Buscando la verdad del Reino, capítulo dos
Quisiera que notaras que el título de este libro es “Buscando la verdad del Reino” y no “Esta es la verdad del Reino”, porque no te sería difícil hallar comentarios que contradicen lo que he escrito. No pretendo decir que lo que yo presento sobre las parábolas sean interpretaciones absolutamente correctas. Al contrario, estoy invitando a los lectores a examinarlas y compararlas con otras interpretaciones, para discernir, si es posible, las que estén más de acuerdo con toda la revelación de la Escritura. De esta manera es como yo mismo he llegado a mis conclusiones y, en más de un caso, he tenido que dejar atrás mis opiniones anteriores.
Quiero atestiguar también que ninguna de estas interpretaciones se ha originado en mí, es decir, que no son personales. He mantenido un principio sobre los años de mi ministerio de desechar cualquier idea, si no hallo una confirmación a través de lo que otros hombres de Dios han escrito o por las lecciones aprendidas por la iglesia durante toda su historia. ¡Las nuevas doctrinas y “revelaciones” estrictamente personales, son falsas! La verdad es antigua, y no debes equivocarte sobre ese punto. Sin embargo, Dios tiene maneras muy originales y personales para ayudarnos a llegar a la verdad antigua, que son las cosas que el pueblo genuino de Dios siempre ha creído.
Mi intención es que este libro sea una ayuda para que los cristianos aprendan a aproximarse a la Escritura de la manera correcta, y así estudiarla e interpretarla. Con este propósito, específicamente, he elegido las parábolas, porque pienso que ellas ilustran mejor la manera de hacerlo. Nos demuestran que el intelecto humano es inadecuado para las cosas que pertenecen a Dios. También insisten en que estudiemos la Biblia desde Génesis hasta Apocalipsis para poder obtener un entendimiento sobre las maneras, o sea los caminos, constantes de Dios. En otras palabras, lo que quiero decir es que lo que Dios nos enseña en estas parábolas no es nada distinto a los principios que Él ha enseñado por medio de toda Su Palabra.
Para terminar, permíteme confesar algo personal. Algunas de las cosas más difíciles sobre las cuales he tenido que ganar la victoria a través de los años, son los prejuicios en cuanto a las doctrinas que me han sido enseñadas anteriormente o ideas que he adquirido de una forma u otra. Es mucho más fácil aprender las cosas de Dios como un nuevo discípulo, que tener algo fuertemente agarrado en las manos durante muchos años, de tal manera que Dios al final tenga que forzarnos a soltarlo. Para mí estas cosas han sido sacadas a tirones de mis manos cuando he sido confrontado, por medio de la Biblia, con verdades que, finalmente, me fue imposible negar.
El capítulo es tomado de este libro |
2. APARENTEMENTE SEMEJANTES,
ESENCIALMENTE DIFERENTES
“El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Y cuando salió la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña. Vinieron entonces los siervos del padre de familia y le dijeron: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, tiene cizaña? Él les dijo: Un enemigo ha hecho esto. Y los siervos le dijeron: ¿Quieres, pues, que vayamos y la arranquemos? Él les dijo: No, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega; y al tiempo de la siega yo diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi granero” (Mateo 13:24-30).
EL HIJO DEL HOMBRE ES EL SEMBRADOR
Esta parábola la tenemos solamente en el evangelio de Mateo. Como sucede con la parábola del sembrador, esta también está interpretada y escrita en nuestras Biblias, con lo que Su Autor, es decir, el Espíritu Santo, nos ha dado una gran ventaja y mucha ayuda. Una vez más la multitud es despedida y Jesús se encuentra solo. Después de entrar en la casa, quizás la misma que estaba utilizando esos días, sus discípulos, los doce y otros más, se acercaron a Él y le pidieron que les explicara la parábola.
Jesús no les rechazó, sino que empezó a explicarles: “El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre” (vr.37). En la introducción intenté, tengo que reconocer que muy pobremente, dar una idea sobre el valor de la buena semilla, que espero sea suficiente para que tú y yo seamos como los discípulos, persistentes en hallar el significado de estas cosas que son tan sumamente importantes.
También mencioné algo acerca del Sembrador, que aquí nos dice tan claramente que es el Hijo del Hombre. Quisiera ampliar algo más para poder cubrir este tema y, para hacerlo, aunque hemos empezado con la parábola, tendremos que ir a otras porciones de la palabra también. Es decir, que no vamos a quedarnos estrictamente en lo que enseña la parábola, pero sí estrictamente dentro de las enseñanzas bíblicas. Lo explico, porque sé, y todos debemos saber, que no es sabio intentar sacar más de lo que Dios nos quiere enseñar de una sola porción, especialmente cuando tiene que ver con las parábolas. Como son alegorías somos tentados a meter muchas ideas propias. La simbología presentada en la Biblia siempre es limitada, es decir, que solamente podemos aprender de ella ciertas cosas. No debemos relacionar la realidad con el símbolo en todos sus aspectos.
Tú y yo no podemos sembrar nada que produzca una cosecha que perdure hasta la eternidad. Las cosas eternas las hace Dios y solo Él. Cristo tiene que sembrar la buena semilla, que es infinita e incomparablemente superior a cualquier semilla que uno pueda conseguir de este mundo. Es celestial, sobrenatural y eterna. El hombre no puede y no sabe producirla, ni tampoco trabajar con ella.
La persona que verdaderamente reconoce esta verdad tendrá que dedicarse mucho a la oración. Quizás alguien preguntaría ¿por qué?, y es bueno preguntar para estar seguros sobre asuntos tan importantes. La respuesta sincera es que cuando oramos, estamos reconociendo y demostrando nuestra debilidad e incapacidad. A la vez, es una demostración de una fe humilde en Cristo y Su palabra. La persona orgullosa y autosuficiente te dirá: “No tienes que orar, sólo esfuérzate y métete en el trabajo ¡Tú puedes!”.
El profeta Habacuc, que nos dio la famosa declaración, citada tres veces en el Nuevo Testamento: “El justo por la fe vivirá”, escribió juntamente también: “Aquel cuya alma no es recta, se enorgullece” (Hab. 2:4). La posición contraria a la vida de fe es la del orgullo, es decir, la confianza en nosotros mismos. Dios nos ha creado como seres dependientes que necesitan de Él en todo momento. Cuando confiamos en Él y no en nosotros mismos estamos demostrando humildad y sumisión.
La persona que sabe que no puede y a la vez confía en Dios para hacer Su obra, dice: “Oh Padre, tus cosas son más allá de mis capacidades. Si tú no vas conmigo yo no voy a dar ni un paso adelante, porque estoy dependiendo de Ti para hacer lo que yo no puedo hacer”. Este es el estilo de oración que practica el alma que es recta o justa, porque es humilde. La oración no es una opción, sino la necesidad básica del cristiano, y es para todos los asuntos de la vida cristiana.
Un alma orgullosa nunca es recta delante de Dios, y siempre enfatiza el auto esfuerzo, las obras o el trabajo que hay que hacer. Para todas las cosas esto es malo, y si esta actitud se relaciona con el asunto de la salvación, condena, porque Pablo dijo que la salvación no es “por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:9). Dios aborrece el orgullo. Por esta sola razón, muchos no pueden ser salvos, porque “el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Lc. 18:17). Y, por supuesto, para hacerse como un niño, uno tiene que humillarse (Mt. 18:4).
El Hijo del Hombre es el que siempre siembra la buena semilla, que es Su palabra, y es sembrada en el corazón. Sin embargo, este hecho no nos convierte en seres pasivos, ya que tenemos parte y responsabilidad en el asunto. Tenemos que asegurarnos de que la voz que nos habla es la del Hijo del Hombre y no la del enemigo. Tras Su voz existe una personalidad con ciertas características que debemos reconocer. Tenemos que ir en la dirección correcta para poder escucharle.
Hay un llamamiento que hace el buen Pastor. Él llama a cada oveja por nombre, y si una persona no ha oído Su voz no puede ser salva. Esto tiene mucho que ver y está relacionado con si uno es de la buena semilla o si es cizaña. Si has oído la voz del buen Pastor ahora le estás siguiendo solamente a Él, y Él te da la vida eterna (Jn. 10:27-28). Pero si sólo has oído la voz del hombre hablándote el evangelio, no tienes ninguna seguridad de que eres de Cristo. Cada uno debe examinarse en base a esto para estar seguro de que es de la buena semilla.
La humildad que nos hace candidatos para entrar en el Reino de Dios la aprendemos directamente del mismo Pastor. Jesús dijo: “Venid a mí… y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón…” (Mt. 11:28-29). Vemos que Él, el Rey del cielo, se vació de su gloria, y “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo…” (Fil. 2:7). Podría decir: “Yo soy el buen Rey del cielo”, y tendría todo el derecho, pero en lugar de esto, se compara con un pastor, alguien que tiene que estar en una de las posiciones más humildes de las que un hombre pueda estar.
LA PALABRA SEMBRADA EN PASTORES
La Biblia evidencia el especial interés que Dios ha tenido en los pastores, y esto nos dice algo acerca de Su personalidad. Amós pastoreaba en una región casi a diez kilómetros al sur de Belén, y recibió profecías muy importantes para compartir con el pueblo de Israel. Este humilde pastor oyó la voz del Pastor. Estudiantes y profesores con títulos y doctorados, durante siglos, han leído sus profecías en escuelas bíblicas y seminarios. Pero este hombre, que podía oír tan claramente la voz de Dios, dijo: “No soy profeta, ni soy hijo de profeta, sino que soy boyero, y recojo higos silvestres. Y Jehová me tomó de detrás del ganado, y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo Israel” (Am. 7:14-15).
En la región de Belén, los pastores velaban de noche cuando un ángel se presentó a ellos para anunciarles el nacimiento del Cristo prometido. Repentinamente apareció una multitud de ángeles glorificando a Dios y, cuando se fueron al cielo, los pastores se dirigieron hacia Belén. Allí presenciaron y fueron testigos de lo que profetas y reyes hubieran deseado atestiguar por muchos siglos. Jerusalén no estaba tan lejos, pero ninguno de sus distinguidos ciudadanos, ni el sumo sacerdote, ni los miembros del Sanedrín fueron avisados, sino los pastores a quienes el ángel se presentó diciendo: “Os es nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lc. 2:11).
Dios encontró a un pastor de ovejas cuando buscaba a alguien conforme a Su corazón. Por ser el hijo menor de la casa de Isaí, dieron a David el trabajo menos distinguido. Cuando Samuel llegó a su casa, en Belén, para llevar a cabo una ceremonia muy especial, el joven pastor ni siquiera fue invitado. Se encontraba cuidando fielmente el rebaño de su padre en la región de Belén; protegiendo a las ovejas y arriesgando su vida por ellas. David siempre conservó el corazón de pastor, aun cuando llegó a ser el rey de Israel.
Estas personas crecieron de buenas semillas, del mismo trigo que el Hijo del Hombre quiere sembrar, para recibir una cosecha de fruto que alegre Su corazón. “Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó” (Lc. 10:21).
A nosotros nos toca conocer la voz del que siembra la semilla de Su palabra en nosotros, e ir en la dirección de su voz. Aunque yo no pueda ser la persona que habla y siembra, quizás pueda señalar con el dedo en la dirección correcta para ayudar a alguien a llegar al alcance del sonido de Su voz. Dios usa medios humanos. Él vierte una gota de agua celestial sobre una persona, otra gota sobre otra, otra sobre otra…, para que así podamos ayudarnos unos a otros a refrescarnos un poco, mientras vamos hacia Él, quién derrama sin medida.
Tengo algo fresco del libro de Cantares que podría sernos útil. Este libro no es más que una alegoría que trata de forma figurativa la relación entre Cristo, el buen pastor, y su iglesia, incluyendo a cada miembro que forma parte de ella. Cada uno tiene que crecer de una buena semilla. ¿Nos hacemos nosotros esta misma pregunta que vemos en el primer capítulo, versículo siete? Es una pregunta que brota de un corazón con un gran anhelo: “Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma, dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía; pues ¿por qué había de estar yo como errante junto a los rebaños de tus compañeros?” (Cnt. 1:7). En realidad, no tenemos que errar, si en el corazón hay un sincero deseo de andar en la verdad. “Pedid y recibiréis; buscad y hallaréis”, dijo Jesús. Debemos atender y obedecer las instrucciones que vienen como respuesta a la oración: “Ve, sigue las huellas del rebaño, y apacienta tus cabritas junto a las cabañas de los pastores” (vr.8).
No vayas buscando en los palacios de los gobernantes porque Él no está allí. Tampoco le busques en lugares lujosos, ni en la intelectualidad de las universidades, ni en la alta tecnología. Busca y escucha con un corazón sencillo en la dirección donde puedes hallar a Aquel que es manso y humilde de corazón.
Él no se siente cómodo en los ambientes donde hay discursos sofisticados, y nunca se entremeterá en complicadas teorías y proyectos. El que “viene saltando sobre los montes, brincando sobre los collados es semejante al corzo, o al cervatillo…, está tras nuestra pared, mirando por las ventanas, atisbando por las celosías” (Cnt. 2:8,9). ¿En qué manera es Jesús como el corzo o el cervatillo? Creo que podemos descubrir la semejanza en Juan 2:23-25. “Estando en Jerusalén en la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre”. De la misma manera que un animal silvestre desconfía instintivamente del hombre, Jesús guarda una distancia en Su espíritu entre Él mismo y las intenciones humanas. Jesús sabe que si un hombre se acerca a Él fingidamente, corre el peligro de ser “cazado” y utilizado para satisfacer algún apetito de la naturaleza caída. Por eso no se dejaba llevar, aunque muchos pretendían estar cerca de Él para aprovecharse. Él mismo, en una ocasión, se retiró al monte cuando quisieron hacerle rey.
Tampoco se atrevió a entrar en la ciudad de los samaritanos, sino que esperó fuera, junto al pozo. Los samaritanos tenían que ganar Su confianza. Tampoco se auto invitó a entrar a la casa en Emaús, más bien, iba a seguir su camino, hasta que sus dos compañeros le aseguraron que era bienvenido. Sólo la invitación de los discípulos le hizo entrar en la barca cuando estaba a punto de pasar de largo. Aunque Él anhelaba tener contacto con el ser humano, tenía que comprobar primero la sinceridad de su corazón. Incluso, sin que Natanael se hubiera percatado, Jesús le había visto debajo de la higuera. Así, como acabamos de ver, está Él, escondido, pero muy atento a cada situación y cosa que nos pasa.
Le hemos visto también en Laodicea llamando a la puerta. “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Ap. 3:20). Pero, ¿qué tal si no respondemos pronto? ¿Qué pasará si no queremos molestarnos en contestar Su llamada y satisfacer el anhelo de Su corazón? ¿Estamos tan dispuestos a responder como lo estuvo el salmista? Dios movió su corazón con las palabras: “Buscad mi rostro”, y él respondió inmediatamente: “Tu rostro buscaré, oh Jehová” (Sal. 27:8). Daniel, a pesar del edicto del rey, que también era su jefe, permaneció fiel en la vid verdadera, apartándose de los asuntos de su presidencia para estar tres veces al día en comunión con el Dios al que amaba y servía. Pero vemos el caso opuesto en Cantares: “Ábreme... porque mi cabeza está llena de rocío, mis cabellos de las gotas de la noche”, dice el Pastor al llegar a la casa donde Él quiere entrar y tener comunión. “¿Cómo me he de vestir? He lavado mis pies; ¿cómo los he de ensuciar?”, recibe por respuesta. Estoy seguro de que ninguno quisiera experimentar lo que resultó por tardar en abrir: “Mi amado se había ido, había ya pasado; y tras su hablar salió mi alma. Lo busqué, y no lo hallé; lo llamé, y no me respondió. Me hallaron los guardas que rondan la ciudad; me golpearon, me hirieron” (Cnt.5:2-7).
El Pastor, que se siente rechazado y entristecido por haberle hecho esperar, se va. Si perdemos la oportunidad que Él inicia para tener comunión con nosotros, tendremos que sufrir las consecuencias. La comunión con el buen Pastor no es según nuestro horario y nuestra conveniencia. Nosotros no podemos dictar al Hijo del Hombre cuando nos puede hablar y cuando puede sembrar en nosotros la buena semilla. ¡Oh, cuan terrible es la tristeza, el remordimiento, y la maldición por la oportunidad perdida! Asegúrate de no estar tan enredado en líos y tan ahogado por la actividad, que cuando Él quiera hablarte la preciosa palabra que los ángeles quieren oír, estés sordo y no puedas reaccionar a la única voz que puede cambiarte la vida y hacerte participar de los tesoros eternos y celestiales. Por nuestra negligencia a menudo sufrimos golpes y heridas innecesarios.
¿Vives débil y cargado de aflicciones y temor?
¿Vive el hombre desprovisto de paz, gozo y santo amor?
Esto es porque no llevamos todo a Dios en oración.
Si queremos que Dios nos hable entonces tenemos que apartar tiempo para escucharle. Me acuerdo del testimonio de un escocés, hablando de su niñez. Su piadosa madre tenía una norma en casa de que nadie hablara el domingo por la mañana. Ella quería dar oportunidad a Dios para que les hablara. Quizá no iba a hacerlo, pero si lo hacía, quería estar segura de que no iban a perder la oportunidad de escucharle.
LA CIZAÑA, LOS HIJOS DEL MALO
Volviendo a la interpretación de la parábola: “El campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del malo. El enemigo que la sembró es el diablo” (vrs.38-39). En el principio de su crecimiento la cizaña se parece mucho al trigo. En el mundo hay algo que parece ser parte del Reino de Dios, e incluso Cristo usa la frase en cada caso (vrs. 24, 31, 33, 44, 45, 47): “El reino de los cielos es semejante a…” Aparenta ser, pero en esencia no es. La enseñanza es muy clara en esta parábola y en la de la red. La del Sembrador también nos informa de que la palabra muchas veces no es recibida de la forma correcta, y creo que la de la semilla de mostaza y la de la levadura demuestran un crecimiento irregular dentro del Reino.
El que rehúsa oír y recibir la buena semilla, no se queda en un estado neutral. Pablo dijo: “Por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad...” (2 Ts.2:10-12). Como en la parábola del sembrador, el enemigo se manifiesta, y esta persona empieza a ser alimento para él. La cizaña son los hijos del malo. Jesús quita toda duda y confusión que podamos tener acerca de ellos, y deja todo muy claro. Lo vemos en Juan, capítulo 8. En el versículo 31, Juan llama a algunos judíos “creyentes”: “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él…”, pero pronto vemos que no es una creencia verdadera, ya que empiezan a argumentar contra la verdad que podría librarles. A estas mismas personas Jesús les dice que no tienen la misma naturaleza de Abraham: “Ahora procuráis matarme a mí, hombre que os he hablado la verdad, la cual he oído de Dios; no hizo esto Abraham” (vr.40). Y ya, en el versículo 44, deja todo claro: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo”. Un enemigo ha hecho esto.
Es semejante a lo que Pablo enseña a los gálatas cristianos: “Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos; uno de la esclava, el otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la carne; mas el de la libre, por la promesa” (Gá. 4:22-23). Lo que es de la carne es expuesto a las maniobras del enemigo, pero lo que viene por la promesa es parte del plan eterno de Dios, y es Su siembra. El hijo de la esclava tenía gran similitud con el hijo de la promesa. Estuvieron juntos durante trece años en las mismas tiendas y en el mismo ambiente.
La siembra de la cizaña es una obra premeditada, no accidental. No es que caen unos cuantos granos de los picos de unas aves que vuelan por encima, más bien es una siembra organizada, una conspiración. Como no creo que el diablo pueda producir vida, tiene que “comer la semilla”, es decir, robarla de Dios. El hijo de la esclava ha nacido y tiene vida, no cabe duda. El enemigo no puede hacer nada permanente contra el hijo de la promesa, pero se aprovecha de lo que fue sembrado según la carne, lo toma y lo hace suyo. Entonces él puede llenar un campo entero con su siembra falsa, que son los hijos del malo. No importa lo parecidos que sean a los hijos del Reino, ni cómo se apeguen a ellos, ni cuánto aprendan sus maneras y doctrinas, porque a fin de cuentas no podrán producir fruto para Dios. “Y cuando salió la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña”. Aunque no se manifiesten hasta el tiempo de producir fruto, son falsos desde sus raíces.
EL FIN DEL SIGLO
El Padre de familia tiene mucho cuidado de su siembra. No permite que sus siervos (los ángeles) arranquen la cizaña, porque está tan apegada al trigo que, probablemente, al arrancarla, arrancarían también algunas de las plantas buenas. Dios no quiere que se pierda ninguno de los suyos. Jesús dijo: “A los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición” (Jn.17:12). La lección para nosotros, en este caso, es tener cuidado al exponer la falsedad de algunos, para no apagar la vida de los verdaderos, ya que los dos crecen juntos.
Jesús lleva este asunto a su destino final, hablando del fin: “La siega es el fin del siglo; y los segadores son los ángeles. De manera que como se arranca la cizaña, y se quema en el fuego, así será en el fin de este siglo. Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt. 13:40-43).
Jesús dice que la cizaña sirve de tropiezo. Pablo cita a Isaías, escribiendo acerca de los hipócritas entre el pueblo de Israel por los que “el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles” (Ro.2:4). Estos no solamente existían entre los judíos, sino que también existen en la iglesia cristiana de hoy en día. El mundo de los incrédulos tiene un mal concepto del cristianismo porque aquellos que se dicen cristianos no dejan el pecado y dan un mal testimonio.
Si podemos imaginar cuánto impactó a los discípulos oír estas verdades con tan asombrosas consecuencias, entonces ¡cuánto nos debe impactar a nosotros, que vivimos ya muy cerca de su cumplimiento! Vivimos en una sociedad donde matan a embriones inocentes como si fueron moscas que estorban nuestra existencia egoísta. La homosexualidad es aceptada como una manera alternativa de vivir, y la persona que protesta y dice que no, es condenada como un intolerante anticuado y lleno de prejuicios. El movimiento a favor de los homosexuales es mundial, y es una señal de que toda la mentalidad del hombre es perversa y que el juicio de Dios caerá pronto sobre el mundo entero.
Estoy seguro que cuando el Verbo de Dios pronunció estas palabras acerca de lo que pasaría en el fin del siglo, la eterna verdad se apoderó de gente sincera. Él les llevó al borde de la eternidad y les hizo sentir la realidad de estos eventos. La Palabra de Dios, ungida por el Espíritu Santo, hería la mente y penetraba en el corazón con una fuerza tremenda. Como resultado, la vida cotidiana y rutinaria se desvaneció y, como debe ser, las cosas eternas tomaron el primer lugar en sus vidas. En el tiempo de Wesley la gente no podía aguantar la fuerza de estas verdades y caían inconscientes, no en las reuniones, sino en las plazas y calles.
Creo que la enseñanza de esta parábola no es sobre el arrebatamiento, sino sobre la segunda venida de Cristo. La cizaña es quitada primero. Después, el trigo; es decir, los justos, que son los que resplandecerán como el sol en el Reino, pues los que causaban tropiezos e hicieron iniquidad ya habían sido quitados. Será como explica Lucas en el capítulo 17: “Estarán dos en una cama; el uno será tomado, y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo juntas; la una será tomada, y la otra dejada. Dos estarán en el campo; el uno será tomado, y el otro dejado. Y respondiendo, le dijeron: ¿Dónde, Señor? Él les dijo: Donde estuviere el cuerpo, allí se juntarán también las águilas” (vrs.34-37).
La imagen de águilas devorando cuerpos muertos no me hace pensar en los redimidos en el cielo. Me hace pensar en Apocalipsis 19:17-18: “Un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes”. Los hipócritas, es decir, la cizaña, (fíjate en Mateo 24:51) serán recogidos y separados de los hijos del Reino, y llevados al mismo juicio donde estarán congregados todos los rebeldes del mundo. “Fueron muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo, y todas las aves se saciaron de las carnes de ellos” (vr. 21).
Y los que quedaron, junto a los arrebatados que vinieron del cielo con EL VERBO DE DIOS (vrs.11-14), brillarán como el sol y reinarán con Él sobre la tierra por mil años. Daniel también escribió acerca de ese día, después de la tribulación, que será el “tiempo de angustia, cual nunca fue desde que hubo gente hasta entonces” (Dn. 12:1). Será entonces después de esto que “los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud como las estrellas a perpetua eternidad” (vr.3). Esto sucederá en el milenio, cuando Jesús reine literalmente sobre la tierra.
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