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Lowell Brueckner

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Una defensa inexpugnable

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""Dad a conocer sus obras... Hablad de todas sus maravillas" (Sal.105:1,2). No es una opción, es un mandamiento. Por eso Pedro y Juan dijeron: "No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído". El enemigo utiliza trucos sutiles para silenciar a aquellos que pueden testificar del poder sobrenatural de Dios. Es un intento de robar de Dios la gloria que le pertenece. Hemos colgado ya varios testimonios: De Herman, el indio navajo, de Oma Zabel, de nuestra hija, Raquel, y como no, de lo que yo conozco mejor, es decir, lo que yo mismo he visto y oído. Lo hago, principalmente, para que, no solamente el incrédulo vea, sino también los cristianos, que Jesús es el mismo hoy que ha sido siempre. Yo creo que todos los cristianos se gozan al oír a otros testificar de lo que Dios ha hecho en sus vidas. Dijo Pablo en cuanto del Cuerpo de Cristo: "Si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan"
(1 Co.12:26).

Una defensa inexpugnable


D
ios es mi refugio”, escribió David en los Salmos. El Salmo 119 dice: “Mi escondedero y mi escudo eres tú”. Salomón declaró: “Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado”. Ninguna de estas declara-ciones es mera poesía. Los escritores de la Biblia formaron estos versículos tras experiencias por las cuales sabían que el Señor era su protector, mientras se involu-craban en Sus asuntos.

Este artículo es para que sepamos que Dios todavía provee la misma defensa que estaba a disposición de los que nos precedieron en tiempos bíblicos. La protección es necesaria porque en Su obra hay muchos peligros. Cuando uno entra en un lugar de gran necesidad y presenta a Cristo como la única respuesta a esa necesidad, está metiéndose directamente dentro del corazón de Dios; y Él pondrá en acción todos los recursos del cielo para apoyar a aquella persona. Jesús prometió a Sus discípulos: “Os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará”.

Un área no evangelizada
Oímos que en la Costa Chica de Oaxaca, un misionero veterano, hizo un viaje exploratorio en su avioneta y regresó con un reportaje conmovedor. El estado de Oaxaca y el de Guerrero, al lado oeste, son los territorios más pobres y más conocidos por su criminalidad en todo Méjico. Un gran porcentaje de gente era analfabeta. En las montañas moraban los indios Mixtecos y Amusgos, y muchos no hablaban español. La gente ignoraba el evangelio de Jesucristo en toda la Costa Chica. ¡Ese era el lugar que yo buscaba!

El libro de Oswald Smith, Pasión por las almas, presenta argumentos irrefutables sobre las misiones mundiales, y hace poderosas preguntas que un cristiano sincero no puede dejar de lado, como por ejemplo: “¿Debería alguien oír el evangelio dos veces antes de que todo el mundo lo haya oído una vez?” Leí el libro cuando tenía 20 años, y desde ese momento decidí que, si iba a pronunciar el Nombre que está por encima de todos los demás nombres y ser heredero de la vida eterna, entonces iba a entregarme con todo mi ser: cuerpo, mente, corazón y alma. Quería dedicar mi vida para alcanzar a los no alcanzados.

El 6 de octubre de 1966, Margarita y yo llegamos a Cacahuatepec, Oaxaca. Era un pueblo de 3000 habitantes que no tenía electricidad ni teléfono, y peor aun, no tenía ley ni orden. Durante la temporada de lluvias, no podía distinguirse el único camino que llevaba al pueblo.

La vida en la Costa Chica
La vida no era muy agradable en la Costa Chica. Las paredes de las casas, en su mayoría, estaban hechas de adobe tostado al sol. Otras, incluso, eran más simples, hechas de palos y barro. El techo, es decir, el esqueleto del tejado, lo formaban algunas varas con tejas sueltas puestas encima. Cuando llovía siempre se formaba una bruma en el interior de la casa. Desde la cama veíamos correr las ratas por la madera de debajo de la teja. Dudo que, por los veinte dólares mensuales que pagábamos, el alquiler fuera una ganga.

El mobiliario de nuestra sala estaba compuesto por tres sillas plegables de nylon y una cama que servía de sofá. Nos sentíamos muy orgullosos de poder poseer un tocadiscos a pilas, que colocábamos en una bandeja. En la cocina teníamos una mesa plegable, cuatro sillas, un horno de gas y un cajón de hielo, que hacía de nevera. Cada noche encendíamos nuestras linternas Coleman. Algunos de los residentes de la aldea pensaban que éramos tremendamente extravagantes.

Los problemas físicos y sociales parecían insuperables. Con poca ayuda médica y aún menos dinero para pagar la que había, los niños morían por una simple disentería o unas paperas. Se aceptaba el alcoholismo como un hecho normal. La mayoría de los adultos morían a causa de las heridas provocadas por un machete  o una escopeta. Difícilmente pasaba una semana sin que hubiera un asesinato en Cacahuatepec.

Amenazas y intentos verídicos
Los habitantes del pueblo nos miraban con recelo, lo cual no me sorprende en absoluto. ¿Por qué razón una pareja de americanos iba a querer vivir en un lugar tan incómodo y peligroso situado en un rincón escondido del mundo? Los jóvenes, con pocos estudios escolares, pensaban que éramos agentes de la CIA, y el cura estaba convencido de que pretendíamos dividir al pueblo religiosamente. Él poseía una instalación de luz y utilizaba los altavoces de la iglesia para aconsejar a todo el pueblo que nos discriminaran a toda costa. Un día, cuando yo no estaba, nuestro casero dijo a mi mujer que yo no debía salir de casa por la noche. Había oído decir que un amigo del cura quería matarme.

Al anochecer, vimos a través de la rendija de la puerta principal, a un hombre que se paseaba de arriba abajo por la calle. Una noche, disparó a los que había congregado en una reunión, y una de las balas paró en el hombro de un niño. Entonces, el hombre, tuvo que abandonar el pueblo.

Cada miércoles subía por el sendero de una escarpada montaña para dirigirme a la aldea de Ocotlán, donde realizaba un estudio bíblico. Aunque la población no pasaba en número a la de Cacahuatepec, los asesinatos eran más frecuentes en esa aldea. El hermano de uno de los hombres que asistía a los estudios era un asesino. Me lo dijo nuestro vecino, una vez que ambos visitaron mi casa. “Este es un hombre que necesitas convertir”, dijo, “ha matado a varias personas”. Pero a aquel hombre, no le interesaba el evangelio. Una noche, después de salir de Ocotlán, prometió a su hermano, que la próxima vez que les visitara sacarían mi cadáver del pueblo. Sin sospechar del peligro que corría, subí la montaña como cada miércoles. Cuando llegué fui informado, no sólo de su amenaza, sino también de que habían encontrado su cuerpo cosido a balazos justo a la salida del pueblo.

Las casas de los pueblos mejicanos no tienen patios delanteros ni aceras, pero están justo al lado de calles de tierra o piedras. Era una noche de domingo de Pascua, en la que trás un viaje de hora y media a caballo, llegué a una casa en Huajintepec para predicar el evangelio. La puerta de la casa estaba abierta y daba a la calle. También había una gran ventana por la que se veía a un hombre sentado. A mitad de mi mensaje, acerca de la resurrección, se oyó un disparo en la calle, y después, otra explosión. El hombre de la ventana se echó al suelo y cerró de golpe la contraventana de madera. Alguien cerró con llave la puerta principal y pusimos a los niños a salvo en la parte trasera de la casa. Cuando todo pasó salimos a la calle y vimos dos casquillos de bala en el marco de la puerta, justo donde yo había estado predicando; un lugar bastante visible desde la calle. ¿Cómo pudieron fallar los disparos? Esto es algo que nunca supimos; quizá el asaltante estaba borracho.

Pudiera contar mucho más. En Putla, un oyente interrumpió mi charla con amenazas y luego se marchó, regresando más tarde con una pistola. Unos bandidos enmascarados bloquearon la carretera cuando yo volvía de Pinotepa. Se quedaron con cuatro dólares que llevaba en la cartera.

Una mano de protección invisible
En otra ocasión, el coche que conducía mi sobrino perdió el control y derrapamos por la ladera de una montaña. El vehículo no se detenía, sino que se precipitaba a través de la espesa vegetación. Por fin nos detuvimos al borde de un barranco de unos cuatro metros de altura. Mientras inspeccionábamos el camino que habíamos abierto, comprobamos que nos habíamos librado de chocar contra inmensos árboles, y habíamos efectuado un giro de noventa grados ante una enorme roca. Era evidente que una “mano invisible” nos había guiado.

Estábamos invadiendo el territorio enemigo. Proclamamos por primera vez la palabra de Dios en muchos pueblos, y Satanás perdía a muchos de sus seguidores; por eso se levantaban fuerzas en defensa de su propiedad. Espero que haya quedado más claro que el agua, que yo no hubiese podido sobrevivir para contar la historia, de no haber sido por el poder protector del Señor. En el día de hoy, como siempre, “si Dios está de nuestra parte, ¿quién nos puede hacer frente?”                                     



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