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Lowell Brueckner

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La maravilla del nuevo nacimiento

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La hierba se seca; la flor se cae

1 Pedro 1:13-25

 

La santidad de Dios y Su pueblo

 13.  Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la  gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; 

      14.  como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; 

15.  sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; 

16.  porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. 

“Por tanto”, está basado en los versículos previos (vs.10-12), los cuales dicen que los cristianos tienen aquello que envidiaron los profetas. Los profetas dedicaron sus vidas a estas cosas, buscando e inquiriendo acerca del tiempo del sufrimiento del Mesías y las glorias venideras. Entendieron que estos eventos supremos de las edades serían para un pueblo futuro. No solamente los santos profetas, sino también los santos ángeles celestiales anhelaron mirar los asuntos de un pueblo elegido que recibiría estas glorias.

 Los recipientes fueron los lectores de Pedro, pero no sólo los de su día, sino desde entonces y hasta nuestros días. Mucha gente ha escuchado el mensaje y ha creído; tanto los mensajeros como los creyentes fueron acompañados por el Espíritu Santo del cielo. Son las buenas noticias de salvación para una raza pecaminosa y condenada, totalmente indigna de Sus beneficios. Vosotros sois, dice Pedro, los que debéis “ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá…” (v.13)

 En los días del apóstol, los hombres del Medio Oriente vestían túnicas flojas, pero al tener que hacer alguna actividad, quizás un viaje, tenían que apretárselas y arremangárselas con el cinturón para poder moverse más libremente. Ceñirse era la preparación y Pedro lo aplica a los pensamientos de los creyentes. Tenían que ser controlados, “ceñidos”, su manera de pensar tenía que ser seria y profunda para poder llegar a un estado de confianza y descanso completo en la gracia de Dios. No hay otra fuente de esperanza para ellos, y les será completamente dada cuando Jesucristo sea revelado desde el cielo. Esto es lo que debe ocupar su mente. Jesús dijo: Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese…” (Lc.12:35-36). 

 Anteriormente, nos referimos a la vida cristiana como a un peregrinaje con los ojos puestos en una futura eternidad. Es exactamente lo que Pedro enseña en el versículo 13, y que Pablo también confirma: Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col.3:2). Nuestra esperanza perfecta vendrá en el futuro, cuando Jesucristo vuelva: “Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Jn.3:2).

 Somos peregrinos que no nos conformamos a este mundo presente, y somos hijos obedientes de Dios que no nos conformamos a nuestros antiguos deseos carnales. Conformarnos a deseos carnales sería desobediencia contra Dios. Hemos formado nuestras costumbres de vida cuando estábamos ignorantes y éramos desobedientes contra el Dios verdadero, a Sus atributos y Sus caminos (v.14).

 No sabíamos nada de Su santidad. Vamos a considerar el significado de la santidad por unos momentos. Sólo Dios es perfecto en santidad, y solo Él es la Fuente de toda santidad. Tiene que ver con el hecho de que Él es Único, diferente a todas las demás criaturas, puesto aparte y solo. Solo existen dos categorías de seres y solo Él ocupa una. En la otra está todo lo demás, cualquier cosa y persona que no es Dios. Solo Él es perfectamente santo.

 Como Dios es santo, Él separa a Su pueblo de cada cosa y persona para que sea solo Suyo. Ser santo es estar separado del pecado, del ego y del mundo. En Pentecostés, Pedro predicó: “Sed salvos de esta perversa generación” (Hch.2:40). La iglesia es un pueblo santo, separado para Dios. Es separado en su esencia: “Sed santos”, pero también es separado en su conducta, según el versículo 15. El caminar exterior tiene que ir de acuerdo con el estado interior.

 Pedro refuerza su mandamiento con la Escritura. La autoridad absoluta de la Escritura del Nuevo Testamento está basada sobre la Escritura del Antiguo. Jesús mismo enseñó: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió” (Jn.7:16) Puedes ver cómo Jesús citaba constantemente las Escrituras del Antiguo Testamento. También lo hicieron los apóstoles en el libro de los Hechos; y Pablo, Santiago, Pedro, Juan y Judas en sus cartas. En realidad, no hay nada totalmente nuevo en el Nuevo Testamento. Dios ya había establecido Su doctrina antes de que Jesús viniera a la tierra. El Nuevo Testamento y el nuevo nacimiento ya fueron profetizados en el Antiguo (Jer.31:31-34; Ez.36:26-27). Sí, es verdad que las profecías llegaron a su cumplimiento en el Nuevo, incluso: “Escrito está: Sed santos, porque yo soy santo”, pero su origen lo encontramos en el Antiguo Testamento como un principio divino atado a la naturaleza de Dios (v.16).

 

La preciosa sangre de Cristo

17. Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según  

      la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra

      peregrinación; 

18. sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual

      recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, 

19.  sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, 

20.  ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, 

21.  y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios. 

22.  Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro; 

 El juicio de Dios es imparcial y perfectamente justo; las Escrituras enseñan claramente que no hace acepción de personas, no tiene preferidos. Tenemos que establecer este atributo por medio de Su palabra escrita. Él juzga según la obra de cada uno o, como interpreta John Wesley: “Según el tenor de su vida y conducta.” Hablando de la labor cristiana, Dios valora la calidad por encima de la cantidad. Pablo habla de edificar sobre el fundamento de la iglesia con materiales valiosos: “Si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, (o) madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada” (1 Co.3:12-13).

 Dios es imparcial a la condición económica de las personas. Hay varios versículos semejantes a Job 34:19: “Cuánto menos a aquel que no hace acepción de personas de príncipes. Ni respeta más al rico que al pobre, porque todos son obra de sus manos.” La instrucción a los jueces de Israel en Éxodo 23:3 es interesante. Señala que no debían dar preferencia a los pobres solo por el hecho de serlo: “Tampoco serás parcial al pobre en su pleito.” 

 Dios es imparcial en cuanto a la raza de las personas. Los ojos de Pedro se abrieron a la realidad de que Dios aceptara a un centurión romano igual que a los seguidores judíos: Ciertamente ahora entiendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación el que le teme y hace lo justo, le es acepto” (Hch.10:34-35). Este versículo también confirma el hecho de que la obra que el Padre busca en la vida cristiana es justicia y temor piadoso (v.17). 

 El temor que Él desea está formado por una alta concepción del precio pagado por nuestra redención. El cristianismo no tiene que ver con valores monetarios que muchas veces hallamos en las religiones mundanas y que muchas personas siguen de generación en generación (v.18). La ley judía, por ejemplo, requería medio siclo por cada persona para pagar el servicio del tabernáculo. Fíjate, por cierto, que la ofrenda era exigida a todos con imparcialidad: “Cada uno dará a Jehová el rescate de su persona… Ni el rico aumentará, ni el pobre disminuirá del medio siclo, cuando dieren la ofrenda a Jehová para hacer expiación por vuestras personas” (Éx.30:12,15). La religión pagana de los gentiles también se fijaba en lo físico y visible al pagar las ofrendas para la expiación (Hch.14:13-15).

 El Padre buscó por todo el cielo y halló en Su eterno Hijo lo que es de más alto valor. Le entregó para venir a la tierra en forma de carne y sangre humanas. Su sangre, de un valor infinito, fue esencial para pagar el precio por la redención del hombre. El pecado cometido contra Dios fue infinito, por ello, es requerido un sacrificio infinito de un valor infinito, y nada menos.

Pedro vio “la preciosa sangre de Cristo” con un valor infinito e incalculable, más allá de lo que el lenguaje humano pueda expresar. Esta “preciosa sangre” también es única, porque fluyó de un ser único. Las venas de Jesús destilaron la misma sangre de Dios/Hombre, y por eso su valor no puede calcularse. Él fue EL Cordero de Dios, sin mancha ni arruga, a quien apuntaban todos los sacrificios de animales; perfecto a los ojos de un Dios que observa y lo valora todo perfectamente (v.19).

  En el versículo 20, el propósito eterno de Dios se revela… “ya destinado desde antes de la fundación del mundo.” El apóstol Juan también anota que Él es el “Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo” (Ap.13:8). Dios concibió el plan en Su mente en la eternidad, pero lo manifestó perfectamente en el tiempo: “Porque Cristo… a su tiempo murió por los impíos” (Ro.5:6). El tiempo y el anuncio en el que Dios lo entregó en rescate por el pecado fueron perfectos: “El cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo” (1 Ti.2:6). (Mencionaré que las dos palabras “por todos” no están calificadas en el versículo, es decir, no dice “por todos los elegidos”. Cristo se dio a sí mismo en rescate por cada persona sobre la faz de la tierra). Pablo confirmó lo mismo a Tito: “(Dios) a su debido tiempo manifestó su palabra por medio de la predicación” (Tito 1:3). El plan estaba en los pensamientos de Dios desde la eternidad, pero se manifestó en el tiempo para nosotros.

El Nuevo Testamento deja claro, en muchos textos, que sólo hay un camino para llegar a Dios, y es por medio de Jesucristo. “Mediante el cual (Cristo v.19) creéis en Dios”. Ningún versículo es más claro que el siguiente: “Jesús le dijo (a Tomás): Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn.14:6). Después, en su carta, Pedro declarará: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados… para llevarnos a Dios” (3:18).

 Dios resucitó a Cristo de la muerte y le glorificó en lugares celestiales. El hecho probó que el Padre lo envió del cielo al mundo. El Señor anhelaba grandemente que Sus discípulos creyeran esta verdad. Observa la declaración en Su oración al Padre: “Porque las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste” (Jn.17:8). Hay otros textos que dicen lo mismo. Era esencial para su fe que ellos supieran Su misión divina. No era suficiente que Jesús caminara entre la gente haciendo buenas obras, sanando a los enfermos y echando fuera demonios. Él fue enviado de Dios para cumplir Sus propósitos eternos, y fue la resurrección lo que comprobó tal verdad finalmente.  

 El escritor de Hebreos enseña que tenemos “un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos”, y el Padre le recibió, sentándole a Su diestra. Esta aceptación nos demuestra que Su sacrificio fue perfecto y completo. El Padre fue satisfecho y le dio gloria: Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre” (Fil.2:9). Por eso, nosotros creemos y confiamos en Dios, quien destinó a Cristo para nuestra salvación desde antes de la fundación del mundo. Vemos que Sus promesas, por medio de la profecía, son verdaderas desde Génesis hasta Malaquías. Finalizó Su plan eterno resucitando a Cristo y sentándole a Su diestra, y nosotros creemos y confiamos en Él incondicionalmente como la esperanza segura de nuestra salvación (v.21).

 En el siguiente versículo, tenemos la prueba de que nosotros estamos en el Pacto y hemos recibido el beneficio de la magnífica sabiduría del plan de Dios. Por la obra del Espíritu Santo hemos obedecido la verdad y, como resultado de la obediencia, nuestras almas son purificadas. Esto resulta en un nuevo nacimiento y un corazón puro motivado por el amor de Dios. Es un amor hacia Dios y hacia toda Su familia. Pedro define Su amor como no fingido y entrañable, que mana de una pureza interior, algo que no podría decirse sobre el amor humano, incomparablemente inferior.

 

La obra incorruptible de la Palabra y el Espíritu Santo

 23.  siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre. 

24.  Porque: Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; 

25.  mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y ésta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada. 

 Ahora Pedro nos hablará del nuevo nacimiento, empezando en el versículo 23. Mi madre me dijo que necesitó ser operada después de que yo naciera en una reserva de nativos americanos en Dakota del Norte. Probablemente, porque ella estaba recuperándose de la cirugía, yo fui cuidado frecuentemente por la señora McFadden, esposa del encargado de una granja bastante extensa. Durante la niñez y juventud de mis hermanos y mía, nuestro padre hacía devocionales con nosotros que incluían memorizar las Escrituras.

 Imagino que debido a oír repetidamente 1 Pedro 1:23-25, de la versión King James, aprendí esta porción de memoria antes de cumplir los dos años. “Mamá McFadden”, como la llamé a la señora, me dijo que iba a aprender toda la Biblia antes de los 21 años. Desafortunadamente, su pronóstico no se cumplió del todo.

Sin embargo, estos tres versículos iban a formar una parte importante, no solamente de mi niñez, sino de todo mi ministerio. Todas las virtudes a las que Pedro se refiere, especialmente el amor divino revelándose en los creyentes, han ocurrido siendo renacidos.” Es el nuevo nacimiento en una nueva creación. Se ha originado de una simiente espiritual, la Palabra de Dios; acompañada por el Espíritu Santo, quien produce una germinación misteriosa en el corazón humano. Porque la Palabra de Dios es incorruptible, es viva y permanece para siempre, y porque el Espíritu de Dios posee todos los atributos de la deidad, lo que es producido en el hombre es incorruptible, vivo, y permanece por toda la eternidad (v.23).

 El nacimiento natural produce la simiente corruptible y tiene su origen en Adán. Es una naturaleza caída y por eso es corrupta. Pedro la compara con la hierba, y su desarrollo más alto con la flor de la hierba. Pedro cita a Isaías 40:6-8, donde halla el principio divino sobre la naturaleza frágil del ser humano. Igual que la hierba, el hombre “se seca”, y todos sus logros se desvanecen. Toda su hermosura cae como la flor. Él muere y sus posesiones y fama mueren con él. No lleva ninguna cosa con él al cementerio, y aparece en la eternidad desnudo y perdido (v.24).

 Sin embargo, el hombre regenerado, nacido de la Palabra y del Espíritu Santo de Dios, es indestructible. En los versículos del 10 al 12, Pedro se refiere a la palabra de los profetas, que no pudieron participar completamente del mensaje que habían recibido; los ángeles celestiales tampoco pudieron entrar en las cosas que observaron en el evangelio. La intención de Pedro era despertar a los creyentes a la maravilla que este mismo mensaje que ellos habían oído y recibido. Esa porción y la que ahora contemplamos, son las altas cimas gemelas de 1 Pedro 1.

 En los versículos del 23 al 25, el nuevo nacimiento ya es nuestro, y Pedro lo contrasta con la vida anterior de corrupción. Con la misma intención que en los versículos del 10 al 12, Pedro escribe para despertar un aprecio por la maravilla asombrosa del evangelio que el creyente ha oído y recibido. Hoy yo estoy intentando llevarlo a nuestros corazones. En el versículo 12, él dijo: “Para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo.” Y en el versículo 25, él enfatiza el mismo hecho: “Esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada.” ¡Vamos a levantarnos para recibir el reto que Pedro pone delante de nosotros, con corazones rebosando de alabanza y gratitud!


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