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Lowell Brueckner

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Lo que palparon nuestras manos, capítulo tres

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Jesús dijo a Sus discípulos: “Sin mí, nada podéis hacer”. Debido a que le creyeron, se entregaron a la oración, que fue y todavía debe ser la base de cualquiera iglesia o ministerio que espera tener resultados eternos… clama a Dios para hacer lo que el hombre no puede. La oración genera el poder tras cualquier cosa que trae gloria a Dios. No podemos considerar seriamente el éxito terrenal. Tenemos que entender que la Biblia enseña claramente que Su casa debe ser conocida como Casa de Oración entre todas las naciones. Sólo lo que es engendrado por medio de la oración caminará sobre calles de oro.
                                                                                        
CAPÍTULO 3

DESDE EL PRIMER DÍA
FUERON ESCUCHADAS TUS PALABRAS


Unas pocas personas de "La banda de cuerdas"
y del grupo de Quinney en 1936.

    Erwin Brueckner echó un vistazo a sus zapatos de charol y después tomó un paso hacia atrás para ver mejor su orquesta, compuesta por diez instrumentos. En cada una de las diez tarimas que tenía ante él, había una banda azul y dorada que decía: “Los Reyes de la Melodía”. Cada músico llevaba un esmoquin negro, y justo cuando empezaba a alzarse el telón, él levantó su varilla. En aquellos días, el telón, en vez de abrirse, se enrollaba hacia arriba. Desgraciadamente, la chaqueta del frac que Erwin llevaba puesta se enganchó en el telón, y antes de que el tramoyista percibiera el problema, mi padre se encontraba suspendido entre el cielo y la tierra. Afortunadamente, uno de los telones que separaba el escenario del resto del auditorio, estaba bajado, por lo que se ahorró el embarazoso trago de colgar desamparado delante de la audiencia. Aún así, el orgullo y la moral de la orquesta habían resultado tremendamente dañados y no podían recuperarse de tan estrepitoso comienzo. Después de una actuación dudosa, abandonaron el teatro por una salida lateral para evitar encontrarse con el público.

El primer concierto de “Los Reyes de la Melodía” fue un sonoro fracaso; las cosas solamente podían ir a peor a partir de esa noche. El sueño de Erwin de convertirse en el líder de una gran orquesta, quedó frustrado. Les llegaban pocas invitaciones, y los decepcionados miembros de la orquesta, la fueron abandonando uno a uno.

Ahora bien, mi padre era un músico cualificado y un excelente violinista. Había aprendido bajo la dirección de un concertista profesional de Chicago. Tenía la determinación y el potencial para convertirse también en un buen profesional, y por ello practicaba durante muchas horas al día. Sin embargo, algo se interpuso en su camino, ó mejor dicho, “Alguien”, quien tenía otros planes para su vida.

Dios se manifestó a mi padre. Primero, una misteriosa luz brillante le despertó convenciéndole de la realidad de un mundo espiritual, y después, siete años más tarde, él y mamá se mudarían al lado de unos vecinos cristianos, quiénes les conducirían hacia una relación personal con Jesucristo.

En los años 1930 el trabajo escaseaba. Papá encontró un empleo como vendedor a domicilio de dulces navideños. Era un empleo ideal para un entusiasmado nuevo cristiano. Si fue un buen vendedor o no, es algo que nunca supe. Papá sólo hablaba de las grandes oportunidades que este empleo le había proporcionado para dar testimonio de Cristo. Entre Acción de Gracias y Navidad mi padre peinó el vecindario, proclamando a la menor oportunidad su recién encontrada fe. Uno de sus primeros conversos fue un nativo americano de nombre, Tony Doxtator.

Fue en algún momento del verano de 1935, cuando una señora de raza india apareció en la puerta de la casa de mis padres. Su marido le había enviado en busca de aquel vendedor de dulces que había estado en su casa y junto al que había orado por su salvación. No sabía su nombre, ni dónde vivía, así que la pobre mujer salió por las calles de Milwaukee en busca del “hombre que va por el vecindario hablando de Jesús”, ¡y lo encontró! La misión de la mujer era doble. Primero iba de parte de su marido, y después guiada por su propio corazón. Era evidente que el Espíritu Santo se había dirigido a esta mujer y el temor de Dios estaba sobre ella.
“Quiero pedirle perdón”, dijo la mujer. “Mientras estaba hablando con mi marido en la sala, yo estaba en la cocina con mi hija burlándome de usted”.
“La perdono”, dijo papá. “Pero usted también necesita entregar su corazón a Jesús”.
Ambos inclinaron la cabeza y papá hizo una oración por ella para que recibiera a Cristo como su Señor y Salvador. Luego, ella le dijo que su marido se encontraba en el hospital con una rara afección pulmonar y que quería verle desesperadamente antes de morir.

Enseguida mi padre se dirigió hacia el hospital, y antes de entrar en la habitación de Tony Doxtator, se colocó una bata y una mascarilla. Tony estaba muy preocupado por sus familiares.
“¡Por favor!”, le suplicó a papá. “Vaya al norte, encuentre a mi familia y regáleles el mismo mensaje que me regaló a mí”. Entre ellos, mencionó a su hermano Bill en particular.
“¡Lo haré!”, respondió mi padre, iniciando así la misión de su vida; llegar hasta los nativos americanos y llevarles el evangelio de Jesucristo. Esto ocurrió durante el primer año desde que papá encontró a Cristo.

Aparentemente, Tony había perdido el contacto con sus padres y hermanos. No estaba seguro de dónde vivían exactamente. Era en algún lugar de la costa este del Lago Winnebago, probablemente cerca de Stockbridge. En aquellos días, la gente de Dios resolvía tales problemas recurriendo a la oración. Papá llevó la petición de Tony a “La Banda de Cuerdas” del Tabernáculo de Wisconsin. “La Banda de Cuerdas” era un grupo de nuevos conversos formado por mi padre, mi madre, algunos de mis tíos y tías, y unos pocos más que tocaban o estaban aprendiendo a tocar instrumentos de cuerda. No era la brillante orquesta que mi padre había soñado dirigir algún día, pero lo que les faltaba en brillantez, lo compensaban con su entusiasmo y con el puro gozo de servir a Cristo.

Mi tía Edna Pollnow declaró que todo el ministerio de “La Banda de Cuerdas” y el Tabernáculo de Wisconsin, consistía en estar inmersos en la oración. “Vivimos en la oración”, decía. Las reuniones para orar se celebraban casi cada noche, si no era en las instalaciones del Tabernáculo, era en casa de alguien. Los domingos la gente se llevaba la comida a la iglesia. Había tiempos para orar durante todo el día, y después de la reunión de la tarde, la oración en una casa particular podía durar hasta las dos de la madrugada.

¿Sería por aquella dedicación a la oración por lo que tanta gente en el norte de Milwaukee se sentía atraída hacia Cristo? ¿Sería por ello que se decía que había gente parada en mitad de la calle traspuesta leyendo un folleto acerca del evangelio, e incluso que se arrodillaba en la acera para orar? ¿Sería también la razón por la que mis tíos y tías, uno por uno, cedieron a la presión que ejercían sobre ellos mis padres y otros cristianos para asistir a las reuniones? Una vez allí, a pesar de haberse fortalecido en contra de cualquier respuesta positiva, su resistencia fue deshecha y se rindieron a Cristo.

Por ejemplo, mis tíos Harry y Edna Wiesner, recién casados por aquel entonces, fueron a una de las reuniones caseras porque la abuela Brueckner, madre de Edna, se lo había pedido. No obstante, acordaron antes de entrar que no levantarían sus manos; costumbre de esa época para indicar que un nuevo asistente quería recibir a Cristo. Sin embargo, arrodillados y con los ojos cerrados, sus manos se dispararon hacia arriba al unísono en el momento justo.

La tía Edna Pollnow pensaba que su religión y un ritmo de vida razonablemente correcto, eran pasaporte suficiente para ir al cielo. Ella se convirtió en un blanco de las oraciones, y en dos ocasiones aceptó ir con mi madre a una reunión. Sin embargo, había decidido no prestar ninguna atención al sermón. Fue una canción, casi al final de la segunda reunión, la que le llamó la atención. El Espíritu Santo tocó su corazón, éste se derritió y entró en el reino de Dios. El tío Gilbert y su mujer, Agnes, encontraron a Dios de forma similar.

Cuando Papá llevó la propuesta de Tony Doxtator ante “La Banda”, se dispusieron a orar, pidiéndole a Dios que les condujera hacia los parientes de Tony. Un sábado empaquetaron sus instrumentos en los maleteros de varios automóviles y tomaron la carretera 55, dirección Stockbridge. Una vez allí fueron directamente a ver a las autoridades de la aldea y pidieron permiso para celebrar una reunión en la calle. Se opusieron totalmente pues no deseaban una invasión del cristianismo vivo en su comunidad. Había pubs en tres de las cuatro esquinas del principal cruce de la aldea. No les parecía nada contradictorio el hecho de que a pesar de ello, el número de matriculados en la escuela parroquial superara ampliamente el de aquellos inscritos en la pública. Aparte de ser buenos bebedores, eran también buenos religiosos. Para salir del paso, las autoridades sugirieron que el grupo podía intentarlo en la pequeña aldea de Quinney, donde se estaban celebrando las fiestas anuales del pueblo.

El grupo de Milwaukee regresó a los coches para continuar su viaje cinco kilómetros más hacia el sur, hasta llegar a aparcar justo en frente del salón de baile de Quinney. Esta vez no se molestaron en pedir permiso; descargaron sus instrumentos, los colocaron, y los afinaron en la cuneta de la carretera. Esperaron hasta que cesó la música en el salón, y entonces, empezaron a tocar. La gente salió afuera y se agolpó a su alrededor. Tocaron varias conmovedoras canciones cristianas y después mi padre empezó a predicar. Al terminar, invitó a aquellos que quisieran recibir a Cristo a que levantasen sus manos para orar. Catorce manos se levantaron y papá oró por ellos. Más tarde descubrieron que una de las catorce manos que se habían levantado pertenecía a Bill Doxtator. La oración llegó directamente al blanco una vez más. El grupo, no sólo había encontrado al hombre que buscaba, sino que además el hermano perdido de Tony había encontrado a Dios.
 
La capilla de Quinney, hoy en día abandonada

Una señora se acercó a papá. “Hay una iglesia en mi propiedad que se halla vacía en estos momentos”, le dijo. “Mañana es domingo. ¿Vendría usted a celebrar una reunión? ¡He estado orando durante ocho años para que alguien viniera a hacer uso de ella!”.

¡Orando durante ocho años! Eso es mucho tiempo para seguir constante en la oración sin observar un resultado. Cuando esto sucedió en Quinney, mi padre llevaba menos de un año desde su conversión. Siete años antes, más o menos, una luz, brillando del techo de su habitación le despertó del sueño. Me pregunto, si se conocieran las fechas exactas, ¿descubriríamos que la luz entró en la habitación al mismo tiempo que la mujer empezó a orar en la aldea de Quinney? Mientras tanto, muchas piezas empezaban a encajar; haberse mudado a una casa con vecinos cristianos, un converso indio moribundo haciendo una última petición, una puerta cerrada en Stockbridge, las autoridades recomendando Quinney, y la llegada de “La Banda de Cuerdas” coincidiendo con una celebración local en Quinney. La mujer ciertamente desconocía todo lo que Dios estaba haciendo para contestar sus oraciones.

Dios tenía allí corazones hambrientos esperando; gente que aceptó el evangelio y que pronto formó parte de una nueva congregación. Un edificio vacío esperaba que alguien llegara para predicar el evangelio. Un hombre de treinta y un años, con un corazón ardiendo por llevar el evangelio hasta los descarriados, fue preparado por Dios para ese propósito.

Semanas después, papá escribió al obispo del distrito de la Iglesia Metodista. Le ofreció doscientos dólares por la capilla vacía. Corrían tiempos difíciles y el dinero escaseaba. El obispo se alegró de que alguien fuera a dar un buen uso al pequeño edificio y aceptó la ridícula oferta. La transacción se hizo pronto y el obispo envió la escritura del edificio.

Papá se convirtió en pastor de la capilla de Quinney. Además de atenderla, en los años que siguieron, con frecuencia invitaban a papá a celebrar campañas evangelísticas por todo el medio oeste de los Estados Unidos. Pedían que tocara el violín en grandes iglesias y convenciones. Todavía puedo verle de pie, erguido, con distinción, posando su amado violín bajo la barbilla y chasqueando el arco para empezar cuando el acompañante acabara la presentación. Todavía puedo ver al público en sus asientos, primero embelesados y después llorando, mientras papá tocaba lenta, suave y dulcemente los compases de su himno preferido:
He encontrado una profunda paz que nunca antes conocí
Y una alegría que este mundo no pudo darme
Desde que entregué el control de mi alma y cuerpo
A mi maravilloso, maravilloso Señor.

Lo que empezó aquel verano de 1935, le produjo más satisfacción e ilusión de la que habría podido experimentar dirigiendo una orquesta de diez instrumentos.




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