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Lowell Brueckner

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Lo que palparon nuestras manos, capíitulo ocho

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El éxito del ministerio cristiana no se demuestra por tener grandes iglesias con miles de miembros, ni por estadios repletos de oyentes. La única verdadera prueba que confirma que una persona ha sido llamada por el Señor; dirigida y apoderada por el Espíritu Santo, es que al final caminará por las calles de oro.

CAPÍTULO 8

LOS FRUTOS QUE PERMANECEN

“Señor, si no me das muchos frutos, dame frutos que permanezcan”. Hay oraciones que expresan nuestras más altas aspiraciones. Éstas, no son peticiones que hacemos una sola vez, sino que las llevamos en el corazón y las expresamos con frecuencia a lo largo de los años. Una de las peticiones perennes de Erwin Brueckner, citada arriba, tenía que ver con frutos duraderos.

Parecía evidente que ser pastor de grandes congregaciones no estaba incluido en los planes de Dios para su vida. En la capilla de Quinney el número de asistentes al servicio de los domingos por la mañana apenas pasaba de las cincuenta personas. Los domingos por la tarde, las reuniones que se celebraban en las pequeñas casas indias de Oneida (Wisconsin), eran significativamente mayores en número, con más de ochenta personas abarrotando una diminuta habitación. Al final de cada reunión alguien ofrecía su casa para el siguiente servicio. De esta forma, el evangelio se extendía por varios vecindarios de la zona. También debemos mencionar algunos estudios bíblicos que Erwin dirigía entre semana por las noches, en la ciudad de Fond du lac y en la aldea de Potter. A cada lugar asistían diferentes personas, pero el número total de gente influida por mi padre en la etapa más exitosa de su vida, no era nada impresionante. Lo más significativo e importante fueron las personas desafiadas a través de papá para involucrarse totalmente en la obra de Dios.
 

Mi hermana, Ruth, poco antes que se
trasladó al cielo, con su marido,
Marshall, que ya ha cumplido 90 años.

Marshall Averbeck, hijo del superintendente de la escuela dominical de Quinney, iba a clase al Instituto Bíblico de San Pablo (ahora llamado Instituto de la Corona, cerca de Minneápolis) y dedicó el resto de su vida a ser pastor. Se casó con Ruth, mi hermana mayor, y ahora se han retirado después de cuarenta años de ministerio. Craig Hendrickson, quien encontró al Señor y creció en una de las iglesias que dirigía mi cuñado, se marchó a Filipinas como misionero.

Hace varios años, Eddie Burg, que iba a clase con el grupo de adolescentes a la escuela dominical de Quinney, pasó una noche con su mujer por nuestra casa de Alemania. Ahora tienen tres hijos. Dos de ellos son pastores, y el otro hijo y su familia vinieron viajando con ellos.
En Francia se prepararon para ser misioneros y ahora sirven a Dios en África. El hijo de un carnicero de la congregación, Ken Huber, se hizo misionero en Sudamérica.


El verano pasado estuve de visita en Ft. Totten, Dakota del Norte, donde nací, en el seno de una reserva de indios sioux cuando mi padre era el pastor de una pequeña iglesia de nativos americanos. Ya no estaba la casa en la que mi madre me dio a luz, pero se había construido una iglesia a poca distancia de allí. El pastor actual se acercó a saludar a mis compañeros de viaje y a mí. Empezamos a charlar, y en el transcurso de la conversación nos dijo que era de Oneida, Wisconsin. Nos habló de que las personas de aquel lugar que en su día habían asistido a las reuniones de papá, habían sido, principalmente, el instrumento que Dios había usado para que él encontrara a Cristo. Recuerdo a otro indio de Oneida que entró en el ministerio, y a un joven de Ft. Totten que después de haberse convertido a través de mi padre, se hizo pastor. La lista sigue y sigue...

Con frecuencia otras iglesias invitaban a Erwin a celebrar campañas evangelísticas. Fueron particularmente importantes las que se celebraron en Naytahwaush, Minnesota, donde Dios actuó con poder de convicción. Años atrás, un hombre llamado Clyde, estaba arando un campo, cuando su tractor volcó. Cayó al suelo, y la inmensa rueda trasera estuvo a punto de aplastarle. Clamó a Dios y la rueda se detuvo, quedando en vilo justo por encima de su cuerpo; lo que permitió que pudiera arrastrarse y salir de ahí. Prometió al Señor que le daría su alma y su corazón, pero olvidó esta promesa muy pronto. Cuando mi padre iba a predicar, él acudía a la iglesia con toda su familia para escucharle. Después de una reunión, papá le estrechó la mano y le dijo amablemente: “Clyde, ¿qué tal va tu alma?” Clyde simplemente bajó la cabeza y se alejó.

Esa noche no pudo dormir. Salió de la cama y se paseó preocupado por la habitación. La pregunta no dejaba de darle vueltas en la cabeza: “¿Qué tal va tu alma?”, “¿qué tal va tu alma?” A primera hora de la mañana salió de su casa hacia la casa donde dormía mi padre, y se detuvo frente a ella paseándose de un lado a otro. Conocía bien a los propietarios, pero a esa hora no se atrevía a despertarles. También conocía la distribución de la casa y el lugar donde papá estaría durmiendo, que era la habitación de invitados. Fue a la ventana y se puso a dar golpecitos hasta obtener respuesta. A las cuatro y media de la madrugada, mi padre le hizo pasar; oraron juntos y Clyde abrió su vida a Jesús. Esta vez mantuvo su promesa, y él y su talentosa familia se dedicaron a servirle. Lo último que sé de él es que llevó la palabra del Señor hasta los indios de las remotas regiones de Canadá.

Un día, durante el tiempo que pasó en Naytahwaush, papá encontró trabajo en un garaje que no tenía calefacción. Era pleno invierno y la temperatura era de -40º C. Entonces, un nativo americano de aspecto duro y severo que había asistido a algunas reuniones y a quien el Espíritu Santo había tocado su corazón, entró en el garaje. Papá y él se arrodillaron en el suelo a orar. A pesar de estar inmersos en un clima extremadamente frío, el corazón de Andy Bush ardía, y su vida fue transformada. Desde entonces, llevaba guardado en el bolsillo de su camisa el pequeño Nuevo Testamento que mi padre le había regalado, y lo usaba para testimonio personal. Con el tiempo perdió el color y se desgastó por el uso. Andy llegó a ser anciano en la iglesia local; fue un predicador laico y un ferviente evangelista entre su tribu chippewa, en los Estados Unidos y Canadá.

Erwin Brueckner fue el primero de su familia en encontrar a Cristo, pero rápidamente condujo a muchos de sus parientes hasta el Señor, incluidos mis tíos, Gilbert y Agnes. Ellos educaron a sus dos hijos en su hogar cristiano, y éstos, a su vez, hicieron lo mismo con sus respectivas familias. Una de las nietas de Gilbert y Agnes que asistía a una escuela bíblica, se enamoró de un compañero de clase y se casó con él. Ambos alquilaron el auditorio de un instituto en un barrio de la parte sur de Milwaukee, en el que abrieron una iglesia. Con el tiempo pudieron adquirir en propiedad un edificio para la iglesia, que actualmente sobrepasa el millar de personas.

La pequeña capilla de Quinney continuó siendo una especie de faro espiritual, después de que mi padre la dejara para convertirse en el director de la Escuela Bíblica Mokahum, cerca del Lago Cass, en Minnesota. La congregación y el nuevo pastor tuvieron la visión de dirigirse hacia Chilton, Wisconsin, un pueblo más grande que Quinney, donde no había iglesia evangélica. Compraron un edificio y empezaron a alcanzar a toda la comunidad con el evangelio. En los últimos treinta y cinco años o más, la iglesia ha crecido enormemente bajo el ministerio de Jim Jensen, y mucha gente ha podido llegar a conocer a Cristo. Hoy en día, la congregación cuenta con unas trescientas o cuatrocientas personas.


Mi papá, ayudado por un nativo americano, Mr.John, bautiza
 a mi hermana, Jean, que fue al cielo a las 18 años de edad.
“Dame frutos que permanezcan”, oraba mi padre. Algunos de esos frutos ya han pasado a su destino eterno en el cielo. Han pasado más de sesenta años desde que decidió, movido por la fe, servir a su Amo, y el fruto de toda una vida, no sólo continúa, sino que aumenta en número y se extiende a más y más países. Dios contestó la oración de mi padre concediéndole frutos que perduraran, pero además, le añadió la bendición de darle muchos. Miles de personas, y no es una exageración decir miles de miles, han encontrado su camino hacia el Reino de Dios. Él puede usar una persona para, finalmente, alcanzar a muchos; no por un ministerio espectacular, con miles de asistentes, sino de forma indirecta, sin que la persona misma se de cuenta de lo que está pasando; una obra que no depende de una persona y su presencia personal.
 
La historia empezó con humildad y sin pretensiones. Un hombre convertido repentinamente llegó hasta familiares y amigos con entusiasmo. Después, se dedicó a su vecindario. Antes de que pasara mucho más tiempo, se convirtió en pastor de nativos americanos, quizá no de un gran número de ellos, pero sí con una gran calidad. Ahora se han formado muchas ramas creadas por diferentes personas. Todo se hizo de acuerdo con la eterna voluntad de Dios bajo la dirección y el poder del Espíritu Santo. Por lo tanto, Su obra permanece, vive y prospera, aunque Erwin Brueckner se haya trasladado a la gloria.



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