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Lowell Brueckner

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Lo que palparon nuestras manos, capítulo cinco

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CAPÍTULO 5



LA HISTORIA DE LOS POLLNOW


Uncle Lester and Aunt Edna
El tío Lester y la tía Edna llevaban ocho años casados pero, aunque lo deseaban, no tenían hijos. Lester era el mayor de una familia de ocho hermanos, y tanto a él como a Edna les encantaban los niños. Edna tenía un problema físico y había buscado cualquier remedio que se pudiera encontrar en los años 30. Sufría hemorragias constantes, y el médico le había aconsejado que la única forma de pararlas sería extirpándole los ovarios.

Lester era hermano de mi madre, y al casarse, las dos parejas mantuvieron un estrecho contacto. Más que parientes, eran muy buenos amigos y hacían muchas cosas juntos. Fue una especie de shock, cuando una de las dos parejas experimentó una extraña experiencia religiosa, y como consecuencia, dejó de participar en algunas de las diversiones de las que habían disfrutado juntos en el pasado. Siempre se habían tratado como iguales, pero ahora, una de las dos parejas pensaba que era mejor que la otra, o al menos eso parecía.

Edna estaba bastante disgustada. Ella siempre había sido una persona religiosa que reunía todos los requisitos que su iglesia le enseñaba. Sus padres habían decidido llevarla a una escuela parroquial cuando era niña, y se graduó en ella después de ocho cursos. Tampoco era tan ignorante como para caer en la trampa de los horribles pecados que llevaban a la gente a la miseria. Aunque no podían tener hijos, estaba satisfecha con su matrimonio. Intentaba obedecer la regla de oro y amar al prójimo. Sin embargo, Alice, su cuñada, insistía en que era una pecadora y necesitaba ser rescatada de su pecado. Edna nunca se había visto sometida a tal enjuiciamiento. Nadie se había atrevido jamás a sugerirle que, después de todo, no se hallaba en el camino hacia el cielo. Eso era algo que no podía entender.

Erwin y Alice dejaron de asistir a la iglesia “normal” y empezaron a ir, no sólo los domingos por la mañana, sino varias veces por semana, a un lugar llamado el Tabernáculo de Wisconsin. Edna no tenía la menor intención de ceder a las insistentes peticiones de Alice para que la acompañara al menos a una reunión. Por otra parte, habían sido tan amigas durante tanto tiempo, que si ir con ella al Tabernáculo iba a ayudar a que su relación mejorara, entonces no sería más que hacer un pequeño sacrificio. Por lo cual, accedió a ir.

Cuando Edna entró en aquel edificio, tuvo que admitir que, si aquello era algún tipo de secta radical, ciertamente tenía muchos adeptos. Aquel gran auditorio estaba lleno de gente. Encontraron un asiento donde sentarse, pero rápida e intencionadamente, Edna cerró sus oídos. Cuando llegó la hora del sermón, sin embargo, no pudo ignorar totalmente al orador. Paul Rader no dio ningún discurso pulido, sino que hizo una apasionada petición a cada uno de los individuos allí presentes para que aceptaran el sacrificio que Cristo hizo por sus pecados, y establecieran una relación personal con Dios. Era un hombre de gran corazón, y vivió de tal manera el mensaje que, en un par de ocasiones, se vio sobrecogido por la emoción. Hacía pausas en las que sacaba su pañuelo y se enjugaba los ojos. Esto dio pie a un hombre que estaba sentado justo detrás de Edna a exclamar: “¡Alabado sea el Señor!” ¡Pensémoslo!, esto estaba ocurriendo en mitad de un servicio religioso. Edna estaba escandalizada. En su iglesia la gente sabía comportarse bien, e incluso durante la ceremonia, podía oírse el ruido de un alfiler cayendo al suelo. Juró que nunca volvería a ese lugar.

El tiempo pasó y mi madre, consciente de la reacción negativa que Edna había tenido tras su primera experiencia en una reunión, esperó pacientemente, orando para que el Señor acabara con su resistencia. Tres meses después, invitaron al reverendo L.H Ziemer, quien había profesado la misma fe que la tía Edna. Este había sido poderosamente convertido en un verdadero cristiano y ungido con el Espíritu Santo. Mamá se aferró a tal oportunidad y rogó una vez más a Edna que la acompañara. Debía escuchar a ese hombre quién, al fin y al cabo, había pertenecido a su misma religión. Mi tía le dijo que iría solamente esta vez, pero que no se molestara en volvérselo a pedir.

Una vez más se las ingenió para ignorar el mensaje. Después llegó el tiempo de cantar un himno de invitación que decía:
¿Está escrito mi nombre ahí, en la blanca y hermosa página,
En el libro de Tu Reino, está escrito mi nombre ahí?

Esa pregunta era nueva para Edna Pollnow. Ella se creía tan buena como cualquiera; una cristiana de nombre y educación, pero... ¿estaría su nombre escrito en el Libro de la Vida del Cordero? La pregunta la desconcertó, y la duda se apoderó de su alma. Ella se dirigió al frente, y mientras seguían cantando, puso su vida y destino eterno en las manos de Jesucristo. En el último coro se unió a una voz con los demás mientras cantaban:
Sí, mi nombre está escrito allí, en la blanca y hermosa página,
En el libro de Tu Reino, sí, mi nombre está escrito allí.

Poco tiempo después, Lester Pollnow también acudió al Tabernáculo y a la fe personal en Jesucristo. Él y Edna, junto con Erwin y Alice, se convirtieron en asiduos asistentes. Un domingo, al tomar la Santa Cena, Paul Rader animó a la gente a ser activos en su fe. Había escrito una canción que con el tiempo llegó a ser bien conocida:
No temáis pequeño rebaño. De la cruz al trono,
De la muerte a la vida, Él fue por los suyos;
Todo el poder en la tierra, todo el poder en el cielo,
Se le concedió para Su adorado rebaño.
Sólo creer, tan sólo creer,
Todo es posible
Sólo creer.

Rader dijo: “Mientras estamos conmemorando el cuerpo y la sangre de Jesucristo también estamos participando de una realidad viva. Jesús está vivo y aquí, como nos prometió. Si necesitáis cualquier cosa, hacédsela saber ahora y confiad en que Él satisfaga esa necesidad”.

El poderoso evangelio al que tía Edna se había acercado, era muy diferente a la religión que había practicado toda su vida. Escuchaba embelesada las palabras del pastor. Mientras él hablaba, una pequeña oración se formaba, no en sus labios, sino en las profundidades de su corazón: “Señor, si esto es verdad, ¡sáname!” Ni siquiera se había formado aquel pensamiento, cuando una especie de rayo eléctrico recorrió todo su ser. Dos meses después, descubrió que estaba embarazada.

Fue el primero de muchos acontecimientos insólitos que se sucedieron en la vida de Lester y Edna, con muchas pruebas y obstáculos que superar. “Fueron tiempos duros”, contaba la tía Edna, “Lester fue cartero sustituto durante ocho años y sólo cobraba cuando trabajaba. Todavía conservo un cheque de nueve centavos que recibió por dos minutos de trabajo”.
Fue por aquel entonces cuando Lester se vio involucrado en un accidente de tráfico que le dejó con la espalda escayolada durante cuatro meses y medio. Gastaron todos los ahorros, y  
eso les dejó en una situación de total dependencia de Dios. Era invierno y el termómetro había descendido hasta los -20º C. El suministro de carbón escaseaba, y la madera que habían cortado todavía estaba demasiado verde para ser quemada.

Edna le dijo a Lester que tendrían que hablar con el Señor sobre la calefacción de la casa. Oraron y lo dejaron en Sus manos. “Por la mañana”, contaba Edna, “llamó a la puerta un hombre preguntando si aquella era la casa de un hombre con la espalda escayolada. Dijo que tenía un cheque para nosotros de parte del Señor para dos toneladas de carbón. Nadie sabía que acabábamos de orar para pedir carbón, pero con aquel cheque íbamos a poder comprar carbón suficiente para todo el invierno. Además de eso, cada semana durante quince semanas, encontraba en el buzón un sobre anónimo con quince dólares”.

En otra ocasión, mientras Lester estaba trabajando debajo del coche, Edna estaba recogiendo moras bajo el árbol del patio delantero, cuando de repente escuchó un golpe seco acompañado de un fuerte gruñido. Al levantar la vista vio que el gato había resbalado y el coche había caído encima de su marido. “No fui andando hacia el coche, fui elevada hasta allí. Levanté el coche con una mano y con la otra saqué a mi marido de debajo de él”. Eso era toda una proeza para una señora que no medía más de 150 cm de altura.

Eran cristianos con un propósito. Su principal misión era compartir el evangelio con otros y llevarles a Cristo. Mi hermana mayor, Ruth, llegó a encontrar al Señor mediante un programa de radio. De inmediato quiso compartir las buenas noticias con sus compañeros de clase. Compartió este deseo con la tía Edna, y ella accedió a que los niños fueran una vez por semana a su casa para que ella les hablara. La primera semana asistieron nueve niños a la pequeña casa, pero a la siguiente eran veintisiete. Semana tras semana el número aumentaba hasta alcanzar la centena, pero a partir de ese momento, cayó en picado debido a la oposición del líder religioso de la comunidad. En la mayoría de los casos, la adversidad a la que se enfrenta el cristianismo vivo proviene del mundo religioso. Ya era así en los días de Jesús y continuó siéndolo en el tiempo de los apóstoles.

“Nos odiaba”, decía Edna, “y puso a la gente del barrio en contra nuestra. Yo sé lo que se siente cuando te escupen en la cara. Pero a pesar de ello, teníamos que aprender a quererles”. La señora Cristin, quién junto con su marido había influido en mis padres en la decisión de convertirse, era la encargada de ayudar a mi tía Edna con los niños. Fue como una madre para ella; la aconsejaba y oraban juntas. Dos veces por semana visitaban las casas de los niños que asistían a las clases bíblicas. La asistencia se niveló entre sesenta y setenta niños, continuando así durante siete años. Muchos de esos niños recibieron a Cristo.

Cuando Dios eligió a mis padres para trabajar entre los indios nativos, Lester y Edna estuvieron con ellos. Su relación, que se había enfriado cuando papá y mamá recibieron a Cristo, se restableció siendo aún más profunda, de tal manera que no se podía comparar con la que tenían antes. Eran algo más que dos parejas que se divertían juntas. Compartían una verdadera amistad que les llenaba de satisfacción, pues sus resultados fueron eternos. Mis tíos ayudaron a mis padres a establecer una iglesia en Quinney, Wisconsin, y a alcanzar toda el área alrededor del lago Winnebago.

Los Pollnow tenían pasión por conquistar almas. Mucho tiempo después de que Lester muriera, Edna, desde su silla de ruedas, mantuvo esa llama ardiente en su corazón. Siempre tenía folletos del evangelio a mano, listos para dárselos a cualquier trabajador o chico de reparto que pasara por su casa. En sus frecuentes visitas al hospital, debido a sus problemas de corazón, Edna siempre encontraba a alguna persona que necesitara ayuda espiritual y la conducía a Cristo.

Jesús les decía a sus seguidores: “Haré que seáis pescadores de hombres”. Cualquiera que se considerara Su seguidor debía, en efecto, convertirse en un pescador de hombres. El discípulo no podía ser entrenado para ello, ya que más que una carrera, era su estado de ser, algo relacionado con su propia naturaleza. El Señor también obra profundamente en el corazón y la personalidad de sus seguidores para convertirles. En el caso de Edna, esto ocurrió bastante pronto en su caminar cristiano. Estaba de pie junto al fregadero lavando los platos, cuando oyó una inconfundible voz en su interior diciéndola que compartiera el evangelio con una conocida suya que estaba en el hospital. “Muy bien”, se contestó a sí misma, “lo haré en cuanto termine de fregar los platos”. Pero cuando los platos estuvieron limpios, una visita inesperada llegó a la casa y tuvo que pasar la tarde con ellos. Se hizo tarde, y de nuevo contestó a la apremiante voz interior: “Lo haré a primera hora de la mañana”.

Esa noche tuvo un sueño casi real. Soñó con el infierno. Vio las llamas, oyó los alaridos y fue testigo de la agonía de los perdidos. Con horror, vio la cara torturada de la señora a la que tenía que haber ido a visitar. Cuando despertó a la mañana siguiente, se enteró de que aquella señora había muerto durante la noche.

“Nunca he podido olvidarlo”, contaba Edna. “Todavía está vivo en mi corazón, y por eso llevo conmigo una carga por las personas perdidas y un corazón para la obra misionera”.  
Así es como Edna Pollnow se convirtió en una pescadora de almas.

No estoy demasiado interesado en las teorías doctrinales sobre la sanidad divina. Tampoco me interesa el exhibicionismo y sensacionalismo de algunos evangelistas, quienes prometen mucho, pero dan poco. Sin embargo, sí sé que Dios dijo un día a su pueblo Israel: “Yo soy Jehová, tu sanador”.

Hoy en día hay un amplio sector de la gente de Dios que no espera en modo alguno que Dios haga milagros y cure problemas físicos directamente. Han dado por sentado que es algo perteneciente al pasado. Quisiera pedirte que medites sobre la historia que acabo de contar, si es que tienes un amor genuino por las almas de los hombres y deseas verles nacer en la familia de Dios. Por favor, no limites a Dios ni pongas en peligro el destino eterno de los hombres por el escepticismo y los razonamientos.


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