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Lowell Brueckner

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Charles Finney autobiografía 3

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Nadie puede leer la autobiografía de Charles Finney y dudar de que su palabra penetraba en los corazones de aquellos a quienes hablaba. Ocurría en la conversación privada y también públicamente. Finney atribuyó este poder a su bautismo en el Espíritu Santo. Después de algunos pensamientos, os dejaré ejemplos, en sus propias palabras, de cómo habló a su patrón, y de su interesante conversión; algo con un poco de humor también.

 En este capítulo, quisiera insertar algunos relatos del poder de la oración en un avivamiento. También hay un toque de humor en la primera historia de la oración del anciano diácono, Montague. Sin embargo, es otra demostración del poder espiritual que conmovió a todos los presentes y, desde allí, a toda la comunidad. Montague era un hombre mayor, pero el relato que sigue, después del suyo, trata de jóvenes involucrados en la oración. He aprendido que nada satisface a los jóvenes más que la realidad del mover de Dios. También observamos que el Señor utiliza a la gente joven igual que a los mayores. De hecho, la Biblia enseña que, a menudo, Él llama a adolescentes a Sus propósitos y los usa poderosamente.

 La última parte de esta porción contará con el llamado de Finney al ministerio, demostrando además que el Espíritu Santo no solamente da poder, sino también prepara a Sus siervos para la obra. Este es otro principio claramente enseñado en la Escritura, y es un principio que yo quisiera que los que sirven al Señor, hoy en día, se adhieran a él. En primer lugar, que sepan que son verdaderamente llamados por el Señor y que después entren en la escuela del Espíritu Santo, que inicia con un bautismo en Su presencia. 

 

El patrón de Finney: El licenciado Wright.

 En la mañana a la que acabo de referirme me dirigí a la oficina, y allí me encontraba, experimentando el fluir de renovadas y poderosas olas de amor y de salvación a través de mí, cuando llegó el Lcdo. Wright. Le dije unas cuantas palabras acerca del tema de la salvación­— en realidad no recuerdo qué exactamente. Él me miró con asombro, pero no recuerdo que haya dicho nada. Bajó la cabeza y después de haberse quedado de pie por algunos minutos, abandonó la oficina. No pensé mucho en su actitud, pero más tarde supe que mi comentario le había traspasado como una espada, de cuya herida no pudo recuperarse, sino hasta su conversión.

 También narré que mi conversión sucedió en la arboleda a dónde subí a orar. Poco después de mi conversión, se reportaron muchas otras conversiones en circunstancias semejantes: estas personas habían subido al bosque a orar y allí habían hecho paz con Dios. Cuando el señor Wright escuchó relatar estas experiencias una y otra vez en nuestras reuniones, consideró que él poseía una sala de oración y que no iba a subir a la alameda para luego contar la misma historia que tanto había escuchado ya. Se comprometió fuertemente a eso.

 En mi experiencia ministerial he hallado muchos casos semejantes en los cuales el orgullo en el corazón del pecador se abraza y se compromete con alguna cuestión particular, en ocasiones inmaterial en sí misma. En esos casos se debe renunciar a la disputa, o el pecador nunca podrá entrar al Reino de Dios. He conocido personas que por semanas han permanecido en una gran tribulación mental, presionadas por el Espíritu, pero incapaces de hacer progreso alguno hasta que llegan a rendir aquel punto con el que estaban comprometidos. El señor Wright fue el primer caso de esta naturaleza que pude notar. Después de su conversión contó que el asunto venía a su mente con frecuencia cuando estaba orando, y que le fue mostrado que era el orgullo lo que le impedía dar el paso y lo que le retenía de entrar al Reino de Dios. Aún con esto, no estaba dispuesto a admitirlo. Ni siquiera era capaz de admitírselo a él mismo.

 Trató, de todas las formas, de convencerse y de convencer a Dios de que él no era orgulloso. En cierta ocasión, según dijo, oró toda la noche en su sala para que Dios tuviera misericordia de él, mas en la mañana se sentía aún peor que nunca. Finalmente se enfureció de que Dios no respondiera su oración y sintió la tentación de quitarse la vida. Se sentía tan tentado a usar su cortaplumas para ese propósito, que literalmente tuvo que lanzar la navaja tan lejos como pudo, y como para darla por perdida, para que la tentación no le venciera. Cuenta que una noche, al regresar de una reunión de la iglesia, se sentía tan oprimido por la convicción de su orgullo y por el hecho de que le había prevenido de subir al bosque a orar, que se determinó a convencerse y a convencer a Dios de que él no era un orgulloso. Para eso buscó un charco de lodo en el cual arrodillarse, creyendo que esto le permitiría demostrar que no era el orgullo lo que le impedía ir a la arboleda. Su lucha continuó por varias semanas.

 Mas una tarde, mientras estaba sentado en nuestra oficina con una pareja de ancianos de la iglesia, el joven universalista que había conocido en la tienda del zapatero y que se había convertido, entró corriendo y exclamando: "¡El licenciado Wright se ha convertido!". Luego procedió a decir: "Estaba yendo al bosque a orar, cuando escuché a alguien que se encontraba en el valle gritando en voz muy alta. Me acerqué a la cima de la colina para poder mirar hacia abajo y allí vi al licenciado Wright caminado de un lado al otro y cantando a todo pulmón; cada tanto se detenía y batía las palmas con toda su fuerza y gritaba: '¡Me gozaré en el Dios de mi salvación!'. Luego seguía marchando y cantando nuevamente, se detenía y batía las palmas".

 Mientras el joven nos contaba lo sucedido, he aquí, vimos al licenciado Wright bajando de la colina. Mientras se acercaba a las faldas de la colina, observamos que se encontró con el Padre Tucker, un anciano hermano metodista al que llamábamos de esa manera. Wright corrió hacia él y le levantó en brazos. Después de ponerlo nuevamente en el suelo y de una breve conversación, vino rápidamente a la oficina. Cuando entró notamos que sudaba profusamente—el licenciado era un hombre de peso—y enseguida gritó: "¡Tengo a Dios! ¡Tengo a Dios!". Batía las manos con toda su fuerza y luego cayó de rodillas y empezó a darle gracias a Dios.

 Luego nos contó lo que había estado pasando por su mente, y por qué no había logrado obtener antes esperanza. Dijo que tan pronto como rindió el hecho de no querer ir al bosque, su mente recibió alivio; y que cuando se arrodilló a orar el Espíritu Santo vino sobre él con tal poder que le llenó de sumo gozo, que resultó en la escena de la que el joven fue testigo. Por supuesto, desde ese momento el Lcdo. Wright tomó una postura decidida por Dios.

  

 El diacono Montague, los jóvenes, y el poder de la oración.

 El diácono de la iglesia congregacional era un anciano delgado, enjuto y ya débil, de apellido Montague. Este era un hombre tranquilo en sus caminos y gozaba de buena reputación en cuanto a la piedad; un buen ejemplo del diácono de Nueva Inglaterra. Este diácono estaba presente y le habían designado para dirigir la reunión. Leyó primero un pasaje de las Escrituras, de acuerdo a la costumbre de los congregacionalistas. Luego se cantó un himno y finalmente el diácono Montague se paró detrás de su silla y dirigió a los presentes en oración. Mi hermano dice que el diácono Montague empezó con su oración usual, en una voz grave y débil, pero que pronto empezó a encenderse y a levantar su voz, que se volvió trémula de emoción.

 Continuó orando cada vez con más fervor, hasta que de pronto empezó a balancear el peso de su cuerpo en las puntas de sus pies y sobre sus talones. Otra vez se ponía de puntillas y luego volvía a sostenerse sobre los talones de tal manera que podía sentirse la vibración en el lugar. Continuó levantando la voz, y siguió levantándose en la punta de sus pies y sobre sus talones con mayor énfasis. Y a medida que el Espíritu de oración le dirigía, empezó a levantar también la silla a la par de sus talones y a dejarla caer nuevamente sobre el piso. Pronto estaba levantando la silla un poco más alto y dejándola caer con mayor énfasis. Continuó haciendo esto y aumentando en intensidad hasta que golpeaba la silla de tal modo que parecía estar a punto de romperla en pedazos.

 Mientras tanto los hermanos y hermanas, que se encontraban de rodillas, empezaron a gemir, clamar, llorar y a orar con agonía. El diácono continuó en su lucha hasta que estuvo a punto de quedar exhausto. Mi hermano dice que cuando terminó de orar no había nadie en la habitación que pudiese levantarse de sus rodillas. Solo podían llorar y confesar. Todos estaban derretidos delante del Señor. A partir de esta reunión, la obra del Señor se extendió en todas direcciones y por todo el pueblo. Y así es como en ese tiempo se extendió desde Adams, como centro, por casi todos los pueblos del condado.

 En la siguiente reunión que tuvimos con los jóvenes propuse tener tiempos de oración en nuestras habitaciones en favor del avivamiento de la obra de Dios—que oráramos al amanecer, al medio día y en el ocaso en nuestras habitaciones durante una semana, después de la cual nos reuniríamos nuevamente para ver qué más debía de hacerse. Ningún otro medio fue usado para el avivamiento de la obra. Mas el Espíritu de oración inmediatamente se derramó de forma maravillosa sobre los jóvenes convertidos. Antes de que acabara la semana, supe que algunos de ellos, cuando fueron a tener este tiempo de oración, perdieron sus fuerzas, y eran incapaces de levantarse de sus rodillas dentro de sus habitaciones; y que algunos de ellos se tendían postrados en el suelo y clamaban con gemidos indecibles por el derramamiento del Espíritu de Dios.

 El Espíritu se derramó, y antes de que la semana terminara, todas las reuniones estaban repletas de gente y había tanto interés en la religión como creo que lo hubo en todo el tiempo del avivamiento. Mas lamento decir que se cometió un error, o más bien debo decir que se cometió un pecado por parte de los miembros más antiguos de la iglesia que luego les desembocó en un gran mal. Como supe posteriormente, un número considerable de los miembros antiguos se resistieron a este movimiento de los nuevos convertidos. Estaban celosos del movimiento.

 No sabían qué hacer con él y sentían que los jóvenes eran demasiado atrevidos y que estaban muy desubicados al ser tan audaces y urgir tanto a los mayores de la iglesia. Esta postura terminó contristando al Espíritu de Dios. No fue mucho después de esto que empezó a existir alienación en medio de los miembros mayores de la iglesia, la que finalmente resultó en un gran mal para aquellos miembros que se permitieron resistir el avivamiento. Los jóvenes se mantuvieron bien. Hasta lo que sé, los convertidos casi en su mayoría, se mantuvieron constantes y han sido cristianos eficientes.

 

La llamada a predicar el evangelio.

 Un diácono de apellido Barney entró a verme y me dijo: "Señor Finney ¿recuerda usted que mi causa será juzgada a las diez en punto de esta mañana? Supongo que está preparado". Yo había sido contratado para atender su causa como abogado. Le respondí: "Diácono Barney, he sido contratado por el Señor Jesucristo para defender Su causa. Ya no puedo atender la suya". Él me miró con asombro y me dijo: "¿Qué quiere decir?" Le expliqué, en pocas palabras, que me había enlistado en la causa de Cristo, y le repetí nuevamente que el Señor Jesucristo me había contratado para defender Su causa, y que debía buscar otra persona que haga frente a su demanda judicial—yo ya no podía hacerlo. 

 Siempre me había gustado mucho mi profesión. Pero, como ya dije, una vez que me convertí, todo lo relacionado con ella para mí se veía opaco, y ya no encontraba satisfacción al atender un negocio jurídico. Me hicieron muchísimas e insistentes invitaciones para dirigir demandas legales, a las cuales me negué de manera uniforme. No me atrevía a confiar en mí mismo en medio de la emoción de la impugnación de una demanda, y más allá de esto, el negocio de dirigir las controversias de otros me parecía en sí mismo odioso y desagradable.

 Esta idea al principio me fue de tropiezo. Sentía que había hecho demasiados sacrificios e invertido mucho tiempo y estudio en mi profesión como para ahora pensar en convertirme al cristianismo, si el hacerlo implicaba que estaría obligado a predicar el evangelio. De cualquier forma, finalmente llegué a la conclusión de que debía presentarle la cuestión a Dios. Pensé que cuando inicié mis estudios de leyes jamás lo hice teniendo en consideración a Dios, y por lo tanto no tenía derecho de ponerle condiciones a Él; así fue que dejé a un lado la idea de ser ministro, hasta que esta brotó en mi mente, como relaté que ocurrió cuando regresé de orar en la arboleda.

 

Sin embargo, ahora que había recibido el bautismo del Espíritu, estaba más que dispuesto a predicar el evangelio. De hecho descubrí que no quería hacer ninguna otra cosa. No tenía ya deseo alguno de ejercer el derecho. Todo lo encaminado a mi profesión había quedado atrás y ya no tenía atractivo para mí. Descubrí que mi mente había sido transformada por completo y que dentro de mí una verdadera revolución había tenido lugar. No tenía disposición alguna para hacer dinero. No tenía ni hambre ni sed de placeres mundanos ni de distracciones de ningún tipo. Toda mi mente había sido capturada por Jesús y su salvación. Sentía que nada podía competir con el valor de las almas, y me parecía que no había tarea que pudiera ser más dulce, ni disfrute más grande, que el estar empleado en mostrarle a Cristo a un mundo que agoniza.

 No deseaba ni esperaba trabajar en grandes pueblos o ciudades ni en medio de congregaciones cultivadas, pues no había recibido un entrenamiento regular para el ministerio. Mi intención era ir a nuevos asentamientos y predicar en casas escuelas, graneros o arboledas lo mejor que pudiera. De acuerdo con esto, tan pronto fui licenciado para predicar y con el propósito de empezar mis relaciones con la región en la que pretendía trabajar, tomé una comisión de seis meses ofrecida por una Sociedad Femenina Misionera, ubicada en el condado de Oneida. Me dirigí al norte del condado de Jefferson para empezar mis labores en Evans' Mills, en el pueblo de Le Ray. En este lugar encontré dos Iglesias: una pequeña iglesia congregacional que no tenía ministro, y una iglesia bautista que sí tenía un pastor. Les presenté mis credenciales a los diáconos de la iglesia, quienes estuvieron gustosos de verme y enseguida empecé mis labores. En el pueblo no había una casa de reunión, pero las iglesias adoraban alternadamente en una casa escuela grande, hecha de piedra. Creo que esta escuela era tan grande como para acomodar a todos los niños de la villa. Los bautistas ocupaban la casa un Sabbath y los congregacionalistas el siguiente, por lo que solo podía hacer uso de ella para predicar pasando un sábado. Sin embargo sí podía usar la casa escuela en las noches tanto como me placiera.

 

Un método único de predicar

No deseo que quede en ninguna mente la impresión de que yo pensaba que mis perspectivas y mis métodos eran perfectos, pues no es así. Estaba consciente de que era tan solo un niño y de que no había disfrutado las ventajas de las altas escuelas de aprendizaje. Tan consciente estaba que carecía de semejantes calificaciones capaces de hacerme aceptable, especialmente a los ministros, que le temía a la gente de los lugares populosos, y jamás tuve ambición o propósito de ir a lugares que no fueran nuevos asentamientos o sitios en donde se careciera del evangelio. Ciertamente me sorprendió mucho descubrir con frecuencia, durante el primer año de mi predicación, que las clases más educadas la encontraran tan edificante y aceptable. Esto iba más allá de lo que esperaba y mucho más lejos de lo que me atrevía a desear. Siempre me preocupé de mejorar aquello en lo que notaba que me encontraba en el error. Sin embargo, mientras más predicaba, menos razones encontraba para pensar que estaba errado en aquello que señalaban los ministros.

 Los ministros, en general, evitan predicar lo que sus oyentes podrían interpretar como un mensaje particular para ellos. Les predican acerca de otras personas y de los pecados de otros, en lugar de dirigirse a ellos y decirles: "Ustedes son culpables de estos pecados"; y "el Señor requiere esto de ustedes". Usualmente predican acerca del Evangelio en lugar de predicar el Evangelio. Comúnmente predican acerca de los pecadores en lugar de predicarle a los pecadores. Calculadamente evitan entrar en lo personal, en el sentido de crear la impresión en alguno de que está hablando de él o de ella.

 Sobre esto, he considerado un deber el seguir otro curso y siempre lo he hecho. He tratado de hacer que toda persona presente sienta que me refiero a él o a ella. Y usualmente he dicho: "No piensen que estoy hablando de alguien más. Estoy hablando de usted, de usted y de usted". Los ministros siempre me han dicho que la gente no tolerará que haga eso, y que las personas se levantarán y saldrán por la puerta y nunca más irán a escucharme. Sin embargo esto no ha sido así. Como en todo lo que se dice, los resultados dependen mucho del espíritu con el que se dice. Si la gente ve que lo dicho ha sido en el Espíritu del amor, con el gran deseo de hacerles bien; si no pueden percibir en las palabras la ebullición de un desagrado personal, sino que más bien ven, sin poder negarlo, que les digo la verdad en amor, con el deseo supremo de procurar su salvación individual—muy pocos llegan a guardar resentimiento. Si en el momento se sienten señalados y reprendidos, también sienten la convicción de que lo necesitan y de que al final, de seguro, les hará un gran bien.

 Creo que media hora de discurso fervoroso a la gente, de semana a semana, y de tiempo en tiempo—si el discurso es puntual, directo, fervoroso, lógico—puede instruir a la gente mejor que dos elaborados sermones, de aquellos que preparan los que se los leen a sus congregaciones en el Sabbat. Creo que la gente recordará mucho más lo que se dijo, estará más interesada en el tema y se lo llevará consigo para ponderarlo en mucha más medida de lo que lo haría si hubiera recibido un elaborado sermón escrito.

 Cuando empecé a predicar, y durante los doce primeros años de mi ministerio, no escribí ni una palabra, y comúnmente estaba obligado a predicar sin ninguna preparación, exceptuando la que había recibido en oración. Muchas veces fui al púlpito sin saber sobre qué texto debería hablar, o alguna palabra que debiera decir. Dependía de la ocasión y del Espíritu Santo para sugerirme el texto, y para que abriera en mi mente todo el tema; y ciertamente, en ninguna parte de mi ministerio he predicado con tanto éxito y poder como cuando lo hacía de esa manera. Si no predicaba por inspiración, no sabía como predicar. El que el tema se abriera en mi mente de forma sorprendente para mí era una experiencia común, y lo ha continuado siendo a lo largo de mi vida ministerial. Es como si pudiera ver con una claridad intuitiva exactamente lo que debía decir. Pelotones completos de pensamientos, palabras e ilustraciones, llegaban a mí tan rápido como me fuera posible pronunciarlas.

 Tampoco nadie debe pensar que digo esto presumiendo de una inspiración superior prometida para los ministros, o de una inspiración que los ministros tengan derecho a esperar. Pienso que todos los ministros llamados por Cristo a la predicación del Evangelio, deben estar en tal sentido inspirados como para "predicar el Evangelio con el Espíritu Santo enviado desde el cielo". ¿Qué sino esto quiso decir Cristo cuando dijo: "Id y haced discípulos a todas las naciones—y he aquí yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo?". ¿Y qué quiso decir cuándo habló del Espíritu Santo, diciendo: "Tomará de lo mío y se los hará saber." Y "Él os recordará todo lo que os he dicho?" ¿Qué quiso decir cuando dijo: "El que cree en mí, de su interior correrán ríos de agua viva?". Y "esto habló del Espíritu Santo que habían de recibir los que creían en Él". Todos los ministros deberían y tienen que estar tan llenos del Espíritu Santo, que todo el que escucha debe tener la impresión de que "Dios ciertamente está en ellos".  

 

 

 

 


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