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Lowell Brueckner

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Charles Finney autobiografía 4

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Al leer la autobiografía de Finney observarás que, en muchas ocasiones, se refiere a un “Espíritu de oración”. Cuando alguien le preguntó sobre los métodos usados en sus avivamientos, respondió: “Nuestro método es la oración”. Por eso, quiero dedicar la primera parte de este artículo para ilustrar el poder de la oración. Anteriormente apunté a esta verdad. No recuerdo a quien oí decir que cuando Dios quiere hacer una obra especial, primeramente mueve a Su pueblo a orar. La oración misma es la obra inicial del Espíritu de Dios, y personas que lo han vivido dicen que cientos, y hasta miles de personas, se dedicaron a la oración en un área geográfica, sin haber tenido contacto los unos con los otros; la llamada a orar fue sobrenatural.

 También quiero mencionar el hecho de que, en los avivamientos, los dones sobrenaturales del Espíritu Santo siempre se manifestaban. Hubo palabras sobrenaturales de sabiduría y conocimiento, y también profecía. También, el don de una fe milagrosa se manifestó frecuentemente. Por eso, estoy compartiendo varios casos que demuestran esta verdad. Supongo que hay diferentes opiniones sobre estas funciones y sobre qué don, específicamente, fue demostrado, pero esta no es mi preocupación primordial. Lo que me importa es que veamos que, cuando el Espíritu de Dios se mueve, los dones continúan actuando en la iglesia por medio de sus miembros, aún en el siglo XIX, y un bautismo en el Espíritu Santo, después de la conversión, es la fuente de los dones.

 Cuando Finney fue bautizado en el Espíritu, escribió: “Clamé con un clamor indecible de mi mismo corazón”. La descripción da a entender que no estaba hablando con palabras conocidas, sino con una expresión más profunda que se formó en su misma alma. Fácilmente uno pudiera llegar a la conclusión de que hablaba, en cierta manera, en lenguas (1 Co. 14:2). En la primera historia que sigue, él menciona que no pudo formar palabras en su oración, sino sólo “gemir fuerte y profundamente” (Ro.8:26), seguramente bajo la influencia del Espíritu Santo. En estos relatos, Finney menciona dos casos de ‘demencia’, de lo cual opino que, en algunos casos como los que él menciona, es obvio que espíritus malignos han tomado posesión de la mente (no se trata de personas ancianas que sufren deterioro de sus facultades mentales), y lo que necesitan es una liberación sobrenatural que ocurrirá por una proclamación del Espíritu de Verdad (Jn.8:32). Por eso, incluyo estas dos situaciones bajo el subtítulo de “dones sobrenaturales y señales del Espíritu”. 

 

El Espíritu de oración

Durante esos primeros días de mi experiencia cristiana, el Señor me enseñó muchas verdades importantes con respecto al Espíritu de oración. No mucho después de mi conversión, una señora con quien me había hospedado estaba gravemente enferma. La señora en cuestión no era cristiana, pero su esposo era profesor de religión. El esposo era, por cierto, hermano del licenciado Wright. Una tarde este hombre vino a nuestra oficina y me dijo: "Mi esposa no pasará de esta noche". Esta frase fue como una flecha en mi corazón. Sentí en lo más hondo de mi corazón algo parecido a un calambre que vino sobre mí en forma de una carga que me aplastaba y como un espasmo interno, cuya naturaleza no puedo explicar, pero que trajo consigo un intenso deseo de orar por aquella mujer.

 La carga era tan tremenda que casi inmediatamente salí de la oficina y me dirigí a la iglesia a orar. Allí me esforcé, pero sin poder decir gran cosa. Solo podía gemir tan fuerte y profundamente que me hubiera sido imposible hacerlo de forma natural, de no haber tenido tan terrible presión en mi corazón. Permanecí por un tiempo considerable en la iglesia en este estado sin haber logrado ningún alivio. Regresé a la oficina, pero no podía quedarme quieto. Solo podía recorrer la habitación y agonizar. Regresé nuevamente a la casa de reunión y pasé por el mismo proceso de lucha. Por algún tiempo traté de elevar mi oración delante del Señor, sin embargo, las palabras parecían no poder expresarla. Solo podía gemir y llorar, sin ser capaz de formular lo que quería en palabras. Volví a la oficina, pero descubrí que continuaba agitado; entonces regresé por tercera vez a la casa de reunión, la iglesia. Esta vez el Señor me dio poder para prevalecer. Él me dio la capacidad de entregarle mi carga; y volví a la oficina. Ella se recuperó y pronto adquirió la esperanza en Cristo. Al principio no comprendí qué ejercicio mental era ese por el cual había pasado. Pero poco después, al narrar la experiencia a un hermano cristiano, él me dijo: "Esos fueron los dolores de parto de tu alma". En una breve conversación me señaló ciertas escrituras para ayudarme a entender de qué se trataba.

 Fue en este lugar cuando volví a ver al Padre Nash, el hombre que había estado orando con los ojos abiertos en la reunión en la cual el presbiterio me licenció. Después de ese episodio, el Padre Nash tuvo una inflamación en los ojos, y por varias semanas permaneció encerrado en una habitación oscura. No podía leer ni escribir. Supe que durante este tiempo se entregó casi exclusivamente a la oración. Allí experimentó un terrible repaso de toda su experiencia cristiana, y tan pronto como le fue posible ver, a través de un doble velo negro, emprendió la marcha para ir al rescate de las almas perdidas. Cuando el Padre Nash llegó a Evans' Mills estaba lleno del poder de la oración. Se había convertido en otro hombre, en alguien totalmente diferente a lo que había sido en cualquiera de las etapas de su vida cristiana. Supe que tenía una "lista de oración", como él la llamaba, en la cual tenía anotado el nombre de personas a las que había hecho el objeto de su oración diaria. En ocasiones oraba por ellas varias veces al día. Al orar con él, y al escucharle orar en nuestras reuniones de oración, descubrí que tenía un maravilloso don de oración y que su fe era casi milagrosa. Yo estaba a cargo de la predicación, mientras el hermano Nash se entregaba por completo a la oración.

 Al reflexionar acerca de lo que he dicho sobre los avivamientos en los condados de Jefferson y de San Lawrence, no estoy seguro de haber hecho suficiente énfasis sobre la dirección manifiesta del Espíritu Santo en esos avivamientos. He dicho más de una vez que el Espíritu de oración que prevaleció en aquellos avivamientos fue su marca distintiva. Era común que los recién convertidos se ejercitaran muchísimo en la oración y, en ocasiones, a tal punto que se sentían constreñidos a orar por la conversión de las almas de sus conocidos durante toda la noche, hasta que sus cuerpos quedaban exhaustos. Existía gran presión por parte del Espíritu Santo sobre la mente de los cristianos, y parecía como si compartieran con Él la carga por las almas inmortales. Los cristianos manifestaban la más grande solemnidad mental y la más intensa de las vigilancias en todas sus palabras y acciones. Era muy común encontrar cristianos, en cualquier lugar en donde se reunieran, cayendo sobre sus rodillas para orar, en lugar de conversar entre ellos. No solo se multiplicaron las reuniones de oración y los lugares donde se hacían las reuniones estaban repletos, y no solo se mostraba gran solemnidad en aquellas reuniones, sino que también había un poderoso Espíritu de oración privada. Los cristianos oraban muchísimo y muchos de ellos pasaban largas horas en oración privada. 

Cuando estaba de camino a Rochester, a medida que pasábamos por una villa a unas treinta millas al este de nuestro destino, un hermano ministro a quien conocía, al verme a bordo de un bote en el canal, se subió de un brinco para conversar brevemente conmigo, con la intención de navegar por un corto tramo y luego saltar a tierra nuevamente. Sin embargo, al interesarse tanto en la conversación y al conocer hacia dónde me dirigía, decidió venir conmigo a Rochester.

Casi de inmediato vino sobre él una gran convicción y la obra caló hondo en el hermano. Hacía pocos días que habíamos llegado a Rochester, pero el ministro ya estaba bajo tal convicción que no podía evitar llorar en voz alta al andar por la calle. El Señor le dio a este hombre un poderoso Espíritu de oración, y su corazón fue quebrantado. Siendo que él y yo orábamos mucho juntos, me impactó su fe con respecto a lo que Dios iba a hacer en el lugar. Recuerdo que este ministro decía: "Señor, no sé cómo será, pero me parece entender que vas a hacer una obra grande en esta ciudad". El Espíritu de oración se derramó poderosamente, tanto que algunas personas se apartaban de las reuniones públicas para orar, al no poder contener sus sentimientos durante la predicación.

En este punto me es necesario traer el nombre de un hombre, a quien deberé mencionar con frecuencia más adelante: el señor Abel Clary. Este era el hijo de un hombre excelente y anciano de la iglesia en la que me convertí. Abel Clary se convirtió en el mismo avivamiento que yo. Había sido licenciado para predicar, pero su Espíritu de oración era tal, que su carga por las almas no le dejaba predicar mucho, la mayor parte de su tiempo y de su fuerza las entregaba a la oración. El peso en su alma era frecuentemente tan grande que no podía mantenerse en pie, y le hacía retorcerse y gemir en agonía de una forma impresionante. Yo le conocía muy bien y sabía de ese maravilloso Espíritu de oración que reposaba sobre su persona.

Supe por primera vez que se encontraba en Rochester por un caballero que vivía como a una milla al este de la ciudad. Este caballero me visitó un día y me preguntó si conocía a un señor Abel Clary, que era ministro. Le respondí que le conocía muy bien y luego me dijo: "Pues bien, él está en mi casa y se ha quedado allí por un tiempo". He olvidado cuánto tiempo me dijo, pero había estado allí casi desde mi llegada a Rochester. El caballero continuó diciendo: "No sé qué pensar acerca de él". Le dije que no le había visto en ninguna de nuestras reuniones. "No"—respondió el hombre—"Sucede que él no puede ir a las reuniones. Ora casi todo el tiempo, día y noche, y lo hace en tal agonía mental que no sé qué pensar. A veces casi no puede sostenerse en sus rodillas, sino que queda postrado en el suelo gimiendo y orando de la forma más sorprendente". Le pregunté qué decía y el caballero me respondió: "Él no dice mucho. Dice que no puede ir a las reuniones porque todo su tiempo lo dedica a orar". Le dije a aquel hermano: "Yo lo entiendo, por favor quédese tranquilo. Todo saldrá bien, de seguro el hermano Clary prevalecerá".

Para aquel entonces supe de un considerable número de hombres que estaban en la misma situación. Un diácono de apellido Pond, de Camden, en el condado de Oneida; otro diácono de apellido Truman, en Rodman, en el condado Jefferson; un diácono Baker, de Adams, en ese mismo condado; y con ellos este señor Clary a quien me he referido y muchos otros hombres. También un gran número de mujeres participaban de ese mismo Espíritu y pasaban gran parte de su tiempo en oración. El hermano, o como le solíamos llamar, el Padre Nash, un ministro que llegó a muchos de mis campos de labores para ayudarme, era otro de esos hombres con tan poderoso Espíritu de oración que prevalece. Este señor Clary permaneció en Rochester tanto como yo, y no se marchó hasta mi partida. Que yo sepa nunca apareció en público, sino que se entregó por completo a la oración.


Dones sobrenaturales y señales del Espíritu

No mucho después de mi conversión, una señora con quien me había hospedado estaba gravemente enferma. Obtuve la seguridad en mi mente de que aquella dama no moriría, y de que además no moriría en sus pecados. Volví a la oficina. Mi mente estaba perfectamente tranquila, y pronto me retiré a descansar. Temprano en la mañana el esposo de la mujer vino a la oficina. Le pregunté cómo estaba su esposa; él, sonriendo, respondió: "Está viva y todo parece indicar que está mejor esta mañana". Yo le dije: "Hermano Wright, ella no morirá de esta enfermedad, descanse usted en ese hecho. Además, ella jamás morirá en sus pecados". No sé cómo podía estar tan seguro de eso, simplemente, de alguna manera lo tenía claro y no dudaba de que ella se recuperaría. Le dije eso también. Ella se recuperó y pronto adquirió la esperanza en Cristo.

 Me dirigí también a otra mujer, de alta estatura y muy digna apariencia, y le pregunté cuál era el estado de su mente. Ella me respondió inmediatamente que le había entregado su corazón a Dios; y continuó diciendo que el Señor le había enseñado a leer, después de haber aprendido a orar. Le pregunté qué quería decir con eso. La mujer dijo que nunca había podido leer, y ni siquiera conocía las letras. Mas cuando le entregó su corazón a Dios estaba muy afligida por el hecho de no poder leer su Palabra. "Sin embargo, pensé," dijo ella, "que Jesús podía enseñarme a leer, y le dije que si por favor no podría enseñarme a leer su Palabra. Cuando oré tuve la idea de que sí, podía leer. Los niños tienen un Nuevo Testamento y fui y lo tomé, y pensé que podía leer lo que les había escuchado leer a ellos. Así que busqué a la señora que enseña en la escuela, le leí y le pregunté si lo había hecho bien; y ella me dijo que sí. Desde entonces puedo leer la Palabra de Dios por mí misma". No le dije nada más, pero pensé que debía de haber algún error en su relato, pues la mujer se veía muy seria y segura en lo que decía. Así que me tomé la molestia de preguntar a sus vecinos acerca de ella, quienes dieron cuenta de su excelente carácter y afirmaron que había sido notorio que la mujer no podía leer ni una sílaba antes de su conversión. Permitiré que estos hechos hablen por sí solos, no hay necesidad de teorizar más al respecto, pues pienso que son indubitables.

 En este lugar hubo dos asombrosos casos de recuperación instantánea de demencia. Cuando estaba por empezar una reunión en la tarde de un Sabbat, observé a varias mujeres sentadas en un banco junto a una señora vestida de negro que lucía una evidente y gran angustia mental. Las mujeres la sostenían delicadamente, para prevenir que saliera de la reunión. A medida que entraba al lugar, una de las damas se me acercó y me dijo que la señora sufría de demencia, que había sido metodista y que estaba convencida de que había caído de la gracia. Este pensamiento la había llevado primero a la desesperación y posteriormente a la locura. Su marido era un hombre intemperante que vivía a varias millas de distancia de la villa, él fue quien la trajo a la reunión y una vez que la dejó se marchó al hotel.

 Le dije unas cuantas palabras a la mujer, pero ella respondió que debía irse; que no podía escuchar ni predicaciones ni cantos, pues el infierno era su porción y no podía resistir algo que la hiciera pensar en el cielo. En privado les advertí a las damas que la mantuvieran en su asiento, si fuera posible, sin interrumpir la reunión. Luego subí al púlpito y leí un himno y tan pronto la congregación empezó a cantar, la mujer empezó a forcejear con fuerza tratando de salir del lugar, pero las damas le impidieron el paso, y aunque con gentileza, persistieron en evitar su escape. Después de poco tiempo se quedó quieta, aunque parecía evitar escuchar o prestar atención alguna a los cantos. Oré. Por un momento la escuché forcejear para salir, pero cuando terminé la oración ya estaba en silencio y la congregación estaba tranquila. El Señor me dio un gran Espíritu de oración y un texto, pues hasta entonces no tenía un texto definido en mi mente.

 Tomé mi texto de Hebreos: "Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro". Mi intención era animar a la fe, en nosotros y en ella, y en nosotros para con ella. Cuando empecé a predicar la mujer hizo grandes esfuerzos para salir, mas las señoras la resistieron con amabilidad y finalmente se quedó quieta, pero con la cabeza bajada y aparentemente determinada a no prestar atención a mis palabras. Sin embargo, a medida que continuaba con la predicación, empezó a levantar la cabeza gradualmente y a mirarme al rostro con intenso fervor.

 

Mientras continuaba urgiendo a la gente a que tuvieran confianza en su fe, para avanzar y comprometerse con confianza absoluta en Dios, por medio del sacrificio expiatorio de nuestro gran Sumo Sacerdote, súbitamente la mujer sorprendió a la congregación lanzando un alarido. Luego, prácticamente se lanzó de su asiento, y se mantuvo con la cabeza agachada. Podía ver cómo se estremecía. Las señoras que estaban en la banca con ella la tenían levemente agarrada al tiempo que la observaban con un interés manifiesto de oración y compasión. A medida que continuaba mi sermón ella empezó nuevamente a mirar y pronto se sentó derecha y dejó ver un rostro maravillosamente transformado, evidenciando un gozo triunfante y paz. Había un halo en su cara que rara vez he visto en un rostro humano. Su gozo era tal que casi no podía contenerlo y cuando terminó la reunión le hizo saber a todo el mundo que ahora era libre. Glorificó a Dios y se regocijó con magnífico triunfo. Casi dos años después de haberla conocido la encontré nuevamente aún llena de gozo y de victoria.

 Otro caso de recuperación de locura fue el de una señora en el pueblo que había caído en desesperación y en demencia. No estuve presente cuando fue restaurada, pero se me dijo que fue una sanidad casi o del todo instantánea, por medio del bautismo del Espíritu Santo. Algunos acusan a los avivamientos de producir locura. La realidad es que los hombres están naturalmente locos, hablando de los asuntos espirituales, y los avivamientos más bien los vuelven a la sanidad mental. Durante este avivamiento escuchamos de una fuerte oposición al mismo en Gouverneur, un pueblo que me parece que está a unas doce millas de distancia, al norte. Escuchamos que los impíos amenazaban con venir a atacarnos en masa y acabar con nuestras reuniones.

 Debí de mencionar que mientras estaba en Brownville Dios me reveló de pronto y de la forma más inesperada que iba a derramar su Espíritu en Gouverneur, y que debía de ir a ese lugar a predicar. No sabía absolutamente nada del pueblo, excepto de su manifiesta oposición al avivamiento sucedido en Antwerp en el año anterior. Jamás podré explicar cómo o por qué el Espíritu de Dios me dio esta revelación. Mas supe entonces, y ahora no tengo duda alguna, de que esta fue una revelación directa de Dios para mí. Que yo supiera, no había pensado en el lugar por meses; pero mientras oraba sobre si debía ir a predicar a Gouverneur, me fue mostrado, tan claro como la luz, que Dios iba a derramar su Espíritu allí.

Nos reunimos para una reunión de oración en una iglesia a las cinco en punto. La iglesia estaba llena. Casi al cierre del encuentro el hermano Nash se puso de pie y se dirigió a un grupo de jóvenes que se habían levantado en oposición para resistir el avivamiento. Me parece que todos ellos estaban allí, sentados juntos, resistiendo al Espíritu de Dios. Lo que sucedía era demasiado solemne como para que pudieran hacer burla de lo que escuchaban y veían, pero aún así, su terquedad y la rigidez de sus rostros, era evidente para todos. El hermano Nash se dirigió a ellos muy cálidamente, pero les señaló la culpa y el peligro tan grande del curso que estaban tomando. Para el final de sus palabras su discurso se hizo más ferviente y les dijo: "¡Ahora, escúchenme bien, jóvenes, Dios romperá sus filas en menos de una semana, ya sea al convertirlos o al enviar a algunos de ustedes al infierno; y esto es tan cierto como que el Señor es mi Dios!" Cuando dijo esto estaba de pie frente a una banca y dejó caer la mano sobre ella, como para que les quedara claro. Luego se sentó enseguida, agachó la cabeza y gimió con dolor. La casa de reunión estaba tan quieta que parecía que estuviese llena de muertos. La mayoría de la gente tenía la cabeza bajada. Pude ver que los jóvenes se veían intranquilos.

 En lo personal me parecía que el hermano Nash había ido demasiado lejos: había comprometido su palabra diciendo que Dios les quitaría la vida a algunos de ellos y les enviaría al infierno, o convertiría a algunos en el plazo de una semana. Temía que en medio de su emoción el hermano Nash hubiese ido muy lejos y que si lo dicho no llegaba a cumplirse los jóvenes solo serían alentados a continuar con más fuerza su oposición. Como sea, me parece que fue un martes por la mañana de esa misma semana, que el líder de este grupo de jóvenes vino a mí en medio de la más terrible de las angustias mentales. Estaba totalmente listo para rendirse, y tan pronto le presioné un poco se quebrantó como un niño, confesó y se entregó manifiestamente a Cristo. Luego me preguntó: "¿Qué hago ahora, Señor Finney?" Le dije: "Ve inmediatamente a todos tus jóvenes compañeros y ora con ellos, y exhórtales a que enseguida se vuelvan al Señor". Esto hizo y antes de que la semana acabara casi todos, si no todos aquellos jóvenes, alcanzaron esperanza en Cristo.

Pasé a visitar al señor Harris y lo encontré pálido y agitado. Me dijo: "Señor Finney, creo que mi esposa va a morir. Su mente está en tal estado de agitación que no puede descansar ni de día ni de noche y se ha entregado por completo a la oración. Ha estado toda la mañana en su habitación clamando y luchando en oración y temo que llegue a consumir todas sus fuerzas". Cuando la mujer escuchó mi voz en la sala salió de su habitación y vi en su rostro el más celestial y sublime de los brillos. Su rostro resplandecía con una esperanza y gozo que solo podía provenir del cielo. Ella exclamó: "Hermano Finney, ¡el Señor nos ha visitado! ¡Su obra se extenderá en toda esta región! Una nube de misericordia se ha posado sobre nosotros y veremos una obra que jamás hemos visto antes".

 En el otoño de 1855, fuimos otra vez a la ciudad de Rochester, New York, trabajando para ganar almas. Primeramente, no tenía ninguna intención de ir, pero un mensajero llegó con una petición urgente, llevando las firmas de un gran número de personas (de algunos que eran profesores de religión y de otros que no lo eran). Después de pensarlo mucho y orar, decidí que debía ir. Comenzamos nuestra labor allí, y pronto fue muy palpable que el Espíritu de Dios estaba obrando entre la gente. Algunos cristianos en aquel lugar, y especialmente el hermano que vino por mí, habían estado orando fervientemente todo el verano para que Dios derramase Su Espíritu. Algunos cuantos habían estado luchando con Dios, hasta que sintieron que estaban al borde de un gran avivamiento. Cuando hablé de mis reservas acerca de ir a Rochester de nuevo, el hermano que me llevó hizo desaparecer todas mis reservas diciendo: “El Señor te va a mandar a Rochester, tendrás que ir este invierno, y tendremos un gran avivamiento.”

 


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