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Lowell Brueckner

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Lo que palparon nuestras manos, capítulo nueve

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Margarita y yo, de recién casados, fuimos a vivir a Cacahuatepec, Oaxaca, en octubre de 1966. Enseguida, empezamos a ir casa por casa compartiendo con la gente la razón por la que habíamos llegado a su aldea y hablándoles del evangelio. Después, empezamos a visitar el siguiente pueblo, llamado Amuzgos, situado al norte. La carta es una de las tres que recibimos de esa aldea en noviembre, hace 47 años, amenazándonos. Todas eran anónimas. Aún así, continué yendo.. Un día me estaban esperando frente a mi furgoneta para lanzarme unos 20 cubos de agua. ¡No importaba!… el día era bastante caliente.


CAPÍTULO 9


UNA DEFENSA INEXPUGNABLE

Tenía doce años cuando mi padre me desafió con estas palabras: “¡Dios te va a hacer responsable de las cosas que estás viendo y experimentando!”. Esa era una carga bastante pesada para un adolescente. Erwin Brueckner no era de los que se andaba con rodeos al hablar, y no es necesario que diga que nunca olvidé aquellas palabras.

Mi hermana de dieciocho años acababa de morir de leucemia. Dios estaba actuando de forma especial en aquellos días, y yo me iba a referir a aquel período de tiempo durante el resto de mi vida. Nunca pude aceptar la idea de llevar el nombre de “cristiano” sin la intención de vivir cien por cien para Cristo. A los veinte años tomé una firme decisión. Si me iba a poner a trabajar a diario para acumular “cosas” y ahorrar para cuando me retirara, tendría que abandonar toda pretensión de ser cristiano; pero, si por el contrario, iba a nombrar el Nombre que está por encima de todos los demás nombres y aspirar a la vida eterna, entonces iba a entregarme con todo mi ser; cuerpo, mente, corazón y alma.

Poco tiempo después dejé mi trabajo y me dediqué durante un año a la oración y al estudio intenso de la Biblia. Estoy seguro de que Dios había escogido algunos libros especiales para que los leyese, los cuales me impresionaron profundamente. Uno de ellos se titulaba “Pasión por las almas”, de Oswald Smith. En él, el autor presenta argumentos irrebatibles sobre la obra misionera en el mundo. Hace poderosas preguntas que un cristiano sincero no puede dejar de lado, como por ejemplo: “¿Debería alguien oír el evangelio dos veces antes de que todo el mundo lo haya oído una vez?“ Si el deseo de Cristo era que el evangelio fuese predicado a los que lo desconocían, entonces yo quería que mi vida sirviera para ese propósito.

No creo que fuese una casualidad que Oswald Smith predicara en el campamento bíblico Medicine Lake, la misma noche que recibí al Señor en mi vida. Fue dos días antes de mi cumpleaños. Mucho tiempo antes, papá y mamá me habían preguntado si había pensado alguna vez en la salvación de mi alma. Yo simplemente respondía: “¡No!” Aquella pregunta me irritaba. Estaba claro que me rebelaba a Dios.

No puedo recordar ni un solo segmento del mensaje predicado aquella noche en el campamento. Sólo sé, que tan joven como era, estaba atravesando una crisis; una batalla se estaba librando en mi interior. La rebeldía y el orgullo luchaban por mantenerme en mi lugar, lejos de responder a la llamada para acercarme al frente a orar; pero en ese momento, otro pensamiento entró en mi mente para combatir las fuerzas del egoísmo: “Entonces, ¿vas a permitir que te venza el demonio? ¿Es él quién va a gobernar tu vida?” Aquel argumento tenía la fuerza suficiente para conducirme hacia adelante. Cada hueco al frente estaba ocupado por gente, por lo que tuve que buscar un asiento en los bancos de la primera fila. Ninguno de los consejeros vino a mí; fue mi madre quien oró y me llevó a recibir a Jesús. Cuando me levanté miré, literalmente, para ver si mis pies tocaban el suelo. ¡Era tal la carga de la que me había desprendido…!

En 1965 fui a Méjico. Fue una sencilla llamada. Jesús dijo a sus discípulos: “Id por todo el mundo”, y a mí me dijo: “Si tu no obedeces, ¿quién crees que lo hará?” Poco tiempo después conocí a Margaret Peterson, quien se convertiría en mi esposa el 29 de Mayo de 1966. Nos casamos en una iglesia de Villa del Carmen, no muy lejos de la ciudad de Monterrey, Nuevo León. Supimos que existía la Costa Chica de Oaxaca a través de un misionero veterano que había hecho un viaje de exploración en una avioneta, quien regresó con un emocionante informe. El estado de Oaxaca, junto con el vecino estado de Guerrero, estaba considerado como uno de los territorios más pobres y con más alto índice de criminalidad de Méjico. Un alto porcentaje de la población era analfabeta. Los negros descendientes de esclavos, que habían sobrevivido a un naufragio, ocupaban las costas del Pacífico. En las montañas vivían los indios mixtecos y amusgos, que en su mayoría no hablaban español. Toda aquella gente de la Costa Chica desconocía el evangelio de Jesucristo. ¡Ese era el lugar que yo había estado buscando!

El 6 de octubre de 1966, Margarita y yo llegamos a Cacahuatepec, Oaxaca. Era un pueblo de tres mil habitantes que no tenía electricidad ni teléfono. Las lluvias borraban la única carretera que llevaba al pueblo, y lo que es peor, allí no había ley ni orden. No pude evitar acordarme de la advertencia que me hizo un pastor del norte de Méjico: “Ve a ese territorio si crees que debes, pero te prometo que no saldrás vivo”.

La vida no era muy agradable en la Costa Chica. Las paredes de las casas, en su mayoría, estaban hechas de adobe tostado al sol, e incluso, había algunas más simples, hechas con palos y barro. El techo, es decir, el esqueleto del tejado, lo formaban varas con tejas sueltas puestas encima. Cuando llovía siempre se formaba una bruma en el interior de la casa. Desde la cama veíamos correr las ratas por la madera de debajo de la teja. Afortunadamente no podían bajar por las paredes, aunque los escorpiones, a veces, sí que caían al suelo. Dudo que, por los veinte dólares mensuales que pagábamos, el alquiler fuera una ganga.

El mobiliario de nuestra sala estaba compuesto por tres sillas plegables de nylon y una cama que servía de sofá. Nos enorgullecíamos de poseer un tocadiscos a pilas que colocábamos en una bandeja. En la cocina teníamos una mesa plegable, cuatro sillas, un horno de gas y un cajón de hielo que hacía de nevera. Cada noche, encendíamos nuestras dos linternas Coleman. Algunos de los residentes de la aldea pensaban que éramos tremendamente extravagantes.

Las tormentas eran feroces. Durante los fuertes aguaceros, las calles se convertían en ríos; ríos que se hacían infranqueables en la parte baja del pueblo. Las casas no estaban protegidas con pararrayos. Fuimos testigos de cómo dos chicos transportaban a otro, al que había alcanzado un rayo, y escuchamos muchas historias de accidentes similares debido a las tormentas eléctricas.

Los problemas físicos y sociales parecían insuperables. Con poca ayuda médica y aún menos dinero para pagar la que había, los niños morían por una simple disentería o unas paperas. Se aceptaba el alcoholismo como un hecho. La mayoría de los adultos morían a causa de heridas provocadas por un machete o una escopeta, y casi nunca pasaba una semana sin que hubiera un asesinato en Cacahuatepec.

Los residentes locales nos miraban con recelo, lo cual no me sorprende en absoluto. ¿Por qué razón una pareja de americanos iba a querer vivir en un lugar tan incómodo y peligroso situado en un rincón escondido del mundo? Los jóvenes, con pocos estudios escolares, pensaban que éramos agentes de la CIA, y el cura estaba convencido de que pretendíamos dividir al pueblo religiosamente.

Había dos instalaciones de luz en el pueblo. El heladero, nuestro vecino de enfrente, tenía una, y el cura tenía la otra. Por los altavoces de la iglesia aconsejó a todo el pueblo que nos discriminaran a toda costa. Un día que yo no estaba, nuestro casero le advirtió a mi mujer que yo no debía salir de casa por la noche. Había oído decir que un amigo del cura quería matarme. La decisión que había tomado siendo un niño de enfrentarme al enemigo, cobraba dimensiones reales ahora.

Después de que oscureciera, vimos a través de la rendija de la puerta principal, cómo un hombre se paseaba de arriba abajo por la calle. Era más alto que la mayoría de los hombres del pueblo y llevaba una pistola en cada cadera. Una noche, mientras hacíamos una reunión, disparó a la multitud, yendo una de las balas a parar al hombro de un niño. La gente se le echó encima y tuvo que abandonar el pueblo.

Cada miércoles subía por el sendero de una escarpada montaña para dirigirme a la aldea de Ocotlán donde se realizaba un estudio bíblico. Aunque la población no pasaba en número a la de Cacahuatepec, los asesinatos se sucedían con más frecuencia en esa aldea. El hermano de uno de los hombres que asistía a los estudios era un asesino. Me lo dijo nuestro vecino una vez que ambos visitaron mi casa. “Este es un hombre que necesitas convertir”, dijo, “ha matado a varias personas”. Sin embargo, a aquel hombre, no le interesaba el evangelio. Una noche, después de que me fuera de Ocotlán, le prometió a su hermano, que la próxima vez que les visitara sacarían mi cadáver del pueblo. Sin sospechar el peligro que corría subí la montaña como cada miércoles. Cuando llegué fui informado, no sólo de su amenaza, sino también de que habían encontrado el cuerpo de ese hombre cosido a balazos justo a la salida del pueblo.

En los pueblos mejicanos no hay patios delanteros ni aceras, pero las casas están justo al lado de calles de tierra o piedras. Era una noche de domingo de Pascua en la que hice un viaje de hora y media a caballo para llegar a una casa en Huajintepec para predicar el evangelio. La puerta de la casa daba a la calle y estaba abierta; también había una gran ventana por la que se veía a un hombre sentado. A mitad de mi mensaje acerca de la resurrección, se oyó un disparo en la calle.

Interrupciones como ésa eran bastante comunes, por lo que seguí hablando. Después, se oyó otra explosión, pero esta vez mucho más cerca. El hombre de la ventana se echó al suelo y cerró de golpe la ventana de madera. Alguien cerró con llave la puerta principal y pusimos a los niños a salvo en una habitación de la parte trasera de la casa. Cuando todo pasó, salimos a la calle y vimos dos casquillos de bala en el marco de la puerta, justo donde yo había estado predicando; un lugar bastante visible desde la calle. ¿Como pudieron fallar los disparos? Esto es algo que nunca supimos; quizá el asaltante estaba borracho.

Otro día, mientras estaba enseñando la Biblia en Putla, un pueblo grande a 80 km al norte de Cacahuatepec, un oyente interrumpió mi charla con amenazas y se marchó, regresando más tarde con una pistola. En otra ocasión, unos bandidos enmascarados bloquearon la carretera cuando yo volvía de Pinotepa. Se quedaron con cuatro dólares que llevaba en la cartera después de haber sacado dinero del banco y haber ido de compras. Cuando me di cuenta de que no me iban a disparar, me recompuse y le regalé una copia del Nuevo Testamento a cada uno. Los atracos eran frecuentes en las carreteras de Costa Chica. La diferencia es que aquella vez pude vivir para contarlo, ya que en los demás asaltos de que me habían hablado, el conductor había sido asesinado.

En otra ocasión, un visitante que conducía por mí, perdió el control y derrapamos por la ladera de una montaña. Al principio pensé que íbamos a volcar, sin embargo el vehículo no se detenía, precipitándose a través de la vegetación. Por fin nos detuvimos viendo como nos habíamos quedado inclinados ante un barranco de unos cuatro metros de altura. Inspeccionando el camino que habíamos abierto a través de la espesa vegetación, notamos que nos habíamos librado de chocar contra árboles inmensos, habiendo efectuado un giro de noventa grados ante una enorme roca. Era evidente que una “mano invisible” nos había guiado y detenido antes de que cayésemos por el barranco. Resultamos ilesos y el coche tan sólo sufrió una pequeña abolladura en el parachoques delantero.
 
La realidad de fuerzas espirituales que se oponían durante aquellos años de evangelización pionera, era evidente. Fuésemos donde fuésemos, éramos desafiados de uno u otro modo. Éramos invasores en territorio enemigo. Proclamábamos la palabra de Dios por primera vez en muchos pueblos, y Satanás perdía a muchos de sus seguidores. Se levantaban fuerzas en defensa de su propiedad y estábamos en constante peligro. Espero que haya quedado más claro que el agua, que yo no hubiese podido sobrevivir para contar la historia, de no haber sido por el poder protector del Señor.

La casa donde vivíamos en Cacahuatepec, como se ve ahora
con la calle pavimentada y cables de luz eléctrica
David escribió en los Salmos: “Dios es mi refugio”. El Salmo 119 dice: “Tú eres mi escudo y mi escondite”. Salomón dijo: “El nombre del Señor es como una torre inexpugnable; los justos que entran en ella, están a salvo”. Esto no es mera poesía. Quiénes escribieron la Biblia, hablaban desde la experiencia, sabiendo que el Señor era su protector, mientras ellos vivían dedicados a Sus negocios.

 Os puedo asegurar que Él sigue siendo el protector que era. Cuando alguien entra en un lugar de gran necesidad y presenta a Cristo como la única respuesta a esa necesidad, entra en el corazón de Dios. Él removerá el cielo en nombre de esa persona. Jesús hizo una promesa a sus discípulos: “Os he dado poder para que andéis sobre serpientes y escorpiones, y para que os enfrentéis al enemigo, pues nada os hará daño”. El apóstol Pablo añade: “Si Dios está de nuestra parte, ¿quién nos puede hacer frente?”




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