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Lowell Brueckner

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El Soberano sobre el destino

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Jeremías 20

 

Jeremías perseguido por Pasur; el destino de Pasur

      1.      El sacerdote Pasur hijo de Imer, que presidía como príncipe en la casa de Jehová, oyó a Jeremías que profetizaba estas palabras. 

      2.      Y azotó Pasur al profeta Jeremías, y lo puso en el cepo que estaba en la puerta superior de Benjamín, la cual conducía a la casa de Jehová. 

      3.      Y el día siguiente Pasur sacó a Jeremías del cepo. Le dijo entonces Jeremías: Jehová no ha llamado tu nombre Pasur, sino Magor-misabib. 

4.      Porque así ha dicho Jehová: He aquí, haré que seas un terror a ti mismo y a todos los que bien te quieren, y caerán por la espada de sus enemigos, y tus ojos lo verán; y a todo Judá entregaré en manos del rey de Babilonia, y los llevará cautivos a Babilonia, y los matará a espada. 

5.      Entregaré asimismo toda la riqueza de esta ciudad, todo su trabajo y todas sus cosas preciosas; y daré todos los tesoros de los reyes de Judá en manos de sus enemigos, y los saquearán, y los tomarán y los llevarán a Babilonia. 

6.      Y tú, Pasur, y todos los moradores de tu casa iréis cautivos; entrarás en Babilonia, y allí morirás, y allí serás enterrado tú, y todos los que bien te quieren, a los cuales has profetizado con mentira. 

 El número de sacerdotes había aumentado, de modo que era imposible que pudieran participar todos juntos en el servicio del templo al mismo tiempo. Por eso, David les dividió en veinticuatro grupos o clases; en 1 Crónicas 24 vemos acerca de este asunto. Cada sacerdote era descendiente de Aarón. Los primeros dos hijos de Aarón, Nadab y Abiú, murieron por haber ofrecido fuego extraño delante del Señor, quedando solamente Eleazar e Itamar. Dieciséis grupos descendieron de Eleazar y ocho de Itamar. Cada clase tomaba su turno en el templo durante una semana, tradición que continuó también en el Nuevo Testamento. Zacarías, el padre de Juan Bautista, fue de la octava clase de Abías (Lc.1:5; 1 Cr.24:10).

 El sacerdote, Pasur, que aparece en este capítulo, era descendiente de Imer, de la división dieciséis. Debemos reconocer su alta posición entre los principales del sacerdocio. La palabra hebrea, nagid, significaba el nivel más alto, es decir, el sumo sacerdote, traducido como príncipe en 1 Crónicas 9:11 y en Nehemías 11:11. El segundo título pertenecía a Pasur, el del pachid (hebreo) o diputado del sumo sacerdote, traducido como príncipe en RV60 y oficial principal en la LBLA, versículo 1, traducciones que no hacen distinción entre nagid y pachid.

 Pasur, al ser informado de lo que Jeremías había profetizado en el capítulo 19, le azotó o, como dice LBLA, le hizo azotar y lo puso en el cepo, encarcelándole en la puerta superior de Benjamín, cerca del templo. Aunque le puso en libertad el siguiente día, Jeremías le profetizó las consecuencias de su comportamiento: “Jehová no ha llamado tu nombre Pasur, sino Magor-misabib”, que significa terror por todos lados (v.3). La gente quizás le seguía por su alto oficio, pero el propósito de Dios prevalecería contra él. Su acción injusta contra el siervo de Dios cambió su destino hacia un peligro aterrador. Él mismo fue el culpable, y las consecuencias se extenderán a sus seguidores, que morirán bajo la espada de sus enemigos, y Pasur será testigo cuando el Señor entregue a Israel a los babilonios (v.4).

 La persecución no hace retroceder a Jeremías, que continúa prediciendo que los enemigos tomarán los bienes, las riquezas de la ciudad y los tesoros de los reyes, y los llevarán a Babilonia (v.5). Pasur y su casa, todos los suyos y los que le servían, estarán entre los cautivos llevados a Babilonia. Allí morirá y será sepultado con todos los que siguieron sus falsas profecías, los que no fueron matados a espada (v.6). La consciencia de Pasur llevará su culpabilidad hasta la muerte como resultado de dejarse engañar y también engañar a otros (2 T.2:13). 

 

Prevalece el Poderoso, el Asombroso

7.      Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste; cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí. 

8.      Porque cuantas veces hablo, doy voces, grito: Violencia y destrucción; porque la palabra de Jehová me ha sido para afrenta y escarnio cada día. 

9.      Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude. 

10.  Porque oí la murmuración de muchos, temor de todas partes: Denunciad, denunciémosle. Todos mis amigos miraban si claudicaría. Quizá se engañará, decían, y prevaleceremos contra él, y tomaremos de él nuestra venganza. 

11.  Mas Jehová está conmigo como poderoso gigante; por tanto, los que me persiguen tropezarán, y no prevalecerán; serán avergonzados en gran manera, porque no prosperarán; tendrán perpetua confusión que jamás será olvidada. 

12.  Oh Jehová de los ejércitos, que pruebas a los justos, que ves los pensamientos y el corazón, vea yo tu venganza de ellos; porque a ti he encomendado mi causa. 

13.  Cantad a Jehová, load a Jehová; porque ha librado el alma del pobre de mano de los malignos. 


 Jeremías no es gobernado por sí mismo; el Señor ha conquistado su voluntad y le ha puesto a Su servicio, prevaleciendo sobre lo que el profeta, quizás, hubiese preferido. Jeremías no pudo contra el poder del Señor, y nosotros debemos entender muy claramente que cada siervo de Dios es un enemigo conquistado, como lo fue Saulo de Tarso. Ninguno de nosotros hemos venido libremente a inclinarnos a Sus pies con nuestros rostros a tierra. Al contrario, hemos demandado nuestros derechos y elecciones, hemos caminado tercamente e intentado escapar en la dirección contraria, hasta que Él, al aplicar sus poderosos atributos, hizo que levantáramos la bandera blanca en señal de rendición. Parece contradictorio, pero Su manera de tratar con nosotros se aclara en una antigua canción inglesa; es curioso y merece nuestra meditación:

 No nos obliga a andar contra nuestra voluntad,

Sólo nos obliga a andar voluntariamente.

 Aludo a Isaías 66:16 para demostrar cómo el Señor conquista “con fuego y con su espada a todo hombre” al decir que Saulo de Tarso clamó al que le amenazaba de muerte con una espada ardiente que le mantuvo en tierra: “¿Qué haré, Señor?” (Hch.22:10). Cristo le obligó a rendirse y le convirtió en Su siervo, voluntario y obediente.

 La posición de Jeremías no es agradable y no puede serlo si él sigue fiel a Dios en un mundo amotinado en Su contra. Pasur y sus seguidores le acaban de azotar y encarcelar. Diariamente va a enfrentar la burla de los hombres, cuya mentalidad ha sido formada por la filosofía del diablo. No se puede esperar nada más de ellos que la oposición, que es continua contra los que el Espíritu Santo ha preparado en Su escuela (v.7). No es la palabra del profeta, sino la palabra del Señor clamando: “¡Violencia y destrucción!” El juicio viene, ¡huye de la ira venidera! Los oponentes responden escarneciendo. “¡Es un predicador que esparce maldiciones, es muy negativo!” ¿Podemos esperar nosotros algo mejor si somos cristianos fieles? (v.8).

 Solamente una persona masoquista buscará tal clase de burla. Jeremías no la buscaba; quisiera un mejor trato, pero la única manera de conseguirlo sería proclamando: “no me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre (v.9). Intenta refrenarse, pero la misma Palabra que le capturó y le separó de sus compañeros y amigos, al ser llamado como profeta, permanece en su corazón. Sí, intenta callarse, pero hay un fuego consumidor en sus huesos que es más fuerte que él. Solo encuentra alivio para esta fogata interior cuando suelta su lengua, que no puede ser amansada.

 El escarnio ha sido cruel, incluso de parte de aquellos que pretendían ser sus compañeros. Ellos, al transmitir los dichos de Jeremías, presentan su propia versión. También quisieron persuadirle para dar un mensaje más positivo, reduciéndole así a una posición más flexible. Buscaban una discrepancia para poder contársela al Sanedrín. Esperaban que se abstuviera y retrocediera. Los fariseos intentaron hacer lo mismo con Jesús: Ellos, “consultaron cómo sorprenderle en alguna palabra… pero Jesús, conociendo la malicia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas?” (Mt.22:15,18).  

 La tentación se aquieta en el corazón de Jeremías y se fortalece en el Señor. La realidad de Su presencia con él trae la victoria en medio de la prueba de la fe. Dios se revela a Su pueblo como Jesús se reveló a Sus iglesias en Apocalipsis, según la necesidad de cada una. Está con Jeremías “como campeón temible” (v.11, LBLA). Los enemigos tropezarán esperando que él haga lo mismo. Vivirán una vergüenza por su pérdida y retumbante derrota. Nunca volverá el éxito de su causa y seguirán tropezando hasta llegar a una confusión perpetua.

 Jeremías sabe que la fuente de su prueba es el Señor, y esto es un gran apoyo para su fe. Su mente y su corazón mejoran mientras él observa la venganza de Dios sobre la mentalidad torcida y el corazón engañado de sus oponentes. El profeta ha peleado y ganado la batalla del alma por medio de la oración: “A ti he encomendado mi causa”. Cuando el pueblo de Dios lleva la lucha a tal campo de batalla, siempre hay victoria (v.12).

 Es tiempo de celebración, y la razón de ello, para el pueblo de Dios, es darle alabanza y gloria. ¡Ya llegó el tiempo de cantar y alabarle! (v.13). Él es digno de ser alabado por Su obra de redención: “Digno eres… porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (Ap.5:9). Los pobres, que son una minoría, la manada pequeña, los pocos, han sido liberados de las manos de una mayoría aplastante, la población de malhechores que tienen el mundo en sus manos. 

 

Los no nacidos no tienen nada que perder

14.  Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me dio a luz no sea bendito. 

15.  Maldito el hombre que dio nuevas a mi padre, diciendo: Hijo varón te ha nacido, haciéndole alegrarse así mucho. 

16.  Y sea el tal hombre como las ciudades que asoló Jehová, y no se arrepintió; oiga gritos de mañana, y voces a mediodía, 

17.  porque no me mató en el vientre, y mi madre me hubiera sido mi sepulcro, y su vientre embarazado para siempre. 

18.  ¿Para qué salí del vientre? ¿Para ver trabajo y dolor, y que mis días se gastasen en afrenta? 

Pablo llevó a los efesios al tiempo pasado para recordarles los días de los “ay”. Lo hace para que vean cómo Cristo les rescató de tanta miseria: “Vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Ef.2:1-2). Sí, si hubieran terminado sus vidas en tal estado sería mejor que nunca hubieran nacido… (v.14); lo mismo para cualquier persona que vive bajo la condenación de Dios. Al haber sido salvado de tal condenación, el redimido se alegrará con un “gozo inefable y glorioso” (1 P.1:8). Es porque sabe que el Señor, con una misericordia que él no merece, no solamente le ha permitido nacer, sino que ha permitido su existencia hasta que Cristo le hallara, perdido y sin esperanza, y le llevara en Su hombro al redil.   

 Parece que el clamor de Jeremías tiene el mismo propósito que el de Pablo a los Efesios, aunque lo emite para todos los que están perdidos en sus pecados. Es un llanto desde el infierno: “¡Maldito el día en que nací!” Es el destino del hombre natural, maldito por la caída de Adán. Esta espantosa realidad surge cuando sus ojos se abren a su condenación. No hay un alma en el infierno que no tenga el mismo deseo de jamás haber nacido.

 La condición de Job le trajo tanto sufrimiento que el también lamentaba el día de su nacimiento (Job 3:3). La profesión de Jeremías le trajo azotes, burla, encarcelamiento y un sufrimiento que superó sus ganas de vivir. Salomón dijo: “Alabé yo a los finados, los que ya murieron, más que a los vivientes, los que viven todavía. Y tuve por más feliz que unos y otros al que no ha sido aún, que no ha visto las malas obras que debajo del sol se hacen” (Ec.4:2-3). El que no ha nacido no tiene nada que perder. No conoce el dolor físico ni mental, ni sufre persecución. No conoce la culpabilidad ni la condenación. Pero el que ha nacido tiene todo que perder.

 El padre se regocija cuando le nace un hijo (v.15), pero si supiera su futuro, en muchos casos, su gozo se cambiaría en lágrimas. El borracho y el drogadicto del callejón, en un tiempo trajeron gozo a sus padres. El criminal, esperando cumplir su pena en el corredor de la muerte, una vez fue un bebé sostenido por brazos amorosos. Jeremías, el profeta, no habla de su propia situación sin sentir en su alma el destino de su pueblo. Su sufrimiento por ellos es insoportable. Él oye el llanto de dolor y los gritos de agonía desesperados de los que sufren y mueren en las ciudades que el Señor asoló.  

 No quiero, en absoluto, continuar enfatizando el tema presente, pero Jeremías ha enfrentado un sufrimiento del cual la mayoría de nosotros no podemos ni imaginar. Es una realidad presente para miles en el mundo, mientras nosotros nos sentamos a leer las palabras del profeta. Quizás algunos se atrevan a criticar la queja de Jeremías, e incluso pudiera ser que haya pecado en su remordimiento, pero “mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas” (1 Jn.3:20). Aunque Jeremías murió a mano de sus enemigos en Egipto, tuvo algunos momentos de satisfacción al ver cumplidas sus profecías, además de recibir el reconocimiento favorable de Nabucodonosor.

 La vida en la tierra se terminó y la eternidad se abrió para este gran hombre de Dios, que ha recibido una recompensa inimaginable y sin medida. Las palabras del apóstol, que también experimentó dolores de todo tipo durante su vida y ministerio, concluyeron de esta manera: “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Co.4:17). 

 

 

 


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