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Lowell Brueckner

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Lo que palparon nuestras manos, capítulo seis

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He sido desafiado varias veces en estos días sobre la vida de una fe enteramente puesta en el Señor. Mis hermanos y yo jamás cambiaríamos la heredad spiritual que tenemos en Dios por cualquier número de teorías o argumentos que la contradicen. Si tengo remordimiento, sería por no haber sido más fiel a Él que nunca nos ha fallado.  Como dice un himno en inglés…
“Estoy feliz por haber aprendido confiar en Ti
Preciosa Jesús, Salvador, Amigo;
Y yo sé que estás conmigo
Estarás conmigo hasta el fin.
Jesús, Jesús, ¡Como en Ti confío,
Como has confirmado Tu fidelidad vez tras vez!
Jesús, Jesús, precioso Jesús
Ah, que tuviera la gracia para confiar más en Ti.”


CAPÍTULO 6


DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA



La familia Erwin Brueckner con el yerno, Marshall Averbeck
Cuando los nativos americanos abrieron las puertas a mi padre, Erwin Brueckner, entonces él, su mujer y sus tres hijos se mudaron a 130 kilómetros al norte de Milwaukee, cerca de las costas del lago Winnebago. Los años 30 no eran tiempos nada fáciles y el dinero escaseaba. Los cristianos de Milwaukee se conmovían al oír la historia de cómo Dios guió a Erwin y a sus compañeros hasta el pequeño pueblo de Quinney. Se alegraban de que los indios hubieran abierto sus corazones al Señor y se sorprendían de que se les hubiera proporcionado de inmediato un edificio en el que celebrar sus reuniones. Prometieron ayudar en todo lo posible a Erwin, quien había dejado su hogar y parientes para emprender esta gran proeza de fe.

¡Dios era tan real! Erwin y su mujer, Alice, eran nuevos cristianos; habían conocido a Dios apenas hacía un año, pero en ese poco tiempo le habían visto hacer maravillas. Supongo que eran un poco ingenuos. En aquellos días no querían tener medicina en la casa. Cuando un niño se ponía enfermo acudían al Gran Medico Divino. Cuando mi hermana enfermó de neumonía, mi abuela, a pesar de ser creyente, se enfadó muchísimo. Erwin y Alice no le iban a permitir curar a la niña con un remedio casero. Una noche se puso terriblemente enferma, y la abuela gritó con exasperación: “¡Vais a matar a la niña!” Erwin siguió orando durante toda la noche; la fiebre bajó y a la mañana siguiente mi hermana estaba bien.

De pequeño, mi hermano Ken tenía frecuentes dolores de oído. A veces lloraba hasta quedarse dormido. Una noche papá decidió que ya era suficiente. Se arrodilló a los pies de su cama y le suplicó al Señor Jesús que le curara. Ken dejó de llorar y se durmió plácidamente. Hace unos años, estaba hablando con él de aquella experiencia y me confesó: “¿Sabes una cosa?, ya no he vuelto a tener dolor de oídos desde esa noche”. Ahora tiene más de ochenta años.

Si su Amo les llamaba, mis padres obedecían y Él proveía. Era así de simple. No había ninguna cuenta de ahorros de la que sacar dinero, ni salario de alguna organización misionera. Nunca habían oído hablar de la posibilidad de ir de iglesia en iglesia pidiendo ayuda. Era cuestión de simple y pura obediencia; “Se levantó y fue” (Hechos 8:27).

Alquilaron una casa por tres dólares al mes y se matricularon en la escuela del Espíritu Santo. Él nunca está totalmente satisfecho hasta que se asegura de tener todo el corazón de sus seguidores. Así empezó a guiarles de una manera práctica hacia este fin. Había una roca en el bosque en la que Erwin se sentaba a meditar y junto a la cual se arrodillaba a menudo a orar. El gozo de Su presencia era una realidad frecuente, y el Señor le hablaba con toda claridad.

Era muy positivo que sus compañeros creyentes quisieran ayudarle, pero ¿iba a tener Erwin una confianza secreta en sus amigos y parientes cristianos, que sólo debería tener en Dios? El Espíritu Santo estaba a punto de ponerle a prueba. La difícil situación financiera puso fin a las buenas intenciones de estos compañeros. También era frecuente ver regresar vacío el platillo de las ofrendas que se pasaba entre los nuevos indios conversos. No se podía culpar a nadie por la escasez; el amante Padre celestial obra para que Sus hijos se acerquen más a Su corazón.

La familia Brueckner oraba cada mañana. Una mañana el padre les anunció: “No hay comida en casa; no hay nada para desayunar. Mientras oramos esta mañana, le pediremos a Dios que nos provea de nuestro pan de cada día” (A papá no le gustaba ni pedir a los demás, ni contarles sus problemas). Se arrodillaron y, con una simple oración, se acercaron al almacén del cielo. Aún no se habían levantado, cuando se oyó un golpe en la puerta. Abrieron, pero allí no había nadie. Sin embargo, en el escalón de entrada había un jarro de leche, y sobre el jarro, un billete de un dólar. Recordemos que en el año 36 se podían comprar cinco galones de gasolina con un dólar, por lo que, fácilmente iban a poder comprar el pan de aquel día. Después de todo, eso era lo que Él les había prometido y todo cuanto necesitaban.

No fue la única mañana en la que no tuvieron nada para comer. Una vez más, amanecieron con la despensa vacía, y de nuevo la familia Brueckner acudió a su Padre celestial para pedir ayuda. Esta vez nadie llamó a la puerta cuando se pusieron en pie, y ellos empezaron a realizar sus tareas diarias. Alguien, desde la casa, se asomó a la ventana y vio, a unos cien metros de la casa, un visón. Nunca nadie había visto uno por la zona, y nunca más se volvió a ver. La puerta principal se abrió silenciosamente y por ella se asomó la boca de una escopeta. Sonó un tiro y el visón cayó. Erwin lo despellejó y vendió el pelo por ocho dólares, con los que pudo comprar bastantes alimentos e incluso pagar el alquiler. Estas fueron sus palabras: “Nunca pasamos hambre, excepto en los días de ayuno voluntario”.

Por supuesto, Dios no se limita a las necesidades básicas cuando da. Un día de invierno, papá y mamá salieron a gastar el poco dinero que tenían en comestibles; cosas de primera necesidad. Cuando iban de regreso a casa mamá dijo con tristeza: “¡Sería estupendo poder comer carne un día!”
Lo único que respondió papá fue: “¿Por qué no se lo pides a Dios?”

Ella lo hizo. Al regresar, papá se dio cuenta de que había algo inusual en la forma en que la nieve se había amontonado en la puerta de casa. Sintió curiosidad y empezó a cavar en la nieve. Descubrió dos conejos despellejados y destripados, listos para asar.


Myrta y Alvin Sawings con Mama,
y la pequeña Phyllis, 1936
Hace sólo unas semanas, un primo mío que vive cerca de Milwaukee, me remitió una carta. Era de Myrta Sawings Tomasino. En el año 1936 mis padres vivían cerca de la familia Sawings. Yo apenas puedo recordarles, pues nací después de que mis padres se mudaran a otra casa. Esta carta añade luz al testimonio que daban papá y mamá en muchas ocasiones. La carta decía así: “Alvin y yo estábamos cazando conejos en el bosque que había al lado de su casa. Ese día cazamos cuatro. Limpiamos dos de ellos en ese mismo momento y los llevamos a casa de Erwin, pero no había nadie. Alvin amontonó nieve frente a su puerta y puso los conejos limpios en mitad de la nieve. Alice nos dijo más tarde que no tenían carne para cenar y que por ello había estado orando en el camino de vuelta a casa. Sin embargo, el Señor ya había provisto antes de que ella lo pidiera”.

La escuela del Espíritu continuó durante aquel duro invierno del 36. Mi hermana Phyllis nació en enero de ese mismo año. A causa del frío, las provisiones de madera para calentar la casa se agotaron mucho más rápido que en un año normal. A ello cabía añadir la reciente mudanza desde Milwaukee y el nuevo trabajo que no les había permitido prepararse adecuadamente. Papá tenía troncos de tres metros de largo cortados en el bosque, pero estaban a una larga distancia de la casa, y la nieve era muy profunda. Se hacía muy difícil poder llegar hasta ellos. La capa de hielo no era lo suficientemente gruesa como para soportar su peso, y esto le hacía hundirse hasta las rodillas. Cuando consiguió llegar hasta los troncos, se puso uno al hombro y lo llevó arrastrando. Era un trabajo extenuante y a mitad de camino, no pudo continuar. Dejó el tronco en el suelo y se sentó sobre él. Este tronco calentaría la casa por poco tiempo, pero ni siquiera tenía fuerzas para llevarlo hasta allí. Desesperado, empezó a llorar y, de nuevo, llamó al Padre que está en el cielo: “¡Dios mío!, sabes que hay un bebé en camino. Necesitamos mucha madera para calentar la casa y no tengo fuerzas para cumplir con esta tarea. ¡Ayúdame, Señor!” De repente, notó una extraña fuerza que le subía por los pies y su cansancio desapareció. Se levantó de nuevo, cogió el tronco y empezó a andar hacia su casa. Después volvió una y otra vez a por más madera. Había aprendido una lección, no una teoría doctrinal, sino un hecho práctico: El Señor era su fuerza.

Mucha gente ha perdido la vida en ventiscas. En el medio oeste de los Estados Unidos, por ejemplo, es habitual que los granjeros coloquen un cable entre su casa y el granero, ya que en ocasiones, el granjero, al ir a dar pienso a los animales, se ha perdido en la corta distancia entre los dos edificios, muriendo de frío.

Un día, Erwin necesitaba ir a casa de su vecino más próximo a hacer un recado, a una distancia de aproximadamente medio kilómetro. Mientras andaba, la nieve caía y el viento empezaba a soplar cada vez más fuerte. Cuando regresaba a su casa, el viento bramaba y la nieve le soplaba con furia en la cara. Se le empezaban a congelar las pestañas. No podía ver nada y se dio cuenta de que se encontraba en un serio aprieto. Aparentemente, andaba tropezando sin rumbo pidiendo ayuda a Dios. Entonces chocó con un objeto sólido. Era el buzón de su casa que fue colocado a un lado de la carretera justo frente la casa. ¡Dios le había conducido sano y salvo! Acababa de aprender otra lección práctica: El Señor era su guía.

Antes de que yo naciera, mi madre había desarrollado una serie de problemas físicos. Por desgracia, nunca les pregunté a mis padres de que se trataba. Sólo me dijeron que el médico le había recomendado operarse inmediatamente, con el riesgo de que la operación pudiera ser mortal para el feto. Mi madre decidió no operarse. Pondría su vida y la de su bebé en manos de Dios. Para empeorar aún más las cosas, mi llegada ocurrió mientras mi padre estaba asistiendo al funeral de su madre, a cientos de kilómetros de distancia. Al regresar del viaje, un vecino fue a recogerle a la estación de ferrocarril y le llevó a la casa, pero guardó el secreto, y hasta que papá no entró en casa no supo que su séptimo y último hijo acababa de nacer.

Ahora la operación era urgente, pero no disponían del dinero suficiente para afrontar el gasto. El médico era muy generoso y se ofreció a hacerlo de forma gratuita, pero aún necesitaban una increíble cantidad de dinero para pagar los gastos hospitalarios. Al mismo tiempo papá estaba intentando instalar un nuevo sistema de calefacción en la iglesia. Nunca antes había intentado una cosa así. Un día, un hombre del pueblo que pasaba por allí se lo encontró en mitad de tan ardua tarea. “Digamos”, le dijo, “que necesito instalar un sistema de calefacción en mi casa. ¿Lo haría usted por mí?”
“Bueno, no soy un experto”, admitió papá, “es la primera vez que lo hago”.
“Estoy seguro de que hará un buen trabajo”, respondió el hombre, “si está dispuesto, lo contrataré”.

Papá aceptó y en seguida empezó el trabajo. La instalación era algo complicada; surgieron imprevistos con los que no se había encontrado en la instalación de la iglesia. Los problemas aumentaron. Por la noche, se quedó despierto en la cama y le expuso sus preocupaciones al Señor. De pronto su mente se iluminó y se le ocurrió un patrón de cómo hacerlo. Por la mañana, dibujó los codos de las tuberías en un cartón y trasladó los patrones a hojas de metal. El dueño estaba muy satisfecho con el trabajo y otros vecinos también quisieron contratarle. Pronto tuvo que emplear a un ayudante para cumplir con todas las demandas. Para cuando operaron a mi madre, ya tenía dinero más que suficiente para pagar la cuenta del hospital. Una vez que cubrieron esta necesidad, cesaron las ofertas de trabajo para papá.

A través de los años Dios proveyó a mi familia de todo lo necesario: automóviles, casas, etc... Durante un tiempo, cuando vivíamos en una reserva de nativos americanos, el encargado de un parque nacional nos dio un bisonte para que tuviésemos carne aquel invierno. En otra ocasión un carnicero alemán de la congregación nos ofreció carne y salchichas gratis.

     Papá nunca tuvo un sueldo. Cuando murió, un funerario cristiano preparó su cuerpo para el funeral. El ataúd, aunque no era extravagante, era muy bonito; lo cubrieron con una bandera cristiana. El funerario llamó a mi familia aparte y nos dijo: “Vuestro padre era un hombre de Dios que dedicó su vida entera a servirle. Es un privilegio para mí regalarle mis servicios y todos los gastos del funeral”. Incluso después de su muerte, Dios no había abandonado a su siervo, cuyo testimonio de fe continuó siendo proclamado.


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