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Lowell Brueckner

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Charles Finney autobiografía 2

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Al leer la autobiografía de Charles Finney descubro su sentido del humor. En las partes elegidas de los capítulos primero y cuarto, aunque relatan la escasez de buenos predicadores en New England en el tiempo de Finney, también contienen descripciones graciosas del estilo de predicación que él escuchaba. Si este capítulo fuera dedicado al humor, podría repasar el libro y encontrar un buen número de casos muy graciosos, pero obviamente, este no es mi propósito al presentar el ministerio de Charles Finney. Sin embargo, hallaremos otros escritos divertidos al explorar algunas de las más importantes e interesantes historias de su vida. 

 Mi propósito en este capítulo es presentar la necesidad del entendimiento del evangelio en la vida de los que lo proclaman. Cuando Jesús dejó a Sus sencillos discípulos galileos a cargo del futuro de evangelio, “les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras” (Lc.24:45). He visto que gente con poca preparación y pocos estudios académicos, pueden recibir claridad de la verdad en su experiencia, y también pueden compartirla al exponer el evangelio. Otros solamente son ignorantes.

 Finney, sobre todo, apunta a la necesidad más grande que tiene la persona que intenta ministrar las grandes revelaciones del cielo a la gente de esta tierra: el poder del Espíritu Santo para predicar. Por esta razón, después de abrir el entendimiento de los discípulos, cuatro versículos después, les dijo: Quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lc. 24:49). 

 

Algunas experiencias con el cristianismo de Finney antes de su conversión

 

La total ignorancia de los predicadores


 Mis padres no practicaban la religión, y creo que muy pocos de nuestros vecinos la profesaban. Muy rara vez escuché un sermón del Evangelio de persona alguna, a no ser que fuera de un ministro itinerante, o de algún incipiente predicador ignorante que de vez en cuando podía encontrarse por esas tierras. Recuerdo muy bien que la ignorancia de aquellos predicadores que escuché — cuando llegaba a escuchar a alguno — era tan grande que la gente del pueblo volvía de las reuniones para reírse sin parar, en vista de los extraños errores y los grandes absurdos que habían escuchado.

 Mi padre se vio obligado a reubicarse nuevamente, esta vez a otro sitio desierto a las faldas de la ribera sur del lago Ontario, un poco al sur de la Bahía de Sackett. Otra vez aquí viví durante varios años teniendo tan pocos privilegios religiosos como en el condado de Oneida. Prácticamente la única predicación que llegué a escuchar fue la de un anciano de apellido Osgood, un hombre de notorio celo religioso, pero con muy poca educación. Su ignorancia del lenguaje era tan grande como para desviar la atención de las gentes de su pensamiento a la cómica forma en la que los expresaba. Por ejemplo, en lugar de decir "yo soy" decía "yo eres", y en el uso de los pronombres tú, ti, y etcétera, podía mezclarlos en formas tan extrañas e incongruentes, que era casi imposible no reírse, ya que estuviese predicando u orando. Está de más decir que no recibí instrucción religiosa alguna de tales enseñanzas.


Predicación monótona

 La predicación del lugar de mi escuela superior estaba a cargo de un clérigo de edad avanzada, un hombre excelente y muy amado y venerado por su congregación, pero cuya manera de leer sus sermones no dejaba impresión alguna en mi mente. Tenía una forma monótona y aburrida de leer los sermones que, probablemente, tenía escritos hace ya muchos años.

 Para dar cierta idea de su prédica, me permito decir que los manuscritos de sus sermones eran de un tamaño que bien podían caber en su Biblia. Yo, sentado en la galería, podía observar como el pastor colocaba sus manuscritos justo en medio de su Biblia, e insertaba los cuatro dedos de cada mano en los lugares en donde encontraría los pasajes de la Escritura que debía citar en su sermón. Esto hacía que le fuera necesario sostener su Biblia con ambas manos, impidiéndole cualquier gesticulación con ellas. A medida que continuaba con su prédica leía los pasajes de la Escritura en donde había incrustado los dedos y así liberaba sus dedos uno por uno hasta que ambas manos quedaban sueltas. Yo había observado que cuando todos sus dedos estaban liberados ya casi concluía su sermón. Su lectura era sin pasión y monótona y aunque la gente la seguía con cuidado y reverencia, debo confesar que para mí, no se parecía a una predicación, o más bien, no se parecía a lo que yo pensaba que una predicación debía de ser.

 

La influencia de la Escritura sobre la profesión de Derecho 

Con todo esto, cuando llegué a Adams a estudiar leyes, era yo tan ignorante de la religión como cualquier pagano. Yo había sido criado en los bosques. En mis estudios de derecho elemental encontré que los antiguos autores citaban con frecuencia las Escrituras y que se referían especialmente a la ley de Moisés como la autoridad para muchos de los grandes principios de la ley común. Esto encendió mi curiosidad a tal punto que adquirí una Biblia, mi primera Biblia. Cada vez que encontraba una referencia de la Biblia en los textos de derecho, consultaba el pasaje en las Escrituras para observar su conexión. Esto me llevó a adquirir un renovado interés en la Biblia, y empecé a leerla y a meditar en ella como nunca antes en mi vida. Con todo esto, no entendía una gran parte de lo que leía.

 Bastó aplicar un poco de pensamiento para llegar a entender que, de ninguna manera, mi mente se encontraba en un estado que me permitiera llegar al cielo en caso de morir en esa condición. Me parecía que algo de infinita importancia yacía en la religión, y pronto llegué a entender que si el alma era inmortal, me era necesario experimentar un gran cambio en el estado interior de mi mente que me permitiera estar preparado para la felicidad en el cielo. Sin embargo aún mi mente no había adoptado una postura en cuanto a la veracidad o a la falsedad del evangelio y de la religión cristiana. De cualquier modo, la interrogante dentro de mí era demasiado importante como para permitirme descansar en medio de la incertidumbre del tema.

 En la lectura de mi Biblia había descubierto lo que Cristo decía acerca de la oración y de las respuestas a la oración. Él dijo: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá". También leí que Cristo afirma que Dios está más dispuesto a dar su Espíritu Santo a aquellos que se lo piden que los padres terrenales lo están de dar buenas dádivas a sus hijos. Continuamente, en las reuniones de oración, los escuchaba orar por el derramamiento del Espíritu Santo, como a menudo los escuchaba confesar sus debilidades y el no haber recibido lo que pedían.

 Se exhortaban unos a otros a despertar e involucrarse, y a orar fervientemente por un avivamiento de la religión, afirmando que si cumplían con su deber, orando por el derramamiento del Espíritu y mantenían su compromiso, el Espíritu de Dios se derramaría, se produciría el avivamiento de la religión y los impenitentes como yo, serían convertidos. Sin embargo, en sus oraciones y conferencias continuamente confesaban que no habían logrado progresos sustanciales ni en sus oraciones ni en sus esfuerzos, ni en la obtención de un avivamiento de la religión. La inconsistencia de sus declaraciones, el hecho de que oraran tanto y sin respuesta, fue una triste piedra de tropiezo para mí.

 En cierta ocasión, se me preguntó si deseaba que oraran por mí. Dije: "Supongo que necesito que se ore por mí, pues soy un pecador: pero no veo como podría beneficiarme el que ustedes orasen por mí, pues ustedes están pidiendo continuamente, mas no reciben”. Fui ferviente en lo que dije y estaba bastante irritado.

 

La predicación del Reverendo George W. Gale

Fue en Adams cuando por primera vez asistí a la predicación de un ministro educado del evangelio consistentemente por cierto tiempo. El Reverendo George W. Gale, originario de Princeton, Nueva Jersey, se convirtió poco después de mi llegada a Adams en el pastor de la iglesia presbiteriana del lugar. Parecía que Gale daba por hecho que sus oyentes eran teólogos, y por lo tanto que podía servirse de todas las grandes doctrinas fundamentales del evangelio.

 De hecho, me parecía imposible asociar significado alguno a muchos de los términos que usaba con gran formalidad y frecuencia. ¿A qué se refería con arrepentimiento? ¿Era este un mero sentimiento de pesar por el pecado? ¿Era en conjunto un estado pasivo de la mente o implicaba un elemento de la voluntad? ¿Si el arrepentimiento era un cambio de mente, respecto a qué era este cambio? ¿A qué se refería con el término regeneración? ¿Qué significa ese lenguaje cuando se refiere a una transformación espiritual? ¿A qué se refería con fe? ¿Era la fe un mero estado intelectual? ¿Era simplemente una convicción, o una persuasión de que lo dicho en la Biblia era cierto? ¿A qué se refería con santificación? ¿Implicaba la santificación algún cambio físico en el sujeto o alguna influencia física por parte de Dios? Yo no podía dar respuesta a estas interrogantes, y tampoco me parecía que él mismo supiera en qué sentido hacia uso de esos términos o de palabras semejantes.

 

La gran falta del bautismo en el Espíritu Santo


Había, sin embargo, otro defecto en la educación del hermano Gale. Un defecto que yo llegué a considerar como fundamental. Si alguna vez se convirtió a Cristo, falló en recibir la unción divina del Espíritu Santo que le hubiera dado poder en el púlpito y en la sociedad para la conversión de las almas. Se había quedado corto al no recibir el bautismo del Espíritu Santo, algo indispensable para el éxito ministerial. Cuando Cristo comisionó a sus discípulos para ir y predicar, les dijo que permanecieran en Jerusalén hasta que recibieran poder de lo alto. Este poder, como todos sabemos, era el bautismo del Espíritu Santo derramado sobre ellos en el día de Pentecostés. Este era un requisito fundamental para el éxito en sus ministerios.

 No supuse entonces, como tampoco lo supongo hoy en día, que este bautismo consistía simplemente en el poder de obrar milagros. El poder para obrar milagros y el don de lenguas fueron dados como señales de la realidad de su comisión divina. Mas el bautismo en sí mismo era un purificador divino, que les llenó de fe y amor, de paz y de poder, para que así sus palabras fueran agudas en los corazones de los enemigos de Dios, y fueran prontas y poderosas, como espadas de dos filos. Esta es la cualidad indispensable de un ministro exitoso.

 Sin embargo esta porción de las calificaciones ministeriales no era poseída por el hermano Gale. Aún me causa mucho dolor y sorpresa el que hasta el día de hoy se exija tan poco esta cualidad en quienes predican el evangelio en un mundo pecador. Sin la instrucción directa del Espíritu Santo un hombre jamás logrará mucho progreso en la predicación del evangelio. De hecho, a menos que pueda predicar el evangelio a partir de la experiencia, y presentar la religión como un asunto del que está él mismo consiente, sus especulaciones y sus teorías estarán muy lejos de lo que realmente es predicar el evangelio.

 Carecía de la unción que es siempre esencial en la preparación de un ministro del evangelio. En lo que pude conocer de su estado espiritual, ni siquiera tenía la paz del evangelio mientras estuve bajo su ministerio, y ciertamente tampoco poseía el poder del evangelio. No vaya a pensar el lector por causa de lo que he dicho que yo no amaba o no tenía un gran respeto por el señor Gale. Le amé y le respeté. Hasta lo que sé, él y yo conservamos la más firme de las amistades hasta el día de su muerte. 

 He dicho lo que he dicho con respecto a sus puntos de vista, pues temo que es algo que se aplica a la mayoría de los ministros el día de hoy. Creo que sus perspectivas prácticas en su predicación del evangelio, sin importar cuáles sean sus perspectivas teológicas, son muy defectuosas; y que carecen de la unción y del poder del Espíritu Santo, y este es un defecto radical en la preparación de un ministro. Al decir esto mi intención no es censurar, más lo digo como algo que ha estado por mucho tiempo en mi mente, y sobre lo cual, de hecho, siempre he tenido oportunidad de llorar. Al haberme relacionado cada vez más con el ministerio en este y en otros países, me he persuadido de que aún con todo su entrenamiento, disciplina y educación, los ministros son pobres en sus perspectivas en cuanto a la forma más eficaz de presentar el evangelio al hombre, en sus perspectivas en cuanto a adaptar medios para asegurar el fin, y especialmente en su falta de poder en el Espíritu Santo.


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