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Lowell Brueckner

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"Lo que palparon nuestras manos", capítulo dos

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“¡Utiliza tus capacidades para Cristo!” Este es un desafío popular, especialmente para los nuevos cristianos de estos tiempos. Cuando lo escucho, me da la impresión de que es una expresión característica del humanismo. El espíritu dominante de este siglo glorifica al hombre y sus habilidades, y es el mismo espíritu que ha entrado con ímpetu en la iglesia.

El Nuevo Testamento proclama que Dios no necesita de nosotros ni de nuestras capacidades. De hecho, Dios no necesita nada. Él es totalmente auto-suficiente pero, como es generoso, nos da el privilegio de participar en Sus propósitos. Sin embargo, para poder hacerlo, tenemos que recibir Su fuerza… y Su “poder se perfecciona en la debilidad”. Esta era la teología de Pablo. Él estuvo dispuesto a sacrificar su fuerza y decir… “para que repose sobre mí el poder de Cristo” (2 Co.12:9). Hermanos, ¿Podríamos volver a la mentalidad y a la fe nuevo testamentaria? Lo que sigue es la historia de un hombre sencillo, revestido del poder de Dios…  


CAPÍTULO 2


DIRIGIDO POR EL ESPÍRITU SANTO

Alice y Erwin Brueckner
Para algunas personas la salvación es una experiencia radical. Cristo invade su vida con tal poder y tanta realidad, que volver a su vida anterior les resulta impensable. Él destierra la oscuridad y conmueve sus almas. Erwin Brueckner experimentó tales sensaciones. Entró en el reino de Dios con todo su corazón y con toda la energía que poseía.

Su nueva vida era fresca y real. Mantenía una conversación continua con el Señor. Él hablaba y Dios le respondía. A veces creía oír ángeles cantando y se unía a la canción, sin importarle dónde se hallara en esos momentos. Dios era tan real en la acera de una calle del centro de Milwaukee Norte, como en la privacidad de la sala donde oraba.

Erwin entregó todo cuanto tenía, y quería todo lo que Dios poseía. Dos semanas después de su conversión, un invitado a su iglesia, L. H. Ziemer, pastor luterano de Pennsylvania, predicó un conmovedor sermón sobre la necesidad de ser lleno del Espíritu Santo. Invitó a los hambrientos y sedientos de espíritu a entrar en una habitación contigua para orar, fuera del auditorio principal. Erwin estaba con su hijo mayor Erwin Jr., pero eso no le detuvo. Sentó al niño a su lado y le dijo que esperara allí hasta su regreso.
 
Él fue el primero en levantarse y, durante un rato, el único. Después, según avanzaba por el pasillo, levantó su brazo al cielo; aquellos que lo vieron declararon más tarde que su mano había girado de forma peculiar, como si estuviera haciendo señas a la congregación para que le siguieran. Fue entonces, cuando muchos respondieron. Erwin lo tomó como una señal de que él había sido elegido para invitar a otros a experimentar la presencia del Señor.

Mientras Erwin entraba en la sala de oración, una luz repentina, procedente del cielo, brilló. Siete años antes de su conversión, una luz había brillado mientras estaba en su cama. En aquella época era un crudo pagano, hijo de un barman, y la luz le confundió totalmente. Ahora la veía como una manifestación del Espíritu de Dios. Se arrodilló y empezó a llorar. Cuando finalmente abrió los ojos y se levantó, vio como sus lágrimas habían formado un charco de agua en el suelo. Desde ese día en adelante, mi padre, Erwin Brueckner, se convirtió en un poderoso testigo para Jesucristo.

Decir que aquellos que se encontraban a su alrededor notaron la diferencia, sería insuficiente; pues la diferencia les bombardeó. Ninguno de sus familiares o conocidos eran cristianos verdaderos. Erwin hizo todos los intentos posibles acercándose a toda su familia y parientes, y cuando terminaba una ronda de visitas empezaba otra. Insistió. Persistió. Debían encontrar el mismo Ser sobrenatural que él había encontrado. Uno a uno, algunos de sus hermanos y hermanas encontraron a Cristo. Lo mismo sucedió con sus padres y muchos de sus parientes políticos.

El Espíritu Santo le dirigía. Una noche, cuando despertó del sueño, la palabra de Dios acudió a él: “Ve y habla con la abuela Lauterbach”. La abuela Lauterbach era una persona moral y religiosa. Había intentado darle testimonio antes, pero ella siempre respondía: “Yo ya tengo mi creencia”.


Cuando Erwin despertó a la mañana siguiente, decidió ir a ver a la abuela Lauterbach ese mismo día. La anciana sólo hablaba alemán, y el conocimiento que él tenía para poderse comunicar en el mismo idioma, era muy limitado; razón por la que Erwin pensó que debía llevar consigo a su vecina suiza, para que le ayudara en la conversación. Sin embargo, cuando se sentaron juntos en la sala de estar de aquella anciana, la unción de Dios acudió a Erwin, y el alemán empezó a fluir sin problemas de sus labios. La señora que iba a ayudarle, se sentó en silencio y presenció la obra del Espíritu Santo. Transcurridos unos pocos minutos, la abuela Lauterbach dijo: “Ich geh´ in mein Kammerlein zum beten”, que traducido al español quiere decir: “Voy a orar a mi habitación”. Cuando salió de allí era una nueva criatura en Cristo.

La hija de la abuela había estado resistiéndose durante mucho tiempo al mensaje que su propia hija, Alice, y su yerno Erwin, habían tratado de impartirle. Ella, al igual que su madre, era una religiosa incondicional. Poco después de la visita de Erwin a la casa Lauterbach, él y Alice invitaron a la madre de ésta a un estudio bíblico en su casa. Erwin comentó a Alice: “¡Por supuesto, no vendrá!”. Anteriormente la habían invitado muchas veces, sin haber obtenido ningún éxito.

Hasta ese momento Erwin Jr. y Kenny, los hijos pequeños de Alice y Erwin, habían visto la obra de Dios en sus padres y parientes. Habían visto a Dios hacer milagros y responder a las oraciones de manera asombrosa. Mientras su padre y su madre hablaban acerca de la abuela Pollnow, los dos niños entraron por casualidad en la misma sala. Inmediatamente, sin que nadie los viera, se deslizaron a su habitación y empezaron a orar por ella. Erwin y Alice escucharon los compases de una canción que procedía del lugar donde estaban los niños: “Sólo tienes que creer, sólo cree, todo es posible, tan sólo tienes que creer”. Alice dijo: “Ellos tienen la fe de la que nosotros carecemos”. Aquella misma noche su madre, Emma Pollnow, asistió a la reunión y fue gloriosamente convertida. Acudió a la cita por las palabras que su madre, la abuela Lauterbach, le había dicho después de haber tenido la experiencia en su habitación: “¡Escucha lo que Erwin tiene que decir! Él conoce el camino. Nosotras tenemos nuestra religión, ¡de acuerdo!, pero él tiene a Cristo”.

Cuando la abuela Lauterbach estaba en su lecho de muerte, se dirigió a sus seres queridos, situados alrededor de su cama, diciendo: “¡Oh, que brisa fresca y tan agradable!”. La puerta y todas las ventanas estaban cerradas, pero alas celestiales ventilaban la habitación, reconfortando a una nueva santa antes de llevarla hacia la gloria.

Una noche, en un sueño, Erwin vio a una de sus tías sentada en un féretro, que se dirigía a él diciendo: “¡Limpia mis paredes!”. Había un enorme montón de trapos en el suelo, y ella se los fue dando uno por uno. El se puso a trabajar, y el enorme montón de trapos se iba desvaneciendo a medida que él los iba ensuciando. Aún así, las paredes seguían tan sucias como cuando había empezado. Entonces escuchó una voz que decía: “¡Sus justicias son como trapos de inmundicia!”. El no sabía que su tía estaba enferma, pero al llegar a su casa la encontró en la cama en muy mal estado debido a una enfermedad de corazón. Estaba preparada para recibir a Cristo como el único que podía justificarla.

Cuando Erwin fue a su casa a visitarla otra vez, su tío le abrió la puerta. Supo por él, que su tía estaba agonizando. No podía reconocer a aquellos a quienes más quería, ni siquiera a su propio marido. Cuando mi padre entró en su habitación, ella abrió los ojos y dijo: “Erwin, ¡puedes orar!”. Así es que antes de que ella cruzara el río hacia la gloria, oraron juntos.

Mi tío Gilbert conoció al Señor a través de Erwin, su hermano. Las vidas de ambos experimentaron una transformación radical. Él, junto con sus hermanos y hermanas, había trabajado en el bar propiedad de su padre, y había aprendido a mezclar y servir bebidas. A los trece años empezó a tocar la batería y, en una ocasión, había participado con una orquesta en una gira por Puerto Rico.

En la atmósfera en la que Gilbert encontró a Cristo, todo el énfasis estaba en “ganar almas”. Eso se convirtió en un dilema para él, ya que siempre había sido algo tímido y reservado. Acercarse a un extraño para iniciar una conversación, y especialmente para hablar de algo tan íntimo como del alma de un hombre, era algo inimaginable para él. Mientras oraba, planteó al Señor su problema.

Con el deseo de encontrar una oportunidad para dar testimonio, se le ocurrió la idea de ir a dar un paseo al parque. Allí descubrió a dos hombres que conversaban en un banco; uno llevaba un bastón blanco y era ciego. Mi tío se sentó al otro lado del banco. En seguida, uno de los hombres se levantó y se alejó, y el hombre ciego, de algún modo consciente de la presencia de mi tío, preguntó: “¿Y tú qué opinas de la situación por la que está atravesando el mundo?” Gilbert lo vio como una oportunidad de oro para compartir la idea de que el mundo y cada uno de sus individuos necesitaban salvarse en Cristo. El hombre le interrumpió: “A mí realmente no me interesan esas cosas, pero a mi mujer sí. ¿Por qué no viene a casa y habla con ella sobre esto?”. Al momento, le dio la dirección y acordaron una fecha para verse.

Mi tío se preparó a conciencia para la entrevista, pero cuando llegó a la dirección que el hombre ciego le había dado, resultó evidente que la mujer no estaba esperándole en absoluto.
“¿Vende usted seguros?”, le preguntó. Probablemente lo hizo al ver el gran estuche que mi tío Gilbert sostenía en sus brazos. En él transportaba su Biblia.
“¡No! Quedé con su marido en que vendría a compartir el evangelio con usted”.
“Da la casualidad de que hay otras dos personas visitándome en la casa, una de ellas es una señora de California. ¿Por qué no pasa y nos cuenta a todos lo que tenga que decir?”, contestó la mujer.
Gilbert entró y acto seguido abrió la Biblia. Mientras hablaba, la señora de California se puso a llorar. “¿Le gustaría recibir a Cristo?”, preguntó él. Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y Gilbert se arrodilló para orar con ella. Cuando se levantó, vio como la otra persona que estaba en la casa de visita, también estaba llorando, y oraron con ella. ¡Ay, cómo usó Dios las vidas de aquellos discípulos tan inmaduros, que lo único que sabían hacer era ponerse a Su disposición!

Mi hermana mayor, Ruth, que por aquellos días estudiaba en el colegio, recibió a Cristo mientras escuchaba una emisora cristiana. Ella deseaba que sus compañeros de clase y otros amigos del colegio conocieran a Jesús. Le preguntó a nuestra tía, que vivía cerca, si podía invitar a sus amigos a reuniones para niños. Por supuesto, mi tía le animó a hacerlo, y acordaron que las reuniones se celebrarían después de la clase, con su ayuda y la de la señora Cristin, una vecina. Una cuadrilla de niños acudió, y Dios comenzó su obra entre ellos.

En los años 30 existía poca educación especial para niños discapacitados, y una de las niñas que asistió al colegio y a las reuniones era sordomuda. Mi padre se dio cuenta, e inmediatamente afrontó el problema. Se dirigió hacia la niña, y poniéndole las manos sobre la cabeza, empezó a pedirle a Dios que la sanara. Después de la oración, Erwin le pidió que repitiera lo que él iba a decir, y poniéndola de espaldas a él, para que no pudiera verle los labios, le dijo: “Di Erwin”. Sus pequeños labios se movieron, surgiendo de ellos la primera palabra comprensible que había pronunciado en su vida: “Erwin”. Papá se fue a la habitación contigua, gritó otra palabra y la niña la repitió; después otra, y otra más. No hace muchos años, la misma tía Edna se encontró por casualidad con esta persona, ya una señora de 70 años. Todavía daba testimonio del gran milagro que Dios había hecho en su vida, cuando en 1935 siendo una niña, asistió a unas clases bíblicas.

Mi padre jamás dejaba escapar una oportunidad para orar con alguien. Un día, un anciano acudió a su puerta mostrándole un trozo de papel, en el que se suponía que había una dirección escrita. Erwin, viéndolo, descubrió que era de todo menos legible. “¡No puedo descifrarlo!”, tuvo que admitir finalmente, pero añadió: “¡Vamos a orar!, Dios nos mostrará cómo leerlo”. Entonces se arrodillaron y empezaron a orar. Cuando se levantaron, Erwin acompañó a aquel hombre a la puerta. “Siento no haberle podido ayudar con la dirección”, le dijo. “No, ¡ésta era la dirección!”, respondió él. Papá cerró la puerta y se dirigió a la ventana para ver cómo se alejaba aquel hombre, pero no pudo ver a nadie en el porche, ni en el camino, ni en la acera… En ese momento, un verso de las escrituras invadió su mente: “No olvides recibir a los extraños, pues hay quiénes han recibido a ángeles sin saberlo”.

Mi padre había encontrado al Señor la noche antes de Acción de Gracias. Justo un año después, cuando andaba por la avenida Willard de Milwaukee Norte, se detuvo a hablar con unos niños que miraban unos juguetes en un escaparate. Mientras tanto, por el rabillo del ojo, vio cómo una mujer que andaba por el lado opuesto de la calle, cruzaba de repente y se dirigía hacia donde él estaba. Papá se volvió hacia ella, mientras ella se acercaba mirándole a la cara sin pestañear. Su primera reacción fue pensar: “¡Esta mujer está loca!”, pero inmediatamente sintió una especie de censura en su interior. Ella dijo: “Señor, ahora mismo vengo de una iglesia que hay a pocas manzanas de aquí. He ido a pedir mi salvación y no han podido ayudarme, pero usted sí puede”. Allí mismo ambos inclinaron la cabeza, y papá condujo a Sandy Jacobs hacia Cristo. Más tarde, en 1944, Sandy se graduaría en el Instituto Bíblico de San Pablo y se casaría con un graduado del Instituto Bíblico Moody. Ambos se convirtieron en misioneros. Papá acababa de cumplir su primer año en el Señor, y mientras se alejaba por la calle pensó: “¡Este es mi regalo de cumpleaños!”



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