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Lowell Brueckner

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Lo que palparon nuestros manos, capítulo siete

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Ayer por la tarde estuvimos escuchando a Joni hablar desde su silla de ruedas de más que cuarenta años de sufimiento. Desde que hizo esa drástica decisión de clavarse en el agua y el accidente ocurrió que la tiene prisionera a esa silla, ha sufrido. Primeramente fue una fuerte depresión y hasta la fecha sufre dolores constantamente. Anoche cantó una canción que la dejó corta de respiración. Los que dicen que el cristiano no sufre, no conocen bien su Biblia, ni tampoco lo que es la vida cristiana. En este capítulo presentamos lo que yo observaba en nuestra familia desde mi niñez.


CAPÍTULO 7

TRANSFORMADO A SU SEMEJANZA

 
Nuestra casa en el Bosque Nacional Chippewa, donde murió
Jean en 1957. (La foto fue tomada hace pocos años con la
casa ya abandonada.)

Para crear personas que tienen poder con Dios se necesita toda una vida. En nuestros días, se crean muy  pocas. El cristianismo moderno, al menos en el mundo occidental, no lo permite. Hacen falta muchas molestias, inconveniencias, sufrimientos, y sobre todo, mucha fe y una intensa sensibilidad a la obra del Espíritu Santo para producir ese “algo” indescriptible. Esto no se puede aprender en ningún seminario ni enseñar en ninguna iglesia.

No existe en la tierra una belleza como la creada por el Espíritu Santo al adentrarse en lo más profundo de la personalidad humana. Ya he hablado en otros capítulos de un ministerio visible; la alegría de ver a Dios obrar por medio de personas tocando las vidas de otras. Aún así, esto no sería suficiente para expresar todo lo que quiero contar. ¿Cómo pudiera uno explicar las actividades misteriosas e invisibles en lo interior, que aunque rompen el corazón, producen un brillo en el rostro y un atractivo en el alma?

Mis padres no eran perfectos. Recuerdo haber sonreído al escuchar las pequeñas discusiones mientras jugaban en su habitación a un juego de mesa llamado Dados Chinos; casi siempre jugaban antes de irse a la cama. Mucho tiempo después de que sus madres murieran, todavía se peleaban por cuál de las dos cocinaba mejor. También recuerdo la tensión que se producía en el coche cuando alguno de los dos se equivocaba de camino. Eran humanos, y por ello, la huella que Dios había grabado en ellos, resultaba aún más evidente. Esto nos hacía quererles más.

Cada uno de mis cinco hermanos (la sexta murió a los dieciocho años) les honraban y sus nietos les recordaban con cariño. Agradecemos la herencia que nos han dejado. La gente todavía se acuerda del brillo de la sonrisa de papá y de la fuerza con que daba la mano. Mamá había adoptado como hijas a todas las jóvenes de los alrededores y les daba remedios caseros para las enfermedades de sus hijos. Los niños, a su vez, siempre estaban en casa de la “abuela” Brueckner para pedir galletas y otras limosnas. Los jóvenes cristianos se reunían alrededor de papá y mamá como abejas alrededor de un panal.

La capilla de Quinney no necesitaba muchas actividades juveniles. No había reuniones aparte para los niños en la iglesia, ni siquiera había una guardería. Lo que sí había, era tolerancia para los bebés que lloraban, y si persistían, se les podía llevar fuera unos minutos. Los escalones de entrada de la capilla eran con frecuencia el lugar en el que un padre golpeaba en el trasero a su hijo y a ningún vecino se le ocurría denunciarle a la policía por malos tratos. Papá y mamá participaban en los juegos y fiestas de los jóvenes. Lo mismo hacían los otros adultos de la iglesia.

La santidad de los viejos tiempos no se ganaba con facilidad. Papá trabajaba con las manos y sus hijos le ayudaban. Construía habitaciones adicionales y remodelaba casas e iglesias, cavaba pozos de agua y era un buen carpintero. Siempre cultivó un gran huerto del que procedía gran parte de nuestra comida.

También había malos tiempos, por los que muchos evangélicos hoy en día culpan al demonio. Hubo enfermedades y muerte. Una mañana, mientras oraba, papá volvió a dedicarle al Señor todo cuanto tenía; su familia y él mismo. El viejo automóvil no era gran cosa, como tampoco lo era ninguna de sus posesiones terrenales, pero se las ofrecía al Señor con gusto. Entonces, sin previo aviso, la habitación se llenó de oscuridad. Con los ojos de su espíritu vio a su mujer y a cada uno de sus hijos en ataúdes. Estaba a punto de gritar: “¡No, Dios mío!”, cuando el Señor se dirigió a él. “Tú me los has entregado, ¿no puedo hacer con ellos lo que me plazca?” No fue fácil cumplir la promesa, era como si le arrancaran el corazón; pero al final se llevó a cabo el trato con el Todopoderoso y su familia dejó de pertenecerle. Además también le ofreció a los nietos que aún no habían nacido. Dios habló otra vez: “Yo los quiero más que tú”. Entonces el amor y la paz de Dios llenaron su corazón, pues sabía que el Padre del cielo no le haría ningún daño a él ni a su familia.

Antes me he referido a la muerte de mi hermana. Siendo todavía una adolescente, Jean sufría leucemia aguda. Nunca podré olvidar la tarde en que mi hermana mayor, Ruth, me llamó para decirme que Jean estaba en el hospital sin muchas esperanzas de vida. Era el verano de 1956. Fue un tremendo golpe para la familia. Ese año asistí a tres escuelas públicas diferentes. Mis padres estuvieron siempre al lado de Jean y pasaron por todo su sufrimiento. Salían corriendo a buscar a la enfermera cuando sufría un ataque de dolor; Jean lo describía como si le clavaran una aguja en un ojo y la retorcieran. Tanto mis padres como mis hermanos y hermanas mayores, donaron sangre porque necesitaba continuas transfusiones. La gente de todo el país oraba y Jean llegó a vivir once meses más.

Dios permitió que Jean sobreviviera en un inusual período espiritual. Papá era el director de una escuela bíblica en la parte norte de Minnesota. El año anterior, los alumnos se habían impregnado de un espíritu de intercesión. A primera hora de la mañana Papá los encontraba de rodillas orando juntos, después de haber pasado así toda la noche. Los picnics y fiestas se convertían en reuniones de oración, ya que los estudiantes desaparecían en el bosque para hablar con Dios.

Era un domingo de comunión en la iglesia local cuando sucedió lo siguiente. Mientras se repartía el pan y la bebida entre la congregación, una estudiante casada de Canadá se acercó llorando al frente y se arrodilló. En seguida, se levantó y se encaró con la congregación. Pidió a las mujeres que la perdonaran, ya que había sentido odio en su corazón hacia algunas de ellas. Entonces nuestro vecino, que estaba sentado casi al final, se dirigió hacia el otro lado de la iglesia, al lugar donde estaba sentada su hermana. Asistían a la misma iglesia; su marido había sido el pastor anterior, pero no había hablado con su hermano desde hacía dos años. Él le pidió que la perdonara. No hubo sermón aquel domingo. Los corazones se ablandaron y dejaron que el Espíritu Santo obrara.

El verano siguiente, mientras Jean estaba en el hospital, Dios empezó a actuar en aquella zona. Muchos paganos encontraron a Cristo. La gente religiosa se dio cuenta de su vacío espiritual y se volvió a Dios. Él derramó poderosamente de su Espíritu, especialmente sobre los pastores de varias denominaciones de la región; sus ministerios adquirieron un nuevo dinamismo. Algunos, incluso, con el tiempo, dejaron sus iglesias y se fueron de misioneros a otros países. Sí, milagros acontecían, sin embargo, esa no fue la señal más destacada de este movimiento de Dios; fue Su obra invisible, que intrigaba, lo que cortaba la respiración.  
Fue el hecho de sentir la presencia de Dios entre Su pueblo. Fue el amor que sentían los unos por los otros.

En cuestión de prioridades, todo había cambiado. El invierno anterior, lo que les preocupaba a todos y a lo que dedicaban su tiempo libre, era al calendario del equipo de baloncesto de la escuela. El baloncesto era el entretenimiento preferido de todo el pueblo, y algunos de los chicos cristianos jugaban en el equipo. En cambio ahora, los creyentes sentían que no había tiempo suficiente para estar juntos; tiempo para alabar a Dios y reunirse a orar, no sólo en las reuniones, sino en las casas.

Yo me había criado en una iglesia y, siendo hijo de un pastor, asistía a reuniones casi cada día o cada noche de la semana durante toda mi vida. No me gustaban las reuniones. Me resultaba muy difícil permanecer sentado en la reunión del domingo por la mañana y, en consecuencia, mi padre decidió que me quedara sentado todo el domingo por la tarde en una silla sin poderme levantar para nada. Sin embargo, durante aquellos días tan maravillosos, sí tenía ganas de ir a las reuniones, e incluso, no quería que terminaran. Eran un deleite para los jóvenes y para los no tan jóvenes. Los jóvenes que vivían ese tiempo especial, jamás volvían la espalda a Dios.

Una noche, un dirigente preguntó a un dentista metodista, hombre muy respetado, si le gustaría que se orase de forma especial por él. Estaba ciego de un ojo. Mientras se levantaba de su asiento y antes de que nadie hubiera tenido la oportunidad de orar, pudo abrir el ojo ciego. No hace falta decir que se emocionó muchísimo. “¡Puedo ver!”, gritaba mientras se ponía la mano sobre el ojo sano. “¡Os digo que puedo ver, veo!”

No obstante, Dios no estaba sólo en las reuniones. Siempre que tenían ocasión, los cristianos se reunían en casa de uno u otro. La presencia del Señor llenaba la atmósfera. Mientras se encontraban sentados alrededor de una mesa tomando café, el Señor estaba allí y les hacía sentir su presencia. Un día, una señora se sintió repentinamente indispuesta y corrió al cuarto de baño a vomitar. Hacía poco tiempo que le habían diagnosticado un cáncer de estómago. Su siguiente visita al médico reveló que el cáncer había desaparecido.

Lo que ocurrió de forma concentrada en esos meses, fue común durante toda la vida de mi padre. Para él, Dios no tenía límites. Solía interrumpir las conversaciones con un: “¡Vamos a orar por ello ahora mismo!”, y los milagros solían ocurrir. Aún así, todavía había lugar en su teología para soportar el dolor. Esto, en mi opinión, le proporcionaba atractivo a su carácter. A los cincuenta años, sufrió un ataque al corazón. Durante semanas tuvo que guardar cama y tardó meses en recuperarse. Durante la mayor parte del resto de su vida, varias veces por semana, de forma regular, se agarraba el pecho y salía disparado hacia la cama, mientras mamá corría a por la nitroglicerina. Gruñía de dolor, se le ponía la cara de color gris y se le congelaban los pies hasta que la píldora surtía efecto.

Cuando Jean murió, vivíamos en el Bosque Nacional de Chippewa, bastante lejos de la carretera, a ocho kilómetros del pueblo más cercano y a medio kilómetro del vecino más próximo. Mi padre buscaba la intimidad y se retiraba al bosque. Aún así, dentro de casa, mamá y yo fuimos testigos de su angustia; lloraba y repetía: “¡Ay, Jean, Jean!”. En este mundo no podremos escapar de las tribulaciones y problemas.

Sin embargo, el Gran Sumo Sacerdote, compadecido de nuestras debilidades, tenía muchas formas de compensarnos. Yo estaba enfermo de paperas, y mamá, papá y nuestra vecina, una cristiana de todo corazón, estaban acompañando a Jean mientras abandonaba este mundo. Estaba lista para marcharse y, de hecho, ya nos había hecho saber que lo deseaba. Estaba tranquilamente en la cama con los ojos cerrados, ya en el coma final. De repente, abrió los ojos y recorrió el techo de la habitación de lado a lado. Con una sonrisa en la cara cerró los ojos por última vez, y en ese instante, mis padres y la vecina escucharon música.

Mamá, como era costumbre en ella, dijo lo primero que le vino a la cabeza. “¿Te has dejado la radio del coche encendida?”, le preguntó a la vecina. “No”, respondió, “hace tiempo que no funciona. ¿Tú también has oído la música?”. Mamá entró en mi habitación preguntando: “¿Tenías la radio encendida?”, pero yo no la había encendido. No había una explicación natural para lo que había ocurrido en nuestra casa en medio del bosque. Tuvimos que concluir que ángeles, que vinieron a coger el alma de Jean, la habían traído. Jean fue llevada para estar con su Señor.


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