Apocalipsis 1:12-13; 19-20
12. Y me volví para ver de quién era la voz que hablaba conmigo. Y al volverme,
vi siete candelabros de oro.
13. y en medio de los candelabros, vi a uno semejante al Hijo del Hombre,
vestido con una túnica que le llegaba hasta los pies y ceñido por el pecho con
un cinto de oro.
19. Escribe, pues, las cosas que has visto, y las que son, y las que han de
suceder después de éstas.
20. En cuanto al misterio de las siete estrellas que viste en mi mano derecho y
de los siete candelabros de oro: las siete estrellas son los ángeles de las
siete iglesias, y los siete candelabros son las siete iglesias.
Los siete candelabros de oro
Antes de seguir, intentaremos imaginarnos la escena que vio Juan, al
enfrentarse con Aquel cuya voz era como de trompeta. Él vio, en primer lugar,
siete candelabros de oro y, en medio de ellos, a Uno como el Hijo del Hombre. Él
está vestido con una larga túnica y está ceñido con un cinto de oro. Sus
cabellos son como la blanca lana o nieve, y Sus ojos como llama de fuego. Sus
pies son como refinado bronce bruñido y Su voz es como estruendo de muchas
aguas. En Sus manos tiene siete estrellas y de Su boca sale una espada aguda de
dos filos. Su rostro brilla como el sol de mediodía en un día despejado.
No es algo fácil de imaginar, aunque lo que más importa es la capacidad de
captar el significado de la visión de Juan. Pidamos al Espíritu de Dios, quien le
reveló la escena, que nos ayude a ver las cosas que está proveyendo para todos los
que quieren investigar este libro. Nuestra primera prioridad es ver a Cristo
con los ojos del corazón, como se presenta aquí, y también ver a las siete
iglesias.
No cabe duda de que el Hijo de Hombre es Jesucristo glorificado, aunque
todavía se presenta con un cuerpo humano. A. W. Tozer nos recuerda que “tenemos un Varón en el cielo intercediendo”,
aunque tenemos que ver más que a un Carpintero de Galilea en este libro. Concentrémonos
sobre cada aspecto de Sus características glorificadas. Antes de fijarnos en
estos detalles, debemos considerar los siete candelabros de oro y la posición
que Cristo ocupa en medio de ellos. Ya tenemos una interpretación clara de dos de
los elementos en la visión, porque Cristo mismo nos los aclara. Expliqué en la
introducción que la palabra ángel significa
mensajero, y que puede referirse
tanto a un ser terrenal como a uno celestial. Según el simbolismo del libro, está
claro que Cristo está dirigiéndose al mensajero principal, o sea, al pastor de
cada iglesia. Es obvio, ya que no sería lógico escribir mensajes en lenguaje
humano a seres celestiales. Estos hombres tienen una responsabilidad muy seria,
que es pasar un mensaje del Señor a los miembros de sus iglesias.
Aunque Juan está escribiendo a iglesias, literalmente hablando, también hay
aquí un simbolismo involucrado, que intentaremos entender. Tenemos que seguir
la regla de que la Biblia es su propio intérprete, y la misma regla se aplica
al simbolismo, que es constante en todas las Escrituras. Aquí el simbolismo
tiene que ver con el número siete. Nadie está autorizado a escribir la
Escritura, ni tampoco a sacar su propia interpretación de ella. En este
capítulo, he mencionado dos veces a las siete iglesias, comentando algunas cosas
sobre ellas. El hecho de que Juan esté escribiendo solamente a siete iglesias, es algo interesante, ya
que, en verdad, había más iglesias en todo el territorio de Asia Menor que no fueron
incluidas.
Ya que el número siete es utilizado en todo el libro, tenemos que saber qué
significa bíblicamente. Simboliza la perfección, en el sentido de ser y estar totalmente
completo (para ver esta definición de perfección,
busca también en Efesios 4:13, Colosenses 4:12 y 2 Timoteo 3:17, por
ejemplo). Cuando lo vemos aparecer, quiere decir que nada puede ser añadido a
la substancia que el número siete define, y por eso aquí representa a la
iglesia completa. A veces decimos que
el siete es el número divino, porque nada puede llegar a esa perfección, a menos
que Dios esté involucrado en ello. Al estar en un libro de profecía, tiene que estar
incluyendo tanto a la iglesia en el tiempo de Juan como a la iglesia futura (v.19);
está formada por todos los santos de todas las edades hasta el tiempo del fin.
Considera ahora el símbolo del candelabro
para esta iglesia. No hay nada semejante en el Nuevo Testamento; en ningún
lugar se refiere a la iglesia como a un candelabro o candelabros. Por tanto, si
queremos encontrar un equivalente bíblico para un candelabro, tendremos que
buscar ayuda en el Antiguo Testamento, donde encontraremos mucho apoyo. Tenemos
un candelabro descrito con detalles en el libro de Éxodo. A menudo, es mencionado
por casi todo el Pentateuco (los cinco libros de Moisés) y unas cuantas veces
en los libros históricos. También encontramos un candelabro de oro en el libro
del profeta menor, Zacarías.
El candelabro de oro era parte del mobiliario principal, primeramente, en
el tabernáculo en el desierto, y después en el templo. Proveía luz dentro del
lugar y era atendido por los sacerdotes, para que nunca se extinguiera. Simbolizaba,
incluso actualmente, al pueblo de Israel. Me fijé que había un candelabro representado
en el púlpito utilizado por Benjamín Netanyahu. El candelabro del Antiguo
Testamento era de oro puro de una sola pieza, con un soporte central, con una
copa encima para el aceite, usado como combustible. Del soporte central salían
seis brazos, tres a cada lado, con sus respectivas copas para el combustible;
en total, siete candelabros.
Aquí, en el libro de Apocalipsis, tenemos siete candelabros, que
representan al pueblo de Dios de la provincia de Asia Menor, localizado en las
ciudades de Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea.
Las ciudades forman un crudo círculo con un espacio en el centro. No están
conectadas físicamente, pero Jesucristo está posicionado en el espacio central
(como ilustramos arriba).
En la nación de Israel, una ley federal unía al país, y las fronteras estaban
claramente definidas. Tenían todas las funciones organizadas, como cualquier otra
nación física. Estaba unida y gobernada por un gobierno central, que regía todos
los territorios tribales. Sin embargo, la iglesia es un cuerpo espiritual.
Fíjate en la descripción de Pedro: “Vosotros
como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual para un sacerdocio
santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de
Jesucristo… Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa,
pueblo adquirido para posesión de Dios” (1
P.2:5, 9).
El candelabro del templo en Jerusalén simbolizaba el pueblo de Dios, la
nación de Israel, pero los candelabros de oro en Apocalipsis simbolizan este
cuerpo espiritual, llamado la iglesia.
Es de un oro de la más alta calidad, importado del cielo. Dios ha suplido el
material y ha moldeado sus características, haciéndola incomparable a cualquier
cosa terrenal. Es comprada con la sangre preciosa de Cristo y Dios la cuida
como a la niña de Sus ojos. Sus miembros han nacido de Dios y son de sangre
real, hijos del Rey.
Aunque son siete candelabros, sin embargo, son uno, unidos en el Espíritu.
No hay un soporte central, sin embargo Jesús está en medio y Él es la fuerza
unificadora. Él es la Cabeza de la iglesia. Los candelabros individuales no están
conectados físicamente los unos a los otros, pero el poder que les unifica, es
más fuerte que las propiedades de cualquier metal. No tiene un gobierno central
en la tierra, pero hay una Persona central que gobierna con amor y justicia.
Él tiene los mensajeros en Su mano derecha. No hay un currículum, programa,
ni estructura organizada. Los mensajeros están obligados a ser conducidos
divinamente, como los vemos en estos capítulos, recibiendo los mensajes de su
Señor y Maestro. Ellos están en Su mano derecha y ningún hombre controla sus
movimientos; solamente hacen cuentas con Él.
En los siguientes capítulos 2 y 3, veremos a cada iglesia y sus
características. Veremos cómo se relaciona con Cristo y cómo es desde Su punto
de vista. También veremos a cada una desde su punto profético, para ver dónde
aparece mientras se desarrolla la iglesia por los siglos. Al llegar al capítulo
11, tendremos que contemplar otra vez el tema de los candelabros, viendo algo
muy semejante a lo que hay en Zacarías 4. Desde ese capítulo, extraeremos el
gran principio, por el cual avanza el programa de Dios: “No por el poder ni por la fuerza, sino por mi Espíritu, dice el Señor
de los ejércitos” (Zac.4:6).
La túnica blanca y el cinto de oro
Vamos a examinar las primeras características de Cristo que Juan nos da.
Nosotros le conocemos ahora, no por vista, sino por fe. Los ojos de la fe
penetran más allá de lo físico y pueden explorar las maravillas invisibles del
Hijo del Hombre glorificado. Iluminados por el Espíritu Santo, “somos transformados de gloria en gloria en
la misma imagen” de Cristo (2 Co.3:18).
Juan vio Sus vestidos resplandecientes, más blancos que la nieve recién
caída, que reluce bajo el soleado cielo. Tal es la gloria de la justicia sin
tacha, firme e infalible, que ante ella no hay lugar para la maldad. La túnica
galilea, sin costuras, le había sido arrancada y entregada a soldados
codiciosos; Él nunca la volvió a llevar. En su lugar, el crucificado,
resucitado y ascendido Conquistador, lleva sobre Sus hombros la túnica eterna
de Su justicia sin par. No hay mancha en Su vestimenta ni desperfecto en su
diseño. Jesucristo permanece solo en el Lugar Santísimo como la justicia
intransigente de Dios.
No habrá desnudez en el cielo. Jesús fue vestido con una vestimenta que le
llega hasta los pies. Los ángeles que aparecen en la Biblia tienen siempre un
aspecto fuerte, poderoso, luminoso y completamente vestido. Ezequiel habló
acerca de la ropa de lino de un ángel designado para marcar las frentes de los
afligidos a causa de las abominaciones de Jerusalén (Ez.9:2). Daniel menciona
dos veces a un ser celestial vestido de lino (Dn.10:5; 12:6). Ángeles con
vestiduras resplandecientes fueron testigos de la resurrección de Cristo
(Lc.24:4), y el centurión romano Cornelio, se enfrentó a un ángel con atavíos
deslumbrantes (Hch.12:30).
Es importante que la gente entienda la vergüenza de la desnudez para
comprender la indignidad de un alma desnuda, es decir, no preparada. ¿Recuerdas
la parábola de Jesús acerca de aquel que fue expulsado de una boda porque entró
sin la vestimenta adecuada? Jesús no deja dudas sobre las implicaciones eternas
de su historia: “Echadle a las tinieblas
de afuera; allí serán el llanto y el crujir de dientes” (Mt.22:13). Sólo aquellos
que están adecuadamente ataviados entrarán en el cielo.
Cada uno de nosotros necesita estar seguro de que está vestido con la
justicia de Cristo. Es la única manera de poder aproximarnos al Lugar
Santísimo, donde no se tolera la falta de justicia. El Señor, a quien servimos
y quien rige nuestras vidas, “me guiará
por sendas de justicia por amor de Su nombre” (Sal.23:3). Nunca debemos albergar
el pensamiento de que Él sonreirá ante prácticas pecaminosas. Él no será jamás
ministro del pecado (Gá.2:17).
Además, ¡tenemos que brillar! La justicia de Cristo tiene un elemento
sobrenatural que la hace brillar y producir destellos de luz. Tiene una belleza
imponente. Si la contemplamos fijamente con fe, Su belleza inundará nuestras
almas y se expresará a través de nuestras vidas. Un mundo expectante quedará atraído
por tal demostración.
Ahora, observemos el cinto de oro de Cristo, emblema perfecto de Su real
sacerdocio. Él nos lleva al cielo mismo a través de Su persona. Nosotros
estamos en Él, directa y personalmente identificados con Él, que es el leal
Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec. Isaías profetizó: “La fidelidad será ceñidor de su cintura” (Is.11:5).
La fidelidad se vinculaba a Cristo por medio de Su eterna y piadosa naturaleza.
Las vacilaciones, la inestabilidad y el desmayo son cosas extrañas para Él. Él
no puede fallar. No hay nada en Su omnipotencia que pueda ocasionar un fallo.
No hay nada débil en Su voluntad que impida la motivación. Nada falla en Su
sabiduría para llevar a cabo todos Sus divinos propósitos. Sabiendo esto,
podemos entender que Él cuidó de todos Sus discípulos y ninguno de ellos se
perdió. Podemos estar totalmente seguros de que Su lealtad obra perfectamente a
nuestro favor.
Él es capaz de cuidar de aquello que le ha sido encomendado. Nos recoge y
nos imparte Sus recursos. Conforme seguimos, nos guía, cura y atiende cada una
de nuestras necesidades. Estamos desvalidos como corderos, desconectados de las
provisiones terrenales, pero Él es nuestro pastor y Sus cuidados nos protegen.
El Cristo, presentado en el Apocalipsis, no está para ser reducido a una
figura decorativa. Jesús está presto para la acción en el centro de Su iglesia.
No es un huésped silencioso, sino Su Señor y Cabeza. Cuando dijo, “donde están dos o tres reunidos en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt.18:20), era algo más que una
promesa reconfortante. Era una excitante certidumbre de la intervención divina
entre Su gente, sobrepasando y siendo mucho más valioso que los logros
alcanzados en las Olimpiadas. La revelación de la personalidad de Cristo
siempre tiene un efecto en nosotros y encuentra la forma de expresarse a través
nuestro.
Su cinto no es un adorno, es algo altamente útil. Nos garantiza la
fiabilidad del alto ministerio sacerdotal para nosotros y un servicio efectivo
a través de nosotros. En tiempos bíblicos, cuando alguien tenía que desempeñar
una tarea, se ceñía su cinto, ajustándose la túnica para obtener mayor libertad
de movimientos. Cuando nos unimos a la lealtad sin igual de nuestro Señor, cada
uno de nosotros es libre de cumplir Su llamado para ser un fiel testigo Suyo.
¡Permite que Él haga Su voluntad en tu vida!
Su poder puede hacerte lo que debes ser,
Su sangre limpiará tu corazón y te libertará;
Su amor puede llenar tu alma y verás,
Que fue mejor que Él haría Su voluntad en ti.
(Cyrus S. Nusbaum)
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