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Lowell Brueckner

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Buscando el Espíritu del Reino, capíitulo siete

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En el principio de este mes en un artículo titulado “El principio tras la protesta” , cité lo que A. W. Tozer escribió sobre el evangelismo: “Si se le pudieran quitar las numerosas cargas del tiempo (a un hombre), la poderosa carga de la eternidad comienza a pesar sobre él con un peso más aplastante que todas los sufrimientos del mundo amontonados uno sobre otro. Esa  poderosa carga es su obligación con DIOS. Comprende un acuciante deber de amar a Dios durante toda la vida con todas las fuerzas de la mente y del alma, de obedecerle de manera perfecta y de adorarle de manera aceptable. Cuando la angustiada conciencia del hombre le dice que no ha hecho ninguna de estas cosas, sino que desde la niñez ha sido culpable de una necia rebelión contra la Majestad del cielo, la presión interna se podría volver difícil de soportar. Con todo, A MENOS QUE SE SIENTA EL PESO DE ESA CARGA, EL EVANGELIO NO PODRÁ SIGNIFICAR NADA PARA EL HOMBRE; Y HASTA QUE NO TENGA UNA VISIÓN DE UN DIOS EXALTADO POR ENCIMA DE TODO, NO HABRÁ TEMOR NI CARGA ALGUNA. EL BAJO CONCEPTO DE DIOS DESTRUYE EL EVANGELIO PARA TODO EL QUE LO TENGA.” En este capítulo vamos a considerar como debemos evangelizar y la necesidad de recibir del cielo para poder hacerlo.


CAPÍTULO 7

EL ESPÍRITU SANTO EN EL EVANGELISMO

EL MENSAJE DEL AMOR ES PARA CREYENTES

Jesús también habló del Espíritu Santo en cuanto a la obra de evangelismo: “Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado” (Jn. 16:8-11). Es importante, antes de considerar este versículo, ver la pregunta hecha por Judas (no el Iscariote) a Jesús: ¿Señor, cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo?” (14:22). Jesús primeramente contestó en cuanto a porqué se manifestará a los Suyos, y después porqué no se manifiesta a la gente del mundo. “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (vr.23). El propósito de Jesús era establecer una relación personal de amor entre Sus discípulos y Dios. En Su oración al Padre en el capítulo 17:3, nos hizo saber que la vida eterna consiste en conocer al Padre y al Hijo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”.


El mandamiento sobre todos los mandamientos es: “Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma, todo tu cuerpo, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. Esta es la meta de cada persona que nace de nuevo y que entra en una relación con el Padre y el Hijo. Cuando el Espíritu Santo entra y hace Su obra, transformando el corazón del nuevo creyente, Él abre sus ojos para que pueda ver la abundancia del amor de Dios por él, demostrado en la cruz de Cristo. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:8). Esto no es fruto del esfuerzo por parte de la persona, ni tampoco es un proceso; es un milagro que solamente Él puede hacer. Hemos hablado anteriormente acerca de cómo Jake DeShazer experimentó este milagro en una prisión japonesa; cómo su odio se transformó en amor hacia los japoneses. Él afirmó la imposibilidad del ser humano en poder cultivar este amor en su vida. Dios lo hizo en él cuando se entregó a Cristo. Lo que sigue es un proceso en el que este amor se va perfeccionando en los convertidos.

Para este estudio, lo más importante es saber que el Espíritu manifiesta esta obra en el creyente, no en los que todavía son del mundo. Siendo tan importante como lo es, quisiera citar lo que sea necesario de la Biblia para que esta enseñanza quede lo suficientemente clara. “El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn. 14:24). El incrédulo no tiene en sí mismo la capacidad ni la posibilidad de amar a Dios. Por naturaleza, no puede guardar Su palabra ni entender las cosas de Dios.

Pablo no hizo más que confirmar en 1 de Corintios, lo que Juan recordó en su evangelio de las palabras de Jesús. En cuanto a la pregunta que Judas había hecho a Jesús: “¿Cómo es que te manifestarás a nosotros y no al mundo?”, esta es la respuesta de Pablo: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co. 2:9). Pablo afirma que Dios se manifiesta a los que le aman. “Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (vr. 10). Solamente el Espíritu Santo revela los misterios de Dios a los que le aman. “Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido… pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (vrs. 11-14). El hombre natural, sin el Espíritu de Dios morando en él, solamente tiene el espíritu del mundo, y por eso no puede entender lo que es de Dios.

Para poder alcanzar eficazmente a los perdidos tenemos que reconocer esta enseñanza. Según la cultura del siglo XXI y la mentalidad que la acompaña, la manera en la que Jesús habló de los pecadores no sería correcta ni adecuada para este tiempo. Por esta, y posiblemente por otras muchas razones, si Jesús volviera a esta tierra sería rotundamente rechazado. Él instruyó a Sus discípulos diciéndoles: “No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos” (Mt. 7:6). Está claro que no estaba hablando de animales literalmente, sino de hombres, cuyos espíritus no habían sido regenerados. Ellos jamás podrán entender las riquezas celestiales y, sobre todo, no podrán captar correctamente lo que es el amor de Dios. Lo malinterpretarán y lo despreciarán. El evangelismo de nuestros días, que ofrece al pecador las perlas del amor de Dios, está ignorando y echando a un lado lo que Jesús enseñó. El resultado es una iglesia llena de gente “medio convertida”.

EL ESPÍRITU CONVENCE DE PECADO, JUSTICIA Y JUICIO

El mensaje que el Espíritu Santo quiere dar al mundo por medio de Su pueblo no es “Cristo te ama”, sino convencerlo de pecado, de justicia, y de juicio. El Espíritu de Dios vino a un mundo que había rechazado a Jesucristo, y por eso tiene que enfrentar al hombre pecador con estos tres asuntos. Él tiene que verlos como una terrible realidad, para que así, sintiendo que no tiene nada ni nadie a quien acudir, sino sólo a Cristo, Él le salve. El Espíritu trae una convicción al corazón de tal manera que el corazón del hombre queda atrapado en las garras del Espíritu. Es más que convencido; la realidad de las cosas eternas toma posesión de su ser y no puede hallar paz hasta que se rinde.

De pecado, por cuanto no creen en mí. La fe que viene de Dios y halla a Jesús como su objetivo, es el único medio que obra para la salvación en la vida de un hombre. El hombre, por naturaleza, es incrédulo y no puede creer verdaderamente. Si pretende ser cristiano tiene que saber que su fe sólo produce una falsa esperanza y que, a pesar de su religión personal, no ha creído verdaderamente en Cristo. Ya que el hombre no tiene en sí la fe necesaria para acercarse a Dios, sólo le queda clamar como un pecador arrepentido, sin recursos, y rogarle que tenga misericordia de él, como el publicano en Lucas 18:13. Pero solamente puede llegar a este estado por la obra del Espíritu, quien le da gracia para llegar al arrepentimiento, que es el primer paso hacia la salvación. Hasta que el hombre no se arrepiente, no puede creer. ¿Para qué concederá Dios fe a alguien que no quiere dejar su vida pecaminosa? Por eso el Espíritu Santo primeramente trata con el asunto del pecado en la vida de la persona. Él trae esta convicción a su corazón por medio de Su palabra. Esta es la parte negativa, lo que uno tiene que dejar o a lo que tiene que renunciar para así poder dar el primer paso positivo de creer. Una vez llegado a este punto de desesperación y rendimiento, Dios le dará la fe que necesita para poder confiar en la Persona fiel y divina, el Dios/Hombre, Cristo Jesús, y creer en Su obra poderosa en la cruz y Su salida victoriosa de la tumba, para ser salvo. Dios crea esta fe en el hombre también por medio de la predicación de la palabra. “La fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios” (Ro.10:17).

De justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más. El hombre pecador tiene que saber que Dios es justo y su justicia es perfecta, y no pasará por alto la más mínima infracción de su ley. La perfecta justicia de Dios no le permite perdonar a menos que se efectúe un justo pago por cada delito. Si Él no fuera así, nadie podría tener la garantía de una eternidad feliz. Pero al terminar la Biblia nos asegura que en Su santa ciudad “no entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Ap. 21:27). Jesús cumplió y satisfizo la justicia perfecta de Dios y se fue al cielo. Entonces, fue aceptado por el Padre y sus discípulos no volvieron a verle. Ahora la obra del Espíritu Santo aquí en el mundo, por medio de Su pueblo, es convencer a los hombres.

De juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado. La justicia perfecta demanda un juicio seguro. La obra del Espíritu es hacer que el hombre en su interior reconozca y tiemble ante la realidad del infierno. Por eso, este mensaje tiene que ser presentado por los que Él unge, de tal modo que el que escucha sepa que un juicio que determina su destino eterno está por delante. Jesús en su muerte estuvo “despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col. 2:15). El príncipe de este mundo ya ha sido juzgado y un día todo su reino se va a venir abajo con él. Todos sus súbditos viven en la Ciudad de la Destrucción y, como el peregrino en el libro de John Bunyan, tienen que llegar a esta convicción y huir de la condenación.

Este fue el mensaje de Pablo, que vemos en acción en el libro de los Hechos 24:25: “Al disertar Pablo acerca de la justicia, del dominio propio, y del juicio venidero, Félix se espantó, y dijo: Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré”. El Espíritu Santo nos convence de justicia, juicio y pecado… Aquí habla de justicia y juicio, pero no usa la palabra “pecado”. El “dominio propio” fue lo que Pablo utilizó para demostrar a Félix que era un pecador (por la falta del dominio propio). El domino propio 113
es la capacidad de poder decir “no” a las tentaciones que uno, por su conciencia, sabe que son malas y destructivas. Este hombre, como muchos otros hombres importantes, era esclavo de sus pasiones y vivía entregado a ellas. El mensaje le convenció de su pecado pero, en vez de arrepentirse, quiso escapar, mandando a Pablo otra vez a su celda. La verdad es que Pablo era libre en su espíritu, mientras Félix era prisionero del pecado y destinado al castigo eterno.

Pero resultados mucho más positivos que este hemos podido observar en muchísimas otras personas, como por ejemplo el de una chica en Alemania que me habló de no poder dormir durante dos o tres noches después de haber recibido por correo un folleto del evangelio. También una nieta nuestra de cinco años lloraba por sus pecados todo el tiempo y en todas partes, hasta que halló paz en Cristo. Igualmente, un comandante americano de una base militar en Alemania tuvo visiones espantosas de él mismo en las llamas del infierno.

Si indagas cómo presentaron el mensaje personas que, en las manos del Espíritu, fueron muy útiles para la salvación de almas, te convencerás de que todos ellos hablaron del pecado, la justicia, y el juicio. Los predicadores, John Wesley y George Whitefield, después de presentar estos tres asuntos a miles de personas al aire libre, pudieron presenciar cómo una Inglaterra corrompida se puso en pie moralmente otra vez a través de sus ministerios. Según los cálculos realizados, quinientas mil personas recibieron a Cristo por medio del ministerio de Charles Finney, de los cuales un noventa por ciento de ellos siguieron fielmente a Cristo durante toda su vida. Muchas veces, al hablar de forma directa sobre los  
pecados de sus oyentes, al principio les veía enfadados, después asustados, pero finalmente, cuando les presentaba la salvación, estaban gozosos y tranquilos. Duncan Campbell, que estuvo presente en el avivamiento de 1949-50 en las islas de Escocia, no predicó el evangelio en las reuniones públicas, sino en las casas de las personas que habían caído bajo una gran convicción de sus pecados y que se encontraban desesperadamente afligidas por su condición delante de Dios.

Como todos los que hemos mencionado anteriormente, Charles Spurgeon decía que el corazón del hombre perdido no puede recibir el evangelio hasta que esté convencido de su transgresión contra la ley de Dios y el juicio que resulta. Él fue un famoso pastor del siglo XIX en Londres, y uno de los autores más leídos desde entonces por toda la verdadera iglesia, sin importar su denominación.

Estoy seguro que algunos, o quizá muchos, de los que leerán estas palabras, tendrán que admitir que jamás han oído el mensaje de salvación presentado de esta manera. Esto nos demuestra cómo el pueblo de Dios se ha desviado de la obra del Espíritu en el evangelismo. Debo advertirte también de una mentira peligrosa que tiene mucho que ver con la dirección errónea en que va la iglesia hoy en día. Ten mucho cuidado con la persona que, consciente o inconscientemente, pretende engañarte diciendo: “Sí, pero eso fue en el pasado. Estamos viviendo en otros tiempos y la gente ha cambiado. No podemos vivir en el pasado. Tenemos que ver la manera de alcanzar al pueblo de hoy”.

¿Has oído esto alguna vez? Yo sí, muchas veces. Viví un movimiento en los años 1950-1960 que iba fuertemente en esa dirección, basándose en los versículos en los que Dios habla de hacer nuevas cosas. Como es la tendencia, hubo gente que reaccionó de forma radical, eliminando todo lo que tenía que ver con el pasado, incluso los himnos antiguos. Actualmente existe gente que en aquel tiempo fue influenciada por estas ideas, y que hoy en día sigue con la misma mentalidad. Es un viejo argumento que el pueblo de Dios ha tenido que soportar también en tiempos pasados. Mi amigo Leonard Ravenhill fue acusado de lo mismo. Él respondió: “Yo hablo del verdadero cristianismo donde lo encuentro, sea en el pasado o en el presente”. Lo que pasa es que hay mucho menos cristianismo verdadero del que hablar en el siglo XXI que el que hubo en otras épocas.

Como este argumento es muy común, con un poco de ironía y buen humor, alguien escribió esta canción en inglés hace muchos años:

Fue en una reunión “anticuada”, en un lugar “anticuado”,
Donde unas gentes “anticuadas” tenían la gracia “anticuada”,
Y yo, como un pecador “anticuado”, vine para orar,
Y Dios me escuchó y me salvó, de manera “anticuada”.

Es el evangelio “anticuado” lo que salva eternamente al alma, donde el Espíritu Santo trae una fuerte convicción de pecado, justicia y juicio. Lo que me anima son las nuevas noticias de un movimiento entre el pueblo de Dios que reconoce la pérdida de estas joyas, y desea volver a las bases y a los principios que no cambian. El Espíritu Santo está moviéndose entre ellos.

UN RÍO DE AGUA VIVA

En el mismo texto en que Jesús estaba hablando del don del Espíritu Santo, también dio esta promesa: “Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn. 14:13). Me reitero en lo que digo y escribo muchas veces, acerca de que la oración debe ser la actividad prioritaria de la iglesia. Según nos dijo Jesús, la iglesia debe ser reconocida como “la casa de oración”. Sin embargo, al hablar de la oración, no estamos hablando de un rito religioso, cargado de repeticiones y vanos esfuerzos humanos, sino de almas conmovidas apasionadamente por el Espíritu, que derraman sus anhelos y necesidades delante del trono del Padre.

Lucas, claramente, conecta la oración con el Espíritu Santo, por eso su evangelio ha sido llamado: El evangelio de oración. Para la persona que desee estudiarlo con más detenimiento, daré una lista de versículos de este evangelio donde se hace referencia a la oración: 1:10, 13; 2:37; 3:21; 5:16; 6:12; 9:18, 28, 29; 10:2; 11:1-13; 18:1-14; 19:46; 21:36; 22:40-46. Además, también se le puede llamar el evangelio del Espíritu Santo, ya que es un tema que aparece desde el primer capítulo: “(Juan Bautista) será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre… El Espíritu Santo vendrá sobre ti (María)… Elizabeth fue llena del Espíritu Santo… Zacarías su padre fue lleno del Espíritu Santo, y profetizó…” (vrs. 15, 35, 41, 67).

No pocos han sugerido que el segundo libro escrito por Lucas debería ser llamado Los Hechos del Espíritu Santo en lugar de Los Hechos de los apóstoles, y creo que tienen razón. El primer versículo del libro comienza diciendo: “Hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar”. (Sólo quisiera resaltar aquí el orden de los verbos que Lucas presenta… Primero Jesús hace y después enseña). En otras palabras, en los Evangelios tenemos sólo el principio de la obra que Jesús continuó haciendo y enseñando en el libro de los Hechos. Esto podemos verlo también en lo que escribió Marcos al finalizar su evangelio, cuando dijo que los discípulos salieron y “predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían” (Mc. 16:20). Como verás, dice que el Señor les estaba ayudando, refiriéndose a Cristo Jesús. Aunque Él había ascendido al cielo para estar a la diestra del Padre, Su presencia continuaba siendo una realidad entre los discípulos por medio del Espíritu Santo. Fiel a Su carácter y a Su ministerio, el Espíritu Santo glorifica al Padre en el Hijo. Él atribuye la obra a Cristo. Como Jesús dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. De igual manera, el que ha experimentado la obra del Espíritu, ha experimentado la obra de Cristo.

Es el Espíritu el que nos conduce en la vida de oración, para que “el Padre sea glorificado en el Hijo”. ¿Por qué se relacionan la oración y el Espíritu? La respuesta es porque Él nos hace recordar constantemente las palabras de Jesús: “Sin mí, nada podéis hacer”. Por lo tanto, el cristiano, arrodillado delante del Señor, debe reconocer su debilidad y la necesidad que tiene de Dios. Esta debería ser la única motivación que le lleve a orar, sabiendo que no podrá hacerlo sin la ayuda del Espíritu. Tenemos que ser completamente dependientes de Dios, porque si no es así, la oración podría ser solamente el hecho de un egoísta, buscando la ayuda de Dios para cumplir sus anhelos personales. El Espíritu nos conduce a orar de acuerdo a la voluntad de Dios para Su gloria. Cuando es así, entonces, todas las peticiones son escuchadas y contestadas.

Desde antes que Jesús empezara Su ministerio, Juan Bautista habló de Él en relación a las dos principales obras que iba a llevar a cabo. La primera es que Jesús iba a ser el Cordero de Dios que quitara el pecado del mundo, y la segunda es que iba a ser el que bautizara con el Espíritu Santo (Jn. 1:29,33). En el último día de la Fiesta de los Tabernáculos, Jesús estaba presentando Su segunda obra al exclamar: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Jn. 7:37-38). En el siguiente versículo, Juan aclara: “Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él”. El Espíritu Santo es la fuente de agua viva que, por medio de personas como tú y yo, genera vida dondequiera que fluye.

Al hablar de esto Jesús tenía que estar refiriéndose a Ezequiel 47, donde las aguas salían de debajo del umbral de un templo profético. Lo que quiere decir proféticamente este templo, al final de los siglos, es un estudio en el que no puedo meterme ahora. Pero Pablo nos enseñó que ahora nosotros somos el templo del Espíritu Santo: “¿Ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Co. 6:19-20).

Si observas la puerta de un templo, verás que a las aguas que pueden fluir bajo ella no le podríamos llamar ríos. La gran vida del Espíritu que mora en nosotros, su templo, tiene posibilidades ilimitables, pero, por el peligro que existe de que nos sintamos orgullosos, Dios no nos permite ser conscientes de las evidencias que producen esas aguas que fluyen de nosotros para dar vida. Sólo nos toca ver un poco, que es suficiente para animarnos a seguir adelante. Sabemos que la gloria tiene que ser solamente para Aquél que es digno de recibir todo el honor, porque sólo Él es la fuente de agua viva.

Pero Ezequiel, al describirlo, dice que fue llevado por el agua unos cuatrocientos cincuenta metros, y que el agua le llegaba por los tobillos. Cuatrocientos cincuenta metros más adelante, el agua le llegaba hasta sus rodillas, y cuatrocientos cincuenta metros después, hasta sus lomos. En los últimos cuatrocientos cincuenta metros, todo su ser fue llevado por el río, ya que no podía mantener los pies en el suelo. Si no es por creer que es un río de agua viva, que tiene vida y crece por sí misma, no hay manera de explicar su crecimiento. En el versículo 9 de Ezequiel 47, ya no está hablando de un río, sino de ríos, que dondequiera que van generan vida. Esto ilustra la obra inexplicable del Espíritu Santo.

Según lo que dijo Jesús, esto es lo que pasará a los que acudan con sed y beban de Él. No solamente saciarán su sed, sino que sus vidas servirán para compartir el agua con otros.

EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU SANTO

Algunos han confundido el Bautismo en el Espíritu Santo, del cual habló Juan Bautista, con una obra del Espíritu, de la que habló Pablo. Anteriormente, en otro capítulo, cité lo que escribió este último: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Co. 12:13). Pero éste no es el mismo acontecimiento del que habló Juan Bautista. Juan nos declaró que Jesús es el que bautiza, pero en la enseñanza de Pablo lo hace el Espíritu Santo. El medio en que el Espíritu bautiza es un cuerpo, que es el cuerpo espiritual de Cristo, que es la iglesia. Pero el medio por el que Jesús bautiza es el Espíritu Santo.

El cristiano es una nueva criatura. La nueva creación es una obra llevada a cabo en la persona de Cristo Jesús. Pablo nos enseña que Él es el “postrer Adán”. El principio de la raza humana fue la creación de Adán, a quien Dios formó del polvo de la tierra y sopló en él aliento de vida. Pero una raza nueva vino a través de una creación por medio de Jesús. Después de Su muerte y resurrección, reunido con sus discípulos, sopló y dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. 20:22). Cada persona que nace de nuevo, nace así del Espíritu (Jn. 3:5), y después de haberle recibido le tiene morando en él (Ro.8:9). El Espíritu Santo es quien hace a la persona un miembro del cuerpo de Cristo, es decir, le bautiza en este cuerpo.

Sin embargo, lo que pasó en el día del Pentecostés, en el aposento alto, sucedió al principio de un libro basado en la obra práctica de la evangelización, la formación y el desarrollo de la iglesia. En el primer capítulo nos da una promesa y el resultado de haberla experimentado: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hch. 1:8). En el capítulo 2, el Espíritu Santo llenó toda la casa, y todos los que estaban presentes fueron bautizados en el Espíritu Santo. Pedro atribuyó este derramamiento del Espíritu a Jesús: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (vrs. 32-33). En el capítulo 4, las mismas personas fueron nuevamente llenas del Espíritu (vr. 31). En el capítulo 8, los creyentes habían sido bautizados en agua, símbolo de que ya habían muerto a la vida vieja y habían nacido de nuevo. Después de esto el Espíritu descendió sobre ellos.

La historia de la iglesia contiene el testimonio de hombres que, de igual manera, después de haber nacido del Espíritu, Él mismo cayó sobre ellos para llevarles a otra dimensión espiritual. No hay lugar en este libro para recordar los testimonios de hombres como Jonathan Edwards, John y Charles Wesley, Charles Finney, D. L. Moody, A. B. Simpson, y muchos otros, que fueron llenos del Espíritu hasta desbordarse. No hace mucho tiempo escuché un mensaje de John Piper, en una convención de pastores, que hablaba favorablemente acerca de un libro de Dr. Martyn Lloyd-Jones sobre el tema del Bautismo del Espíritu Santo, llamado Gozo inefable. Las personas que Dios llama conforme a Su voluntad son capacitadas por Su Espíritu.

En el Antiguo Testamento, vemos que Israel no sólo fue salvado de la esclavitud y el reinado de Egipto cuando cruzó sobrenaturalmente al mar Rojo, sino que también entró en  
la tierra prometida cuando pasó sobrenaturalmente el río Jordán. Esta segunda experiencia les llevó a una dimensión muy diferente de la que habían experimentado durante los 40 años en el desierto.

Vemos a Eliseo, un discípulo del profeta Elías, pedir de su maestro una doble porción de su espíritu. Él comenzó su jornada espiritual cuando Elías echó su manto sobre él. Eliseo dejó atrás la vida vieja de granjero sacrificando sus bueyes y quemando su arado. Juntamente con Elías cruzó sobrenaturalmente el río Jordán. Eliseo fue testigo de la ascensión de Elías al cielo y, por segunda vez, el manto cayó sobre él. Fue así como recibió la doble porción y empezó un ministerio que superó al de Elías (fíjate en 1 Reyes 19:19-21 y 2 Reyes 2:8-14).
Dijo Jesús a sus discípulos: “Quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lc. 24:49). Esta promesa se cumplió en ciento veinte personas que fueron obedientes. Como los hijos de Israel en el desierto, como Eliseo antes de cruzar con Elías el Jordán, como los ciento veinte pobres e incapaces discípulos de Jesús, cada persona nacida de Dios, necesita una segunda experiencia. Primeramente vive porque ha nacido del Espíritu, pero después la cuestión es cómo va a poder andar en Él. Y si no es capacitado por el Espíritu Santo, entonces ¿cómo va a funcionar en el Reino de Dios? Testificó A. W. Tozer: “A la edad de 19 años, estando fervientemente en oración, arrodillado en la sala de la casa de mi suegra, fui bautizado poderosamente por el Espíritu Santo… Cualquier obra pequeña que Dios ha hecho por medio de mí tiene que ver con lo que me pasó en esa hora”.  
           
Cada miembro del cuerpo humano tiene su don natural para poder funcionar, pero cuando no lo hace correctamente, complica y afecta al resto de las funciones del cuerpo. Lo mismo sucede con el cuerpo de Cristo. Cada miembro de este cuerpo solamente puede funcionar por los dones del Espíritu Santo. Es un cuerpo espiritual en el que no podemos servir con nuestras capacidades naturales. Todo tiene que ver con la plenitud del Espíritu Santo actuando en nosotros.

Posiblemente este capítulo te haya producido cierta inquietud, y una sola pregunta y deseo vengan a tu mente: ¿Cómo puedo yo ser bautizado en el Espíritu Santo, ya que quiero vivir una vida para la gloria de Cristo, y que sea una obra de Él y no mía? Bueno, lo único que puedo hacer por ti es dirigirte a la fuente. Jesús dijo a la multitud al terminar la fiesta: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. Fue un ofrecimiento muy personal para cada individuo, ¿no es cierto? No te puedo decir como lo hará en tu vida, pero lo que sí sé es que no será exactamente como lo ha hecho en la vida de cualquier otro.

No tiene que ver con emocionarte en una gran reunión, ni con ir a una persona especialmente “espiritual” para que ore por ti. Tiene que ver, sencillamente, con ir al que bautiza y beber de Él. Él es quien ofrece y Su deseo es darlo. No tienes que convencerle para que te dé lo que Él siempre te ha querido dar. Vete a Él y, como todas las cosas que tienen que ver con Dios, recíbelo por fe. Aquél que es el mismo ayer, hoy y para siempre, ha dicho lo siguiente: “Os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá” (Mc. 11:24). No le digas cómo debe hacerlo ni lo que esperas experimentar en ese momento, porque es muy probable que no sea como tú piensas. Confía en Él, pon tu vida en Sus manos, y espera la realidad del cumplimiento de tu sencilla petición.


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