzgarle ante la ley romana, crucificarle, y bajarle de la cruz…, todo antes del gran día de la fiesta, cuando nadie debía estar colgado en una cruz.

Los romanos enviaron una compañía de cuatrocientos a seiscientos soldados para arrestarle, junto a los alguaciles judíos del templo. Todos fueron dirigidos por Judas, quien le besó como señal de su traición. Primero le llevaron ante Anás, quien había sido el sumo sacerdote anteriormente. Éste tenía cinco hijos que le habían sucedido en su oficio, y era suegro del actual sumo sacerdote, Caifás. Cuando Anás le interrogó, Jesús respondió correctamente que Anás tenía que traer testigos que testificasen acerca de Su enseñanza, ya que Él mismo, siendo el acusado, no estaba obligado a testificar (Jn.18:19-21). Como resultado, fue abofeteado por un alguacil (v.22), algo que iba en contra de la ley (Pablo protestó al recibir el mismo trato en Hechos 23:3). Entonces Anás le envió a Caifás.

Seguidamente, se convocó el concilio y el cargo contra Jesús fue la blasfemia, que históricamente era un delito castigado en Israel con la muerte. Los testimonios presentados no fueron constantes, sino contradictorios. Finalmente, dos testigos ofuscados presentaron unas declaraciones que Jesús había hecho sobre la destrucción y reedificación del templo (naturalmente, Él estaba hablando del templo de Su cuerpo), pero, como dice Marcos 14:59, “ ni aun así concordaban en el testimonio”. Teniendo en cuenta lo que dice la ley de Moisés:  “Por dicho de dos o de tres testigos morirá el que hubiere de morir; no morirá por el dicho de un solo testigo” (Dt.17:6;19:15), el juicio debería haber terminado y Jesús ser puesto en libertad.

Seguidamente, el sumo sacerdote se puso en pie con la intención de salvar un juicio ya fracasado. Yo entiendo que en la corte judaica, como en las cortes modernas, un acusado no está obligado a incriminarse a sí mismo, y por eso Jesús tuvo derecho a guardar silencio mientras Caifás le interrogaba. Sin embargo, cuando le dijo: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios” (Mt. 26:63), Jesús le enfrentó cara a cara, llevando el asunto más allá de un tribunal terrenal, hacia un juicio venidero, ante el cual Caifás compadecerá con terror: “Desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (v.64). Al oírlo, el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, algo que Moisés había prohibido, por ser algo indigno de tan alto oficio: “El sumo sacerdote entre sus hermanos, sobre cuya cabeza fue derramado el aceite de la unción, y que fue consagrado para llevar las vestiduras, no descubrirá su cabeza, ni rasgará sus vestidos” (Lv.21:10).

El concilio, no pudiendo afirmar su acusación por la declaración de los testigos, y basando su decisión solamente sobre la declaración verdadera de Jesús, pronunció la sentencia de muerte. Acto seguido le escupieron en la cara, le vendaron los ojos, le dieron puñetazos y le abofetearon, demandando burlescamente que adivinara quien era el atacante. A la mañana siguiente, después de una breve conferencia, le llevaron ante el gobernador romano, Poncio Pilato.

Como la blasfemia no era una ofensa castigada con la pena de muerte por la ley romana, el concilio tuvo que cambiar su acusación por la de traición. Afirmaban que Jesús se declaraba a sí mismo Rey de Israel, lo cual era una afrenta al César. Contestando a la pregunta acerca de si lo era o no, Jesús dijo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos” (Jn.18:36). El gobernador no era ningún tonto, y tras ver la hipocresía de los líderes judíos, sabía que este Hombre no era una amenaza para Roma. Además su esposa le pidió que se pusiese a un lado en el caso, debido a un espantoso sueño que había tenido la noche anterior.

Una vez supo que Jesús era galileo, Pilato remitió el asunto a Herodes, el tetrarca de Galilea, hijo de Herodes el Grande y el mismo que mató a Juan Bautista. Probablemente se encontraba en Jerusalén por la celebración de la Pascua. Jesús no hizo nada que complaciera a Herodes, ni siquiera contestó sus preguntas, por lo que él y sus soldados, en un drama de burla, le vistieron con vestiduras espléndidas, y le devolvió a Pilato.

El hecho de que Herodes no hubiese condenado a Jesús, dio a Pilato otra razón para librarle, pero la muchedumbre no se lo permitió. Entonces Pilato para agradar a la multitud, le azotó. Vine describió el azote romano de la siguiente manera:  “El azote era el castigo legal preliminar antes de la crucifixión pero, en este caso, fue aplicado ilegalmente antes de que Jesús fuese sentenciado a ser crucificado, para satisfacer a los judíos con la intención de evitar el castigo extremo de la cruz (Lc. 23:22). El castigo era terrible. La víctima era atada a un corto pilar o estaca, y se la golpeaba con una vara o, en caso de esclavos o personas provincianas, con azotes llamados escorpiones, que eran correas con bolas llenas de puntas metálicas o clavos afilados. La crueldad y severidad con que esto fue aplicado sobre Jesús es evidente por su incapacidad de llevar Su cruz”.

Sin embargo, la multitud no satisfecha, incitada por sus líderes, continuó demandando la crucifixión. Su insistencia hizo que Pilato soltase a un homicida llamado Barrabás y condenase a muerte a un inocente. A partir de ese momento, la compañía de cientos de soldados tomaron su turno, burlándose y atormentando a Jesús. Entretejieron una corona de espinas y la pusieron sobre su frente. Le vistieron con un manto de color púrpura, y poniendo una caña en su mano derecha, se arrodillaron ante Él diciendo: “¡Salve, Rey de los judíos!”. Después le escupieron y comenzaron a golpearle en la cabeza con la caña. Isaías profetizó: “Fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres” (Is.52:14).

Nuestro hijo Steve tuvo un accidente de tráfico en el que sufrió una conmoción cerebral. Su hermano mayor, Daniel, fue el primero en llegar a visitarle al hospital, y la enfermera le indicó la sala de cuidados intensivos donde se encontraba. Cuando Daniel entró en aquella sala vio a un hombre acostado, con la cabeza hinchada y el cuerpo lleno de aparatos. Entonces salió y dijo a la enfermera: “Éste no es; estoy buscando a Stephen Brueckner”. “Él es…, en esa cama”, respondió ella. Daniel estuvo a punto de desmayarse. No pudo reconocer a su propio hermano. A pesar de saber que ésta es una comparación muy pobre e indigna, nuestra familia sintió el dolor fuertemente. Sin embargo, nosotros sólo podemos sentir una pequeña parte del horror del trato dado al Señor en esa oscura mañana en Jerusalén.

El rostro de Jesús fue golpeado de tal forma que hizo imposible reconocerle. Ningún artista o actor ha podido jamás representar como estuvo en verdad después de su juicio y, finalmente en el Calvario. La cruz fue puesta sobre Él pero, como sugirió Vine, Su cuerpo lastimado sufrió tal colapso que Simón de Cirene fue obligado a llevarla. Al llegar allí, al Lugar de la Calavera, los clavos perforaron Sus manos y Sus pies. No puedo imaginarme en lo más mínimo aquella tortura y no intentaré describir el dolor atroz de aquel momento, pero pienso que sería imposible que alguien pudiera exagerar al intentar hacerlo. Al mismo tiempo, los espectadores siguieron burlándose de Él y escarneciéndole.
“Me mostró Sus manos, estropeadas por mi pecado,
Me mostró los pies, clavados a la cruz;
Entonces vi Su frente y Su costado profundamente heridos,
Y ahora amo a Jesús y Él me ama a mí”.

Derramó su alma hasta la muerte

He querido repasar brevemente la angustia mental y emocional sufridas tras un juicio falso e injusto, y mencionar las torturas físicas que Cristo tuvo que soportar. Nosotros, aunque sea poco, podemos identificarnos naturalmente con esa parte de Su sacrificio. Los dos ladrones, por ejemplo, también fueron crucificados, pasando por el mismo tipo de tortura y sufrimiento físicos que Jesús, aunque estoy seguro que los abusos que Él sufrió fueron peores que los de ellos. Sin embargo, hasta ahora solamente hemos dado tributo a la parte menor de Sus sufrimientos, ya que no hemos entrado todavía en lo que quiere decir “ser una ofrenda para el pecado”.

El Viernes Santo fue un día en el que los demonios disfrutaron, provocando a los hombres a que hiciesen lo peor que podían hacer para castigar y causar todo el daño posible al Hijo de Dios. Seguramente los demonios estuvieron presentes en el mundo invisible, alrededor de la cruz. En su profecía, inspirada por el Espíritu Santo, David escribió: “Me han rodeado muchos toros; fuertes toros de Basán me han cercado” (Sal.22:12) y “perros me han rodeado” (v.16). Unos versículos más abajo habla del “poder (hebreo: pata) del perro… la boca del león… los cuernos de los búfalos…”. No está refiriéndose literalmente a animales, sino a bestias espirituales que atacaron Su alma. Además del sufrimiento físico tuvo lugar esta furiosa y diabólica batalla. Jesús peleó en contra de ellos en el espíritu y triunfó en la cruz. Él mismo lo había predicho: “Ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (Jn.12:31). Mira lo que declaró Pablo (citado de la versión amplificada): “{Dios} despojó a los principados y a las potestades que nos eran contrarios y los exhibió públicamente y audazmente, triunfando sobre ellos en Él y en ella {sea la cruz}” (Col. 2:15).

Permíteme incluir un comentario, ya que creo que vale la pena tener una confirmación y algunas excelentes observaciones de varios comentaristas muy respetados. Warren Wiersbe escribe: “La muerte de Cristo en la cruz pareció ser al principio una victoria para Satanás, pero resultó en una gran derrota de la que Satanás nunca podrá recuperarse… Él ‘desarmó a los poderes y autoridades’”. Albert Barnes: “No hay duda, pienso, que el apóstol está refiriéndose a los rangos de malos espíritus caídos que habían usurpado un dominio sobre el mundo… Satanás, con sus legiones, había invadido la tierra y llevado a sus habitantes al cautiverio, sujetándoles a su reinado maligno. Cristo, por Su muerte, sometió a los invasores y tomó de nuevo a los que habían sido capturados… Pablo dice que fue ganado públicamente – lo que quiere decir, que lo hizo en la presencia de todo el universo – una gran victoria; un triunfo glorioso sobre todos los poderes del infierno.” Matthew Henry: “El Redentor conquistó por su muerte… El reino del diablo jamás sufrió un golpe mortal como el que le fue dado por el Señor Jesús… Y John Wesley: “Y despojando a los principados y a las potestades – los ángeles malignos, de su dominio usurpado. Él… Dios Padre les exhibió públicamente – ante todas las huestes del cielo y del infierno. Triunfando en o por Él – por Cristo”.

La cruz produjo tormentos mucho más terribles todavía en la profundidad del ser de Cristo, y nosotros, si es que alguna vez vamos a poder entender algo de su verdadero significado, sobre todas las cosas tenemos que concentrarnos en ella. Estamos ante el corazón de la obra sustitutoria del sacrificio del Cordero de Dios. 

Él no tenía pecado y, aunque durante treinta y tres años, conoció el poder de la tentación en un cuerpo humano, ni una sola vez se rindió a ella. Tenemos que entender también que no solamente durante su vida terrenal, sino por toda la eternidad, nunca fue manchado por el pecado. Desde la eternidad, jamás sintió sobre Él la pena interior de la inmundicia por cometer algún tipo de hecho injusto, engañoso o sucio. No pudo saber lo que era sentirse culpable por haber desobedecido a Dios o por haber hecho daño a algún ser humano.

“Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero…” (1P.2:24). Todos los pecados traídos de todas partes de la tierra y de cada periodo de la historia, fueron arrastrados y amontonados sobre Él; desde campos de concentración, familias abusivas, guaridas de asesinos, palacios de los opresores… ¿Lo has pensado alguna vez?  Los hechos más vergonzosos, más sucios, más crueles… Él sintió el peso de cada uno de ellos. La tortura, el odio, la codicia y el abuso fueron puestos sobre el Cordero sin mancha, que no solamente cargó los hechos malignos, sino también los pensamientos y motivaciones que no han llegado a consumarse. No escatimó nada, lo dio todo – Dios “no escatimó ni a su propio Hijo” (Ro.8:32) –. Más allá de la tortura física esto es lo que sufrió.

Pero no solamente cargó nuestros pecados sino que, como declara el apostol: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado…” (2Co.5:21). Él no sólo es santo, sino que además es el Autor de toda santidad que jamás se haya manifestado o haya sido experimentada en el cielo o sobre la tierra, por hombres o por ángeles. Él, que fue la fuente eterna de la santidad, fue hecho pecado. Éste es uno de los misterios más impresionantes de la cruz, y por ello nunca hallaremos una explicación satisfactoria a este hecho. La encarnación de la santidad y la pureza en un vaso humano, no sólo llevó nuestros pecados sobre Sí mismo, sino que el pecado llegó a ser Su estado de ser. Repito, ¡Jesucristo se hizo pecado sobre aquella cruz! Éste fue el dolor más profundo que llegó al corazón de Su ser.

Recuerdo haber leído hace mucho tiempo Corre, Nicky, Corre, el testimonio de Nicky Cruz. La parte más triste toma lugar apenas comienza el libro. Los padres de Nicky estaban profundamente involucrados en la brujería. En una ocasión, para castigar al pequeño niño, su padre le abandonó, lleno de pánico, en una habitación oscura. Fue un hecho diabólico que solamente fue superado por otro de su madre. Seguramente, bajo el control de un espíritu maligno, ella arremetió contra él. “¡Te odio! ¡No eres mi hijo! ¡Nunca te he amado como a un hijo!”, le dijo. Nicky había sido herido muchas veces durante las peleas en las calles de New York. Una vez, mientras estaba postrado en el suelo, sus enemigos le patearon hasta hacerle perder la conciencia, e incluso así, continuaron pateándole. Pero ningún dolor corporal igualó jamás la crueldad de aquellas palabras de su madre, que dejaron su alma partida en pedazos.

Sé que es un ejemplo humano y pobre, pero quizá nos ayude de manera finita y pequeña a entender lo que sigue. Hemos llegado a la cima del dolor de Jesús. En el primer capítulo nos enfrentábamos a la gran cuestión de la verdad bíblica que nos enseña que Dios en Cristo fue a la muerte. La misma persona que había dicho: “Yo soy la vida”, murió. ¡La vida murió! Acabamos de hacer un intento de enseñar la complejidad de que Cristo pudo ser hecho pecado, siendo Él mismo el origen de la santidad. Ahora vamos a contemplar otro gran misterio de la cruz… Parece que allí, el amor eterno y la comunión perfecta, se rompieron.

Nunca, durante toda la historia del universo y antes de la historia, desde la eternidad, jamás existió la menor fricción entre la deidad; Padre, Hijo y Espíritu Santo siempre gozaban de la comunión más dulce. El amor entre ellos fue profundísimo, más allá de cualquier comparación y comprensión humanas. Cualquier fracaso sería inconcebible porque “el amor nunca deja de ser” (1Co.13:8). Cuando Juan Bautista dudó, cuando Sus discípulos no le entendieron, cuando los judíos, que eran Su pueblo, le rechazaron, y los romanos le maltrataron, Jesús siempre contaba con el amor de Su Padre. El Padre mismo declaró de Él, en Su bautismo y sobre el Monte de la Transfiguración, que en Él tenía complacencia. 

Cuando Dios miró la cruz, desde el cielo, vio allí una cantidad infinita de pecados putrefactos amontonados sobre ella. En el momento de la transacción, cuando Cristo tomó el pecado y se hizo a Sí mismo sacrificio por él, toda la furia de la ira de Dios cayó sin medida sobre Su Hijo, a quien tuvo que dar la espalda. Los ojos santos del Padre no pudieron contemplar aquella escena. En medio del día, la tierra se cubrió de oscuridad. Durante tres largas y agonizantes horas, Jesús guardó silencio, pero cuando Su dolor alcanzó la cúspide más alta, sin poder contener más su tristeza, su voz pronunció el clamor más terrible que jamás fue, es y será pronunciado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mc.15:34). Fue el momento más horrible en el tiempo y en la eternidad.

En ese momento la justicia perfecta quedó satisfecha, cumpliendo así su propósito completo. El Señor Jesús, quien no merecía estar allí porque no tenía pecado, fue el Cordero sin mancha ni arruga. ¿Por qué entonces cayó todo este castigo sobre Él? La única respuesta que existe todavía está resonando a través de los pasillos del tiempo para la persona que quiera escuchar. Aún en este siglo, infectado por un humanismo secular y un materialismo condenador, no ha perdido nada de su asombro. ¿Qué hizo a este Hombre estar colgado en la cruz? ¿Por qué sufrió tanto? …“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn.3:16).

El Padre le puso allí por amor a nosotros, y el Hijo fue colgado allí como un sustituto por ti y por mí, ofreciéndose por medio del Espíritu eterno en amor. Era la obra del Dios trino. Es un amor que sobrepasa todo entendimiento, es intachable y sin mezcla en su pureza, sin límites en su alcance. No hay un amor igual sobre la tierra. Ninguna madre conoce tal amor al amar a su bebé; ningún hombre lo iguala en su afecto para su novia. Es un amor intenso y apasionado que no para hasta tomar a los enemigos en sus brazos. Dejemos que Pablo nos ayude a describir lo indescriptible: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor (un único e incomparable amor) para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros… Porque siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Ro.5:6-10). Éste es nuestro altar, adornado por el amor de Dios, que rompe el corazón...


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