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Lowell Brueckner

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Buscando el Rey del Reino, capítulo cuatro

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4. EL CRISTO QUE PROVEE

“Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir”. Hebreos 11:17-19

“NO EXTIENDAS TU MANO SOBRE EL MUCHACHO”

La verdad es que Abraham había sido probado muchas veces antes. Su fe había sido probada cuando Dios le llamó la primera vez y tuvo que salir, dejando todo atrás y sin saber a donde iba. Fue probado por el hambre en la tierra de Canaán y tuvo que ir a Egipto. En Egipto fue probado cuando el Faraón quiso a su mujer y se la llevó a su casa. Fue probado por un disgusto que hubo entre sus siervos y los de su sobrino Lot. Fue probado por el rey de Sodoma que le ofreció las riquezas ganadas en una guerra. Fue probado porque él y su mujer llegaron a la vejez sin un hijo heredero. Como había sucedido en Egipto, fue probado en Gerar otra vez, por la hermosura de su mujer.

La vida de fe es una vida llena de pruebas, sin importar quién entra en esa vida. Una prueba te prepara para la siguiente, y parece que cada nueva prueba es más difícil que la anterior. No podemos evitarlas. No es que Dios quiera ser muy duro con nosotros, sino que tiene una razón muy importante por la que permitir y aún ordenar que estas dificultades entren en nuestra vida. Está puliendo una gema que tiene gran valor para Él. Está perfeccionando la virtud más preciada en sus hijos, que es la fe.


Vamos ahora al libro de Génesis para ver cómo Abraham iba a pasar por la prueba más inmensa de su vida. Si al principio de su relación con Dios, Abraham hubiera tenido que hacer lo que hizo en el capítulo 22, probablemente hubiera fallado y hubiera sido reprobado. Las otras pruebas le habían estado preparando para esta, que iba a ser la más difícil de todas. Su confianza en Dios estaba basada en las experiencias. Dios se había entremetido en los peligros y tentaciones de su vida, y le había dado la victoria. Dios ya era su amigo y él sabía que no iba a hacerle ningún daño verdadero, y que todo iba a ser para un buen fin. La fe llegó a tan alto grado de madurez en él, que fue llamado el padre de la fe (Ro. 4:11,16).

Al entrar en esta prueba, Dios presenta cuidadosamente a Abraham a la persona que Él va a utilizar para probarle. No le dice solamente “toma tú hijo” y punto. Abraham tiene que saber que en esta prueba, que es sobre todas las pruebas, Dios va a llegar a tocar la profundidad de su corazón. Al terminarla, no habrá quedado ningún rincón en su ser que no haya sentido la intensidad del fuego purificador. Así que le dice: “Toma ahora tu hijo... tu único... Isaac...a quien amas” (Gn. 22:2). Abraham sabe desde un principio que el precio va a ser muy alto. No solamente tiene que ver con el gran amor que un padre pueda tener hacia su único hijo, sino que también incluye el mismo propósito por el cual Abraham existía, y el llamamiento y la promesa de Dios para su vida, ya que todo tenía que ver con Isaac: “El que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia”. Tampoco le deja dudas en cuanto a cómo va a terminar el asunto, que terminará con la muerte: “Vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré”.

El ojo infinito de Dios ve el futuro tan claramente como el presente. Por eso, Él debe ser Señor absoluto sobre todo lo que acontece. El hombre que le reconoce sabe que no le toca a él planear la manera, sino solamente obedecer lo que el Señor ordene. Dios sabe exactamente el lugar donde el sacrificio tiene que suceder. Lo había escogido antes de la fundación del mundo. Dios habló a muchas generaciones después de la vida de Abraham, al entrar el pueblo de Israel en Canaán, de un solo lugar donde debían ofrecer sacrificios. No les señaló el lugar cuando entraron. Tuvieron que pasar muchos años más hasta que, por un error del rey David, el lugar fue descubierto. Fue el lugar donde la plaga que había matado a miles se detuvo, una plaga que resultó del error de David. David compró este terreno, y su hijo, Salomón, edificó el templo allí. Desde ese día en adelante no era legítimo ofrecer sacrificios en cualquier otro lugar. En el siglo XX el pueblo volvió a tomar la tierra y, el judío ortodoxo, quiere volver a practicar su antigua religión. Sin embargo, volver al sistema de sacrificios se complica hasta el día de hoy, porque sobre este terreno que Dios había señalado como el único lugar para el sacrificio, está la bóveda de la roca musulmana.

¡Qué profunda y maravillosa era la relación que Abraham disfrutaba con Dios! Eran amigos y Abraham amaba a Dios más que a su único hijo; en verdad más que a su propia vida. El siguiente versículo lo comprueba. Fácilmente, el contemplarlo hará que un escalofrío recorra todo nuestro ser. Abraham estaba dispuesto, no solamente a obedecer, sino que “se levantó muy de mañana, y enalbardó su asno, y tomó consigo dos siervos suyos, y a Isaac su hijo; y cortó leña para el holocausto, y se levantó, y fue al lugar que Dios le dijo” (vr.3). Hacer la voluntad de Dios era un placer para él y no se demoró en hacerlo. Sería poco decir que es un buen ejemplo para nosotros, ya que es una demostración de un espíritu hermoso que es imposible describir. A este punto el Señor quisiera llevarnos a todos a una confianza y entrega totales en un Dios bueno que no sabe ser infiel.

Pienso también en Felipe que, después de haber servido las mesas en la iglesia en Jerusalén, tuvo la oportunidad de ser un evangelista y ver la mano poderosa de Dios obrar por medio de su ministerio. En Samaria no quedó nadie sin escuchar lo que él decía. Hubo milagros de sanidad y muchos fueron librados de espíritus malos. Felipe participaba del gozo que experimentaban los samaritanos. Pero estando allí, un ángel le dirige a un camino hacia el desierto. Sin ninguna explicación, tiene que dejar el avivamiento en Samaria y, sin saber exactamente el destino y el por qué de esta orden, Felipe, sin hacer una pregunta, sencillamente se levanta y va. Él confiaba totalmente en el Señor y, como resultado, el evangelio entró en el continente africano.

Aunque el versículo 3 es uno de los que más me conmueven del Antiguo Testamento, por ver la disposición de Abraham, hay uno más adelante que, si es posible, es todavía más emocionante. Nos descubre aún más el corazón de Abraham y nos deja ver lo que hay dentro. ¿Cómo veía él este mandamiento que Dios le había dado? ¿Cómo creía Abraham que iba a ser el acto de ofrecer a su hijo en sacrificio? Nos aclara el versículo 5: “Entonces dijo Abraham a sus siervos: Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos…” Para Abraham fue un acto de adoración.

La adoración es diferente a la alabanza y muchos no la entienden. La alabanza es el fruto de nuestros labios, pero la adoración no es algo expresado con palabras. Es un servicio a Dios que es más profundo que cualquier otro, y tiene que acontecer en el corazón. La mujer en Lucas 7 que trajo el frasco de alabastro y ungió a Jesús, derramando lágrimas de gratitud y amor, estaba adorando. No tuvo que decir ni una sola palabra. El precio del perfume y las lágrimas lo expresaban todo. No fue gravoso para ella. Si hubiese tenido más, más hubiera gastado, porque sabía que nada es suficiente para Quien todo lo merece. Aun los discípulos no entendieron lo que esta mujer estaba experimentando en su ser.

En Nehemías 8:6 dice: “Todo el pueblo respondió: ¡Amén! ¡Amén! Alzando sus manos; y se humillaron y adoraron a Jehová inclinados a tierra”. Los magos dijeron a Herodes que venían preparados para adorar. No lo hicieron con palabras, sino dándole sus tesoros: “Y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra” (Mt. 2:11). En el libro de Apocalipsis (5:8) “los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero”. La adoración se expresa mejor estando postrado a Sus pies. A. W. Tozer fue el mentor de una persona que nosotros conocimos cuando ya era un anciano, Leonard Ravenhill. Él oraba con Tozer frecuentemente, y un día le dijo: “Len, dejemos que otros tomen la posición que quieran cuando oren, pero tú y yo adoraremos postrados”. Tozer pasaba muchas horas adorando en esa posición, a veces hasta la medianoche.

Abraham subió al monte para adorar. La adoración no para hasta ofrecer a Dios lo mejor que uno tiene. Nada es demasiado costoso. Abraham no tenía ninguna cosa entre sus muchas posesiones para dar, que fuese comparable para él a su hijo. Dio lo mejor que tenía en adoración. Uno puede repartir todos sus bienes y darlo a los pobres sin amor; puede entregar su cuerpo para ser quemado sin amor, pero hay una cosa que uno no puede hacer sin amor, y es adorar. La adoración es un acto de amor a Dios. La adoración da todo y, cuando se acaba todo, quisiera dar más. Tenemos que llegar a este nivel en nuestra relación con Él.

El amor va acompañado de la fe o, como la Biblia enseña, la fe procede del amor. Todo lo que tiene que ver con Dios es motivado por el amor. Ahora veremos por qué el escritor de Hebreos pudo saber lo que Abraham pensaba en estos momentos. Atestiguó que Abraham pensaba que Dios podía resucitar a Isaac, si fuera necesario. Continuó escribiendo que, en sentido figurado, esto es lo que pasó. Es decir, que en el corazón de Abraham, Isaac estaba muerto. Sin duda alguna, él iba a llevar a cabo lo que Dios había mandado.

Sin embargo, Abraham dijo a sus siervos: “Yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos y volveremos a vosotros” (Génesis)… “pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos” (Hebreos). Era porque Abraham sabía que Dios siempre es fiel a Sus promesas.
“Tal vez el sol mañana no aparezca,
Pero puedo confiar en que Tú allí estarás.
Y del firmamento se borren las estrellas,
Pero a tu palabra fiel Tú seguirás”.

Por la fe sabía que los dos tenían que volver. Sería más fácil que el universo dejara de existir y que Dios cayera derrotado de Su trono, antes de que una promesa salida de Su boca deje de cumplirse o que se frustre la parte más pequeña de sus propósitos eternos. Isaac tenía que vivir delante de Dios. Era el hijo de la promesa y fue producto de la obra sobrenatural de Dios. “En Isaac te será llamada descendencia”. En esas cosas no hay fallos. Sin la fe, el cristiano vive triste y abatido; todo parece ser un sacrificio demasiado grande, pero la fe lo cambia todo. La fe de Abraham está siendo puesta a prueba y Abraham dice: “Confío en ti aun en esto - volveremos”.

Cuando subieron al monte ellos dos solos, a Isaac le surgió una pregunta. La pregunta es profunda y, desde que el hombre fue expulsado del jardín de Edén, los hombres de fe han pensado en esta pregunta al ofrecer animales en sacrificio. Abel, según nos enseña la Biblia, fue el primer hombre que ofreció un cordero, pero tenía fe en alguna provisión mucho más perfecta que la de los primogénitos de sus ovejas, y que sólo Dios podía proveer. Después de que el animal fuese muerto y su sangre derramada, todavía quedaba la conciencia del pecado, la convicción de que la sangre del animal no era suficiente para quitarlo. Todos los hombres y mujeres de fe sabían que hacía falta un sacrificio mucho más eficaz para quitar los pecados. “He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?”

¿Dónde está el Cordero?, es la pregunta de las edades. ¿Dónde está el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo? (Ap. 13:8). Corderos ofrecidos en sacrificio hubo sin número, pero sólo como símbolos que señalaban hacía el eterno Cordero de Dios. ¿Cómo y cuándo iba a venir directamente de la presencia de Dios el único y suficiente sacrificio que podría borrar de una vez y para siempre los pecados? Tan profunda como fue la pregunta de Isaac, fue la respuesta de Abraham: “Dios se proveerá de cordero..., hijo mío”.

Después de miles de años y millones de corderos sacrificados, llegó el tiempo en la historia de la humanidad cuando la fe se hizo realidad. En el tiempo de su cumplimiento, un profeta vestido de piel de camello, a la orilla del río Jordán, hizo la declaración de las edades, diciendo al señalar con su dedo al hombre que venía acercándose: “¡He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!” (Jn. 1:29). He aquí la respuesta a la pregunta de las edades, provista por Dios. Un día los redimidos de todas las edades se juntarán a una sola voz proclamando: “¡El Cordero que fue inmolado es digno!” (Ap. 5:12). ¿Dónde está el cordero? ¡He aquí el Cordero de Dios! y ¡El Cordero que fue inmolado es digno!, son las tres frases más importantes de todas las edades.

Después fue levantado allí, en Moriah, un sencillo altar de piedras. Sobre ellas fue puesta la leña, que fue prendida por el fuego. Isaac no era un niño pequeño, sino un muchacho capaz de oponer resistencia, pero cuando vio lo que estaba pasando dejó a su padre que le atara. Isaac estuvo de acuerdo; reconocía la dignidad de la sentencia y la justicia del hecho. Él entendía la santidad de Dios y la necesidad de satisfacer Su justicia.

La mente natural nunca podrá comprender la cruz de Jesús, porque es algo repulsivo para ella, como también lo es esta historia. ¿Cómo puede ser que Dios demande a un hombre sacrificar a su propio hijo? No puede entender esto como tampoco puede entender la inmensidad de la ofensa del pecado delante de un Dios santo. No comprende que el infierno es el justo castigo para el pecado, y que Dios no requiere demasiado en su sentencia: “El alma que peca, morirá”. Isaac es un pecador, y es justo que pague lo que debe.

Aunque Dios había dado la promesa, “en Isaac te será llamada descendencia”, y era un plan eterno que tenía que ver con el futuro Mesías, Isaac era un pecador. El pecado estaba por el medio, estorbando el propósito de Dios. ¿Cómo iba a resolverse este gran problema? Isaac tenía que ser ofrecido en sacrificio; tenía que pagar por sus pecados.

Seguidamente, con un corazón roto, Abraham levantó el cuchillo para degollar a su hijo y, en menos de un segundo, cuando la sentencia estaba a punto de cumplirse, “el ángel de Jehová le dio voces desde el cielo, y dijo: Abraham, Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada” (vr.11). ¿Quién podría atreverse a contradecir el mandamiento de Dios, entremeterse o interrumpir un acto de la justicia divina? Estas palabras iban a acarrear consecuencias muy costosas al Ángel que las había pronunciado. ¿Quién era este Ángel del Señor? Él era y es el mediador entre Dios y los hombres, y por lo tanto el único que podía pronunciar aquellas palabras. Es quien ha orado por los transgresores (Is. 53:12). Es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.

“Llamó Abraham el nombre de aquel lugar, Jehová proveerá (Jehová-jireh). Por tanto se dice hoy: En el monte de Jehová será provisto” (vr.14). Abraham e Isaac vieron al Proveedor y no pudieron ser iguales. Yo creo que Jesús se estaba refiriendo a esta experiencia cuando dijo a los judíos: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Jn. 8:56). ¿Puedes imaginar el gozo que hubo sobre el monte Moriah aquel día?

“NO TE CONDENO”

Ahora quiero que veamos esta misma personalidad en el Nuevo Testamento. Vamos a Juan 8:3-5, para ver a Jesús en el templo, después de haber pasado fuera toda la noche, en el monte de los Olivos. Es probable que Jesús supiera de antemano que iba a tener que ir allí para tratar el caso que le presentaron: “Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?”

Estos hombres tenían malas intenciones, y lo único que buscaban era una manera de acusar a Jesús frente a los romanos o el pueblo. Los romanos gobernaban al pueblo judío, y a los judíos no les era permitido ejecutar a ninguna persona sin consultarlo con ellos. Si Jesús hubiera dicho: “Sí, que se haga justicia de acuerdo con lo que Dios ha mandado”, entonces podrían acusarle delante del gobernador por haber ejecutado la justicia sin el permiso requerido por la ley romana. Y si hubiera dicho que no, entonces la gente, especialmente por la mentalidad tan nacionalista que tenía en aquellos días, le hubiera despreciado por tener más temor a la ley de los hombres que a la ley de Dios. Además, aquí estaba en juego la gran compasión de Jesús y Su mismo propósito de haber venido al mundo para salvar y no para condenar.

Pero esta mujer no fue condenada solamente por los escribas y fariseos. Ellos tenían razón en cuanto a que la ley demanda la muerte para los adúlteros. El adulterio es un pecado contra el Reino de Dios. Desde la creación del mundo, Dios creó al hombre y a la mujer con el propósito de formar un matrimonio para toda la vida. Según Él son una sola carne y son inseparables, y la pena impuesta por romper esta unidad o corromperla de cualquier manera, era la muerte. Por lo tanto, el hombre o la mujer que adultera, se está rebelando en contra de los propósitos que Dios estableció cuando el mundo fue formado. En la ley dada por Moisés, respecto a la nación física que era Israel, muy específicamente, decía que el pueblo tenía que apedrear a los adúlteros hasta morir. Y en el Reino eterno de Dios la pena era y sigue siendo la condenación eterna. La mujer, ya que fue tomada en el acto mismo, es culpable, y no hay duda de que debe morir.

En otras palabras, iba a tener que ser sacrificada por su propio pecado. ¿Puedes imaginar la vergüenza y el temor que estaría sintiendo ante el público en ese momento, y sin tener ninguna esperanza? Poniendo a un lado los detalles de lo que aconteció, llegamos al punto principal. Jesús contestó de tal forma que fue descalificando, uno por uno, a todos los que querían ejecutar la sentencia, de manera que Jesús se quedó solo con ella. Sólo Él va a tratar el asunto. Ahora ya no importaban las opiniones, la ayuda ni la denuncia de los hombres. El Hijo de Dios iba a encargarse directamente del asunto.

Él sí podía y debía condenarla. La justicia perfecta lo demandaba. Dios no ha pasado por alto ningún delito desde que Adán y Eva pecaron. Ya que el Reino de Dios es eterno, si en este caso no se hubiera llevado a cabo la justicia de Dios, si una sola vez fallara, la eternidad quedaría manchada por el pecado. Un solo pecado sin la sentencia que merece, sería suficiente para hacer el daño. Jesús mismo dijo que el Padre había puesto todo el juicio en las manos de Su Hijo y, por lo tanto, es de suma importancia cómo Él trate este asunto.

Igual que Abraham, ahora Jesús tiene que llevar a cabo la sentencia, es decir, el sacrificio por el pecado. Pero, ¿qué dice?: “Ni yo te condeno, vete, y no peques más” (vr.11). Sólo existe una manera de justificar lo que parece ser una falta de justicia. El pecado tiene que ser condenado y la sentencia tiene que llevarse a cabo. Para que Cristo pudiera decir lo que la dijo, tuvo que pagar con Su propia vida, como en el caso de Isaac. Jesús se inclinó para que los pecados cayeran sobre Él y se enderezó para declararla perdonada. Si Él detuvo la mano que iba a sacrificar a Isaac y después decidió no llevar a cabo el juicio sobre la mujer, entonces Él mismo iba a tener que tomar el lugar de ellos. Él estaba muy dispuesto a hacerlo; precisamente para esto vino al mundo.

ÉL SE ENCARGA CON TU CASO

En el monte Moriah, el Ángel del Señor detuvo la mano de justicia, poniéndose como el sustituto por el pecado de Isaac, y en el templo, Jesús perdonó a la mujer adúltera, llevando su culpabilidad sobre Sí mismo y, como consecuencia, su sentencia de muerte. Si hoy tú reconoces que la sentencia contra ti es justa, que has ofendido a tu creador, que te has rebelado en contra de Sus leyes eternas, destruyendo lo que Él ha hecho y pervirtiendo Sus santos propósitos; si reconoces que eres un pecador culpable y digno de lo peor que la justicia pueda demandar de ti, ¿cómo tratará Jesús tu caso?

“En el monte de Jehová será provisto” (Gn. 22:14), decía un viejo proverbio hebreo y, en el monte Calvario, Dios lo proveyó. Hace 2.000 años, Jesús se enfrentó con el juicio eterno, y fue el representante de tu caso delante de la corte del Juez Supremo del universo. Recibió tu sentencia de condenación y la pagó Él mismo. “No te hagas daño”, te dice, “no te condeno, vete y no peques más”. Dios ha provisto el perdón y la salvación. También ha provisto el poder para no andar más en el pecado y vivir una vida diferente, según una nueva naturaleza, que es adquirida en el nuevo nacimiento.

Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y (sí) por los siglos. Él se encargó con tu asunto y nunca ha dado la espalda a un pecador arrepentido. Sus intenciones han sido probadas durante los siglos y, ahora, en el siglo XXI, podemos recibir y disfrutar con toda seguridad de una palabra de paz de parte de Él: “Yo sé los pensamientos que tengo…, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jer. 29:11). Él ha provisto una salvación segura y perfecta.

“Fui culpable y no pude defenderme
Vinieron a ejecutar mi sentencia
Entonces fue escuchada una voz del cielo que dijo:
‘Soltadle y tomadme en su lugar'.
Yo debería haber sido crucificado
Yo debería haber sufrido y muerto
Yo debería haber sido colgado, avergonzado en una cruz
Pero Jesús, el Hijo de Dios, tomó mi lugar”.


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