En
su libro, Gozo inefable, Dr. Martyn Lloyd-Jones refiere tres o cuatro
veces al bautismo en el Espíritu Santo de Charles Finney. Por ejemplo, citó: “Considera
a un hombre como (Charles) Finney. Fue convertido un día y, al día siguiente,
esta cosa (el bautismo) le pasó. Él no sabía de ello, sólo le pasó…”
Creo
que la autobiografía original de Charles G. Finney fue publicada en 1876, un
año después de su fallecimiento. Durante principios de los años sesenta, encontré
una copia en la biblioteca de mi padre, publicada por Revell en 1911, que
todavía conservo. Voy a compartir unos cuantos capítulos en mi blog, y espero
que muchos los lean. A continuación, quiero empezar con el testimonio de su
salvación y el bautismo en el Espíritu Santo, que ocurrió casi inmediatamente
después. Quiero enfatizar el hecho de que esto fue algo que muchos hombres de
Dios, utilizados grandemente por Él, experimentaron muchos años antes del
movimiento Pentecostal de 1910. Esta experiencia es opuesta a la enseñanza
popular de hoy en día de que el bautismo ocurre al convertirse. Después,
también quisiera compartir algunos relatos de avivamientos de Finney en ciertos
lugares y, quizás, otras experiencias de su vida.
CAPÍTULO 2: Su conversión y bautismo en el
Espíritu Santo
Mi conversión a Cristo
En este punto de mi historia, cierto Sabbath en la tarde resolví en mi
mente dar respuesta al dilema de la salvación de mi alma de una vez por todas y
de ser posible, hacer las paces con Dios. Siendo que estaba muy ocupado con los
asuntos de la oficina, sabía que sin una gran firmeza de propósito nunca
abordaría el tema. Así que decidí, en lo que me fuera posible, evitar todo
trabajo y cualquier otro asunto que pudiera distraer mi atención y evitar que
me entregara por completo a la tarea de asegurar la salvación de mi alma. Llevé
esta resolución a efecto con seriedad y tan bien como pude. Sin embargo estaba
obligado a permanecer por un buen tiempo en la oficina. Mas quiso la providencia
que no tuviera mayores oficios ni el día lunes ni el martes y tuve así
oportunidad de leer mi Biblia y de estar en oración la mayor parte del tiempo.
Sin embargo, era yo orgulloso sin saberlo. Había supuesto que la opinión de
los demás me tenía sin cuidado, sea ya que pensaran esto o aquello de mí.
Además, yo había sido, de hecho, bastante particular en mi asistencia a sus
reuniones de oración y en el grado de atención que le había prestado a la
religión durante mi estadía en Adams. Con respecto a esto había sido yo tan
particular que continuamente había llevado a la iglesia a pensar que estaba
ansioso en la búsqueda de respuestas. Sin embargo descubrí, cuando tuve que
afrontar el dilema, que estaba poco dispuesto a permitir que alguien supiera
que procuraba la salvación de mi alma. Cuando oraba tan solo susurraba mis
oraciones de tal modo que no pasaran de la puerta, no fuera que alguien
descubriera que estaba orando.
Hasta antes de ese momento mantenía mi Biblia en la mesa junto a los libros
de derecho y nunca se me había ocurrido avergonzarme de que se me hallara
leyéndola más de lo pudiera avergonzarme el que me vieran leyendo cualquier
otro de mis libros. Sin embargo después de haber emprendido con fervor la
búsqueda de mi salvación mantenía mi Biblia lo más escondida posible. Si me
encontraba leyéndola cuando alguien entraba a la oficina, tiraba sobre ella mis
libros de derecho para dar la impresión de que no la tenía a la mano. En lugar
de ser franco y de estar dispuesto a hablar con cualquiera y con quien sea del
tema, como era mi costumbre, ahora me encontraba a mí mismo cerrado a
discutirlo con nadie. No deseaba ver a mi pastor por dos razones: La primera,
no deseaba que conociera mi sentir; y la segunda, no tenía confianza alguna de
que él pudiera comprender mi caso y darme la dirección que necesitaba. Por las
mismas razones evitaba las conversaciones con los ancianos de la iglesia, o con
cualquier otro cristiano. Me daba vergüenza que supieran como me sentía, por un
lado, y por otra parte me preocupaba que me guiaran mal. Sentía que mi único
recurso era la Biblia.
Durante el día y la noche del lunes y el martes, mi grado de convicción
aumentó, sin embargo tenía la impresión de que a la vez mi corazón se hacía más
duro. No podía derramar una lágrima; no podía orar. No tenía oportunidad de
orar más alto que un suspiro; y frecuentemente sentía que si pudiera estar a
solas en donde pudiera alzar la voz y expresarme como quisiera, entonces
encontraría alivio en la oración. Me sentía tímido y había evitado, en cuanto
pude, hablar con alguien al respecto. Había intentado hacer esto sin levantar
sospechas de que estaba buscando la salvación de mi alma en la mente de
cualquiera.
La noche del martes me sentía muy nervioso y se apoderó de mí la extraña
sensación de que estaba a punto de morir. Yo sabía que de ser así mi único
destino era hundirme en el infierno. Sentí estar a punto de gritar, sin embargo
traté de calmarme lo mejor que pude hasta la mañana. En la mañana me levanté y
partí a una hora temprana a la oficina. Sin embargo, justo antes de llegar a la
oficina algo parecía estar confrontándome con preguntas como estas (de hecho
parecía que este cuestionamiento proviniera de dentro de mí, en forma de una
voz interna): "¿Qué estás esperando? ¿Acaso no prometiste entregarle tu
corazón a Dios?" Y "¿qué estás tratando de hacer? ¿Acaso tratas de
elaborar tu propia justicia con obras?"
Fue en ese preciso momento cuando toda la cuestión de la salvación ofrecida
en el evangelio se abrió en mi mente de la forma más maravillosa. Pensé y vi
con una claridad que nunca había experimentado en mi vida la realidad y la
suficiencia de la expiación de Cristo. Vi que su obra era una obra completa, y
que en vez de tener o de necesitar justicia alguna para poder encomendarme a
Dios, lo que debía hacer era someterme a la justicia de Dios por medio de
Cristo. De hecho la oferta de salvación del evangelio me pareció la oferta de
algo que debía de ser aceptado, y que era suficiente y completa; y que lo único
que era necesario de mi parte era dar mi consentimiento para la entrega de mis
pecados, y entregarme a mí mismo a Cristo. Vi que la salvación no era algo que
podía ser labrado por medio de mis obras, sino algo que debía de ser hallado
enteramente en el Señor Jesucristo, quien se presentó ante mí para ser aceptado
como mi Dios y mi Salvador.
Sin haber estado consciente de ello, me había detenido en la calle en donde
la voz interior me había confrontado. Cuánto tiempo permanecí en esa
posición... no lo sé. Pero después de que esta particular revelación se
estacionó en mi mente por un breve momento, me pareció distinguir la pregunta:
"¿La aceptarás ahora, hoy?" Respondí: "Sí, la aceptaré hoy mismo
o moriré en el intento".
Al norte de la villa y sobre una colina había una arboleda, en la cual
había hecho el hábito, casi diario, de caminar cuando hacía buen tiempo. En ese
momento corría el mes de octubre, y ya había pasado la temporada para mis
caminatas. Sin embargo, en lugar de ir a la oficina, me dirigí rumbo a la
arboleda, sintiendo que debía estar a solas y lejos de todo ojo y oído humano,
para así poder derramar mi oración delante de Dios. Aún con esto mi orgullo
estaba por emerger.
A medida que subía la colina se me ocurrió que alguien podía verme y
suponer que me alejaba para orar. Luego presumí que nadie sobre la tierra
sospecharía que me dirigía a orar si me veía en el camino. Sin embargo, mi
orgullo era tan grande y estaba yo tan poseído por el temor al hombre, que
recuerdo haberme escondido a lo largo de la cerca hasta que estuve lejos de la
vista de cualquiera que pudiera estar en la villa. Penetré al bosque, creo que
caminé un cuarto de milla, y llegué hasta el otro lado de la colina. Allí
encontré un lugar en donde unos árboles enormes se habían caído al suelo
entrecruzados, dejando un espacio abierto entre unos tres o cuatro grandes
troncos. Pensé que el sitio podía servirme como una suerte de cuarto cerrado.
Entré al lugar y me puse de rodillas para orar. Recuerdo que cuando estaba
caminando en el bosque, dije: "Le entregaré mi corazón a Dios o nunca
saldré de aquí". Recuerdo que varias veces repetí: "Le daré mi
corazón a Dios antes de volver a salir de este lugar".
Sin embargo, cuando intenté orar noté que mi corazón no oraba. Había
asumido que si tan solo pudiera estar en un lugar en donde me fuera posible
hablar en voz alta sin ser escuchado podría orar con libertad. Mas, ¡he aquí,
cuando lo intentaba, estaba mudo! En otras palabras, no tenía nada que decirle
a Dios; solo podía decir pocas palabras y vacías, sin corazón. Cuando intentaba
orar, de pronto me parecía escuchar un crujir de hojas, entonces interrumpía la
oración y me levantaba para mirar si alguien venía. Esto lo hice en varias
ocasiones. Finalmente me encontré a mí mismo cayendo vertiginosamente en la
desesperación. Me dije: "He descubierto que no puedo orar. Mi corazón está
muerto para con Dios y no va a orar". Luego me reproché el haber prometido
darle mi corazón a Dios antes de salir de la arboleda. Sentía que había hecho
una promesa precipitada que me vería obligado a romper, pues ahora que lo había
intentado descubrí que no podía entregarle a Dios mi corazón. Mi alma interior
había retrocedido y se negaba a salir para ofrecer mi corazón. En lo profundo
de mí empecé a sentir que ya era muy tarde; que debía ser que Dios había
renunciado a alcanzarme y que la esperanza para mí ya había pasado. Ese
pensamiento me oprimía justo en el momento en el cual también me agobiaba lo
precipitado de mi promesa de que le daría mi corazón a Dios o moriría en el
intento. Sentía que había atado mi alma a esa promesa y que iba a romper mi
juramento. Una profunda debilidad y desesperanza me sobrevino en este punto, y
me sentía casi demasiado débil como para sostenerme en mis rodillas.
Justo en este momento me pareció oír nuevamente que alguien se acercaba y
abrí mis ojos para verificar si era así. Fue allí cuando me fue dada la clara
revelación de que mi gran impedimento era el orgullo de mi corazón. Una
conciencia abrumadora de mi maldad por haberme avergonzado de que un ser humano
pudiera verme en mis rodillas ante Dios, me poseyó de tal manera que clamé al
límite de mi voz que no abandonaría ese lugar incluso cuando todos los hombres
sobre la tierra y todos los demonios del infierno me rodearan.
"¡Qué!", me dije a mi mismo, "¡un pecador tan degradado como yo,
en mis rodillas y confesando mis pecados al Altísimo y Santo Dios, está
avergonzado de que alguien, otro pecador como yo mismo, se entere de esto que
hago y me encuentre arrodillado buscando hacer la paz con el Dios al que he
ofendido!" Mi pecado me pareció terrible, infinito. Me quebrantó delante
del Señor. Fue entonces cuando esta porción de la Escritura pareció caer en mi
mente con un diluvio de luz: "Entonces me invocaréis, é iréis y oraréis a
mí, y yo os oiré: Y me buscaréis y hallaréis, porque me buscaréis de todo
vuestro corazón". Mi corazón se apoderó de esta verdad al instante. Antes
había creído en la Biblia de forma intelectual, pero jamás la verdad había
calado en mi mente de tal modo que la fe resultara en una confianza voluntaria
y no un estado intelectual. Estuve tan consciente de confiar en la veracidad de
Dios en ese momento, como lo estuve de mi propia existencia. De alguna manera
sabía que esa frase era un pasaje de la Escritura, aunque no recordaba haberlo
leído jamás. Sabía que lo que me había hablado era la Palabra de Dios y la voz
de Dios mismo, por así decirlo. Entonces clamé a Él: "Señor, te tomo por
tu Palabra. Ahora sabes que te busco con todo mi corazón, y que he venido aquí
para orar a ti, y tú has prometido escucharme". Eso parecía resolver la
cuestión del hecho de que ahora sí podría cumplir con mi promesa. El Espíritu
parecía seguir insistiendo en la idea del pasaje: "porque me buscaréis de
todo vuestro corazón". La cuestión planteada en el texto del cuándo, es
decir, de lo que parecía ser el ahora, caía pesadamente en mi corazón. Le había
dicho al Señor que lo tomaría por su Palabra, que Él no podía mentir y que, por
lo tanto, estaba seguro de que había escuchado mi oración y de que Él me
encontraría.
Después de esto Dios me dio muchas otras promesas, tanto del Nuevo como del
Antiguo Testamento, y en especial otras de las más preciosas promesas con
respecto a nuestro Señor Jesucristo. Jamás podré explicar en palabras, a nadie,
cuan preciosas y verdaderas me parecieron sus promesas. Cada una de ellas las
tomé como verdades infalibles, las afirmaciones de un Dios que no puede mentir.
Más que calar en mi mente, calaban en mi corazón, para ser puestas al alcance
de los poderes voluntarios de mi mente; y me apoderé de ellas, me apropié de
ellas y me agarré de ellas como un hombre a punto de ahogarse se agarra de un
madero.
Continué así orando, recibiendo y apropiándome de promesas por mucho
tiempo, no sé cuanto. De cualquier modo oré hasta que mi mente estuvo tan
llena, que cuando me di cuenta ya estaba de pie y camino arriba, hacia el
sendero. El hecho de haberme convertido no había ascendido del todo a mi
pensamiento, sin embargo a medida que me abría paso entre las hojas y la
maleza, recuerdo haber dicho con gran énfasis: "Si algún día llego a
convertirme, predicaré el evangelio".
Pronto llegué al sendero que conducía a la villa y empecé a reflexionar en
lo que había sucedido, y descubrí que mi mente se encontraba maravillosamente
quieta y en paz. "¿Qué es esto?" me dije a mi mismo– "debo de
haber contristado al Espíritu Santo de tal manera que se ha apartado de mí por
completo. He perdido toda convicción de pecado. Ya no tengo preocupación alguna
por mi alma, debe ser que el Espíritu me ha abandonado. ¡Por qué!",
continué pensando: "Jamás me he sentido tan despreocupado por la salvación
de mi alma en toda mi vida". En ese momento recordé lo que le había dicho
a Dios mientras estaba en mis rodillas. Recordé que le dije que le tomaría por
su Palabra, y de hecho recordé muchas otras cosas que había dicho y llegué a la
conclusión de que, por su puesto, el Espíritu me había abandonado. El hecho de
que un pecador como yo fuese a apropiarse de la palabra de Dios de esa forma
era algo presuntuoso, una blasfemia. Concluí que en medio de mi emoción había
ofendido al Espíritu Santo, y que tal vez hasta había llegado a cometer el
pecado imperdonable.
Caminé en silencio hacia la villa. Mi mente estaba tan perfectamente
tranquila que parecía que toda la naturaleza estuviera escuchando. Esto sucedió
un diez de octubre, hacía un día muy agradable. Me había internado en la
arboleda inmediatamente después de un desayuno muy temprano y cuando regresé a
la villa era ya hora del almuerzo. Había estado totalmente inconsciente del
paso del tiempo, incluso me parecía que me había ausentado por tan solo un
momento. Pero ¿cómo iba yo a explicar la quietud en mi mente? Traté de recordar
la convicción de pecado, recuperar el peso del pecado bajo el cual había estado
luchando, mas toda sensación de pecado, toda conciencia de pecado presente o de
culpa me había abandonado. Me dije: "¿Qué sucede que no puedo recoger
ningún sentimiento de culpa en medio de mi alma, siendo el gran pecador que
soy?" Traté en vano de ponerme ansioso por mi estado. Noté que estaba tan
tranquilo y en paz que traté de sentir preocupación por ello, pues podía ser
simplemente el resultado de haber ofendido al Espíritu. Sin embargo, sin
importar de qué forma lo viera, no podía provocar en mí ansiedad alguna por mi
alma ni por mi estado espiritual. El reposo en el que se encontraba mi mente
era inmensamente grande. Jamás podría describirlo en palabras. No había
perspectiva que abordara, ni esfuerzo que pudiera hacer para devolverme el
sentimiento de culpa o al menos la preocupación por mi salvación. La idea de
Dios era dulce en mi mente y me había poseído la más profunda tranquilidad.
Todo esto era un gran misterio para mí, que sin embargo no me angustiaba ni me
tenía perplejo.
Fui a almorzar, pero descubrí que no tenía apetito. Fui entonces a la
oficina y encontré que el Lcdo. Wright había salido a almorzar. Tomé mi viola
bajo y, como era mi costumbre, empecé a tocar y a cantar algunas piezas de
música sacra. Mas apenas empezaba a tocar y a cantar aquellas sagradas
palabras, me puse a llorar. Era como si mi corazón fuera todo líquido, y mis
sentimientos estaban en tal estado que no podía escuchar mi propia voz cantando
sin que se desbordaran mis sensibilidades. Me asombré por esto y traté de
retener las lágrimas, pero no pude. Me preguntaba qué podría estar afligiéndome
que me provocara tan fácilmente al llanto. Después de tratar en vano de
suprimir las lágrimas, puse mi instrumento a un lado y dejé de cantar.
Después del almuerzo nos involucramos en la mudanza de nuestros libros y
muebles a otra oficina. Estuvimos muy ocupados en el asunto y hubo muy poca
conversación entre nosotros durante el resto de la tarde. Mi mente continuó en
un estado de profunda tranquilidad toda la tarde. En mi alma y en mis
pensamientos había una gran dulzura y ternura. Todo parecía ir bien y nada me
irritaba o me molestaba en lo más mínimo. Al caer la tarde el pensamiento de
tratar de volver a orar nuevamente cuando estuviera solo me invadió, no iba a
abandonar el tema de la religión y rendirme ahora a cualquier precio, y aunque
ya no tuviera la preocupación por mi alma, seguiría orando.
Apenas llegada la noche terminamos de acomodar los libros y los muebles, y
preparé en la chimenea un gran fuego, con la esperanza de pasar la noche a
solas. Cuando empezó a oscurecer el Lcdo. Wright, viendo que ya todo había
quedado en su lugar, me deseó buenas noches y se fue a su casa. Yo le había
acompañado a la puerta, y al cerrarla y voltearme, mi corazón pareció
derretirse dentro de mí. Todos mis sentimientos internos parecían levantarse
hasta derramar. La impresión en mi mente era esta: "Quiero derramar toda
mi alma delante de Dios". Tal era este levantamiento de mi alma que corrí
a la sala de consejo, que se encontraba en la parte trasera de la oficina, a
orar. Allí no había fuego ni luz, estaba oscuro. Sin embargo a mí me pareció
perfectamente iluminada.
Mientras cerraba la puerta de esta habitación, sentí encontrarme con el
Señor Jesucristo cara a cara. No se me ocurrió entonces, ni tampoco algún
tiempo después, que este encuentro fuera por completo un estado mental. Por el
contrario, me pareció encontrarme con Él cara a cara y verle tal como podría
ver a cualquier hombre. No dijo nada, pero me miró de tal manera que me
quebrantó al suelo, a sus pies. Desde entonces he considerado esta experiencia
como el más sobresaliente estado mental, pues me pareció que realmente Jesús
estaba frente a mí y que yo había caído a sus pies derramando ante Él toda mi
alma.
Lloré en voz alta como un niño, e hice confesiones, las que me permitieron
mis entrecortados sollozos. Me pareció bañar sus pies con mis lágrimas, y sin
embargo no recuerdo ninguna impresión particular de haberle tocado. Debo de
haber continuado en este estado por un buen tiempo, pero mi mente estaba
demasiado absorbida con el encuentro como para recordar nada de lo que dije.
El bautismo en el Espíritu Santo
Lo que sé es que tan pronto mi mente se tranquilizó lo suficiente como para
terminar el encuentro, regresé a la parte del frente de la oficina y encontré
que el fuego que había hecho con pedazos grandes de leña estaba casi apagado.
Cuando estaba a punto de sentarme junto al fuego, recibí un bautismo poderoso en
el Espíritu Santo. Sin esperarlo, sin siquiera haber tenido en mi mente la idea
de que algo así estaba disponible para mí, sin haber tenido memoria de haber
escuchado nunca a nadie en el mundo mencionarlo, en el instante más inesperado,
el Espíritu Santo descendió sobre mí en una manera en la que parecía recorrer todo
mi cuerpo y alma. Sentí como si una ola de electricidad corriera a través y
dentro de mí. De hecho, parecía que el Espíritu fluía en forma de olas, olas de
amor líquido. No puedo expresarlo mejor. Sin embargo, no era como agua, sino
más bien como el aliento de Dios. Puedo recordar especialmente que parecía
ventilarme con alas inmensas; y me parecía que estas olas al pasar sobre mí,
literalmente movían mi cabellera como lo haría la brisa.
No hay palabras que puedan expresar el maravilloso amor que fue derramado
en mi corazón. Me parecía que estaba a punto de estallar. Lloré en voz alta de
amor y de gozo, no lo sé, pero fue como si literalmente clamé con el clamor
inefable de mi mismo corazón. Estas olas venían sobre mí, una tras otra, hasta
que recuerdo haber exclamado: "¡Moriré si estas olas siguen viniendo sobre
mí!". Le dije al Señor: "Señor, ya no puedo soportarlo más". Sin
embargo no tenía miedo de morir.
No sé cuanto tiempo estuve en ese estado, recibiendo este bautismo continuo
sobre mí y a través de mí. Sé que fue ya casi al final de la tarde cuando un
miembro de mi coro, pues era yo entonces el líder del coro, vino a la oficina
para verme. Este joven era miembro de la iglesia, y me encontró en ese estado
de llanto a gran voz y me dijo: "Señor Finney, ¿qué le sucede?" No
pude responderle por algún tiempo. Él continuo: "¿Está usted
adolorido?" Me sobrepuse lo mejor que pude y le dije: "No, pero estoy
tan feliz que ya no puedo vivir".
El hombre se volteó y salió de la oficina, y en breves minutos regresó con
uno de los ancianos de la iglesia, cuya tienda se encontraba al cruzar la calle
de la oficina. Este era un hombre muy serio; y en mi presencia había sido muy
cuidadoso y rara vez le había visto reír. Cuando entró, yo estaba prácticamente
en el mismo estado en el que me había encontrado el joven que fue a buscarlo.
Me preguntó cómo me sentía, y yo empecé a contarle lo sucedido. En lugar de
decir nada al respecto el anciano cayó en la risa más espasmódica. Daba la
impresión de que le era imposible dejar de reírse desde el fondo mismo de su
corazón. Parecía ser un espasmo irresistible.
Había un joven en mi vecindario que se estaba preparando para la
Universidad, con quien yo había llegado a ser bastante íntimo. Luego me enteré
que el señor Gale, el ministro, repetidamente le había hablado de la religión y
le había advertido acerca de mí, diciéndole que yo era una influencia que podía
descarriarle. El señor Gale le había dicho que yo era un joven muy desentendido
de la religión, y que a su opinión si él llegaba a asociarse mucho conmigo, su
mente podía desviarse y no llegar a convertirse. Después de mi conversión, y de
la conversión del joven, él me dijo que le había dicho al señor Gale, en varias
ocasiones, cada vez que le había amonestado acerca de su asociación conmigo,
que nuestra conversación había tenido en él más efecto, en cuanto a lo
religioso, que su predicación. Ciertamente en muchas ocasiones había compartido
mis sentimientos con este joven, cuyo nombre era Sears.
Justo en el momento en el que relataba mis sentimientos a este anciano de
la iglesia y al otro miembro que le acompañaba, el joven Sears entró a la
oficina. Yo estaba sentado de espaldas a la puerta y a penas me fijé cuando
entró. De cualquier modo, Sears pasó adelante y escuchó con asombro el relato.
Para mi sorpresa el joven cayó al piso y clamó en la más intensa agonía mental:
"¡ora por mí!" El anciano de la iglesia y el otro joven se
arrodillaron y empezaron a orar por él, y cuando ellos acabaron, yo también
oré. Poco después de esto todos se retiraron y me dejaron a solas.
Empecé a preguntarme: "¿Por qué el anciano Bond se ha reído tanto?
¿Pensará acaso que estoy loco o alucinando?". Esta pregunta provocó una
especie de oscuridad en mi mente y empecé a debatir conmigo mismo si fue o no
apropiado que yo, habiendo sido tan terrible pecador, orara por Sears. Sentía
como si una nube se hubiera posado sobre mí. No tenía cerca nada sobre lo que
pudiera reposar y en poco tiempo me retiré a la cama, no angustiado en mi
mente, pero aún sin entender qué sucedía en mi estado actual. A pesar de haber
recibido este bautismo, una tentación oscureció mis pensamientos de tal forma
que me fui a la cama sin estar seguro de haber hecho la paz con Dios.
Me dormí enseguida, pero casi inmediatamente volví a despertar sintiendo el
gran fluir del amor de Dios que había en mi corazón. Estaba tan lleno de este
amor que no podía dormir. Pronto volví a quedarme dormido y nuevamente desperté
de la misma manera. Cuando desperté regresó la tentación, el amor en mi corazón
pareció abatirse; mas tan pronto me volvió el sueño, la calidez era tanta en mi
interior que volví a despertar. Así continué hasta tarde en la noche cuando
pude tener algo de reposo.
Cuando desperté en la mañana ya había salido el sol y había derramado su
claridad en mi habitación. No tengo palabras para expresar la impresión que
causó en mí su luz. Al instante el bautismo que había recibido la noche
anterior regresó sobre mí de la misma manera. Me arrodillé en mi cama y lloré
en voz alta de alegría, y permanecí así por algún tiempo, sobremanera anonadado
por este bautismo del Espíritu como para hacer otra cosa que no fuera derramar
mi alma delante de Dios. Parecía como si en esta ocasión el bautismo viniera
acompañado con un gentil reproche, como si el Espíritu me estuviera diciendo:
"¿Vas a dudar? ¿Dudarás?". Clamé: "¡No! No voy a dudar: no puedo
dudar". Luego de esto Dios dejó tan claro el asunto en mi mente que me
resultaba imposible dudar que el Espíritu Santo hubiera tomado posesión de mi
alma.
Fue en este estado en el que se me enseñó la doctrina de la justificación
por la fe. Nunca antes esta doctrina había llegado a tomar posesión de mi mente
y tampoco la había visto como fundamental en el evangelio. De hecho, ni
siquiera tenía idea en absoluto de lo que podría significar en su apropiado
sentido. Mas ahora me era posible entender lo que el pasaje "habiendo
sido justificados por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro
Señor Jesucristo" quería decir. Pude ver que en el momento en el que
creí en la arboleda, todo sentimiento de condenación abandonó por completo mi
mente, y que a partir de entonces ya no podía sentir culpa o condenación a
pesar de todos mis esfuerzos. Mi sentimiento de culpa se fue, mis pecados se
fueron, y me sentía tan inocente como si nunca hubiese pecado. Esta era
justamente la revelación que necesitaba. Me sentí justificado por la fe; y
según lo que podía ver me encontraba en un estado en el que no había pecado. En
lugar de sentir que estaba pecando todo el tiempo, mi corazón estaba lleno de
amor hasta rebosar. Mi copa se desbordó de amor y de bendiciones, y ya no podía
sentir que estuviese pecando contra Dios. Tampoco podía recobrar mi antigua
sensación de culpa por pecados pasados. Que yo recuerde, no comenté con nadie
acerca de esta experiencia, es decir, esta experiencia de justificación y,
según lo que podía ver, de presente santificación.
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