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Lowell Brueckner

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Lo que palparon nuestras manos, capítulo cuatro

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CAPÍTULO 4

CUCHILLOS, ARSÉNICO Y EXCREMENTO

El abuelo Doxtator, Bill,
Ethel y hijos
La casa de Bill y Ethel Doxtator se encontraba en una aldea a 130 kilómetros al norte de Milwaukee, Wisconsin; era un paraíso del demonio. El alcohol jugaba un gran papel en el miedo y la infelicidad que reinaba día tras día en aquella casa. Uno tiembla sólo con imaginarse el terror que debía haberse apoderado de los dos niños, Marvin y Marcella, al ver a sus padres perseguirse por la casa con cuchillos en sus manos.

Como cabe suponer, los niños no escapaban a tal violencia; sufrían golpes severos a manos de su borracho padre. Que no hubiera comida suficiente en la casa, era algo frecuente. Fue más de lo que Ethel podía soportar. La religión que profesaba, de nada le servía para combatir las fuerzas que dominaban su conducta. El presente era inaguantable, sin perspectivas de cambio ni esperanza alguna para el futuro; tan sólo oscuridad y desesperación.

Ethel era adicta a la nicotina. Los Doxtator eran muy pobres, y Ethel se tuvo que rebajar para alimentar su hábito. Hacía que sus hijos recogieran colillas por la calle, y ella, para recoger algunas también, se ofrecía para barrer el suelo del salón de baile. Cuando se sentaba a la mesa en su casa, colocaba un montoncito de colillas junto a su plato; algunas sólo apenas lo bastante largas como para no quemarse los dedos al encenderlas.

Ethel tuvo un pensamiento maligno. Debía acabar con su dolorosa existencia, con la farsa en la que se había convertido su vida. El arsénico mezclado con la comida sería el combinado ideal que acabaría con el sufrimiento de sus hijos, su marido y el suyo propio. La idea se le metió en la cabeza, anulando así cualquier deseo de vivir.

Un día decidió actuar y llevar a cabo lo que meditaba en su interior. Ese mismo día compraría el veneno. Salió de casa y se encaminó hacia la farmacia del pueblo. Llegó a la puerta y la empujó, pero ésta no cedió. Entonces vio el cartel que decía: “CERRADO INDEFINIDAMENTE por defunción del propietario”.

Poco tiempo después, un sábado, Bill estaba como siempre, bebiendo en el salón de baile de Quinney. Era muy probable que antes de que terminara el día se enzarzara en alguna pelea. Eran las fiestas locales de Quinney y el pueblo estaba a reventar. Había gente del campo y de todos los pueblos alrededor. Durante una pausa de la orquesta en el interior del local, Bill escuchó unos compases musicales que venían del exterior. Abriéndose paso entre la gente, pudo, con otros muchos, asomarse para descubrir a una docena de personas tocando en la calle.

Cuando los que estaban en la fiesta se agruparon alrededor de los músicos, se dieron cuenta de que las palabras de la canción eran religiosas. Sin embargo, como la melodía era muy buena y animada, siguieron escuchando canción tras canción. La muchedumbre aumentó. Entonces un hombre delgado, de unos 180 cm de altura, con su violín en la mano, dio un paso al frente, lo guardó en su maletín y cogió una Biblia.

Este hombre dijo que se llamaba Erwin Brueckner y que, hasta hacía unos meses, había sido un pecador borracho, hijo del propietario de un pub y salón de baile de Milwaukee. Relató también que su vida había cambiado radicalmente la noche en que por primera vez acudió a una reunión para escuchar el evangelio. El cambio fue tan emocionante y poderoso que no podía callarse, tenía que compartirlo. Gracias a su testimonio otros muchos se habían acercado a Cristo y, de hecho, no hacía mucho tiempo que había ayudado a un hombre indio moribundo a hallar la esperanza en Cristo. Este hombre, Tony Doxtator, le había pedido que viajara desde Milwaukee hasta allí para compartir las buenas noticias con su familia. Bill se quedó atónito. ¡Tony era su hermano!

Entonces Erwin Brueckner empezó a declarar el mensaje de la salvación de Dios, que Él mismo le había proporcionado, para que hombres y mujeres descarriados encontraran esperanza para esta vida y la venidera. Si estaban dispuestos a abandonar la vida autodirigida y pecaminosa que llevaban y confiar en que Cristo les podía salvar y cambiar, ahora podían hacerlo. Erwin pidió que aquellos que estuvieran dispuestos a recibir a Jesús allí mismo, levantaran la mano. Bill y trece personas más la levantaron.

Mis padres hablaban a menudo de aquel primer fin de semana en Quinney. Contaban que una señora les había pedido celebrar las reuniones de domingo en una pequeña capilla de su propiedad. Decían que “La Banda de Cuerda”, el grupo de músicos amateurs que acompañaba a Erwin en su tarea evangelizadora, se había pasado todo el sábado por la tarde limpiando el edificio; aunque también tuvieron tiempo de hablar con los Doxtator; con Bill, con su padre y con sus hermanos, Charlie y John. Les gustaba lo que habían oído. El abuelo Doxtator, Bill y Charlie oraron para recibir a Cristo en sus vidas. John se ofreció para alojar al grupo en su casa. No durmieron mucho, pues estaban todos juntos en el suelo de una pobre habitación, ¡pero lo pasaron muy bien! No cesaban los graciosos comentarios acerca de los ratones que se escurrían por la habitación en la oscuridad.

La reacción de Ethel Doxtator fue totalmente opuesta a la de su marido. Estaba enfadada, como también lo estaba la esposa de John, Frieda. Ambas tenían sus propias inclinaciones religiosas y les habían enseñado a protegerse de cualquiera que practicase otra religión distinta a la suya. Ethel hizo todo lo que pudo para evitar cualquier contacto con aquellos intrusos de Milwaukee. Aquella noche hubo discusiones en las dos casas.

Al día siguiente, Frieda le contó a Ethel cómo los visitantes habían orado durante media noche. Mi padre tenía una nariz algo grande, y además se la había roto en un par de ocasiones. Cuando se acercó a Ethel para compartirla el evangelio, ella no hizo ningún esfuerzo para ocultar su desprecio hacia él. “¡Nunca jamás en mi vida había visto una nariz como esa en la cara de una persona!”, soltó enfadada. Erwin se tomó el insulto con tranquilidad, y su mujer, Alice, lo observaba con una gran sonrisa.

El siguiente fin de semana volvieron a la aldea, pero ahora tenían un edificio en el que celebrar sus reuniones, e incluso, la familia Brueckner, encontró una casa de alquiler. ¡Iban a mudarse allí! Parecía que iban a entrometerse claramente en la vida de Ethel. Esto la enfureció, pero lo que de verdad despertó su ira, fue que insistieran en que era una pecadora. Cada vez que Erwin visitaba su casa, ella se iba. Un día, estando sola en casa, vio a Erwin entrar conduciendo por el patio, y rápidamente, se apresuró a coger un poco de excremento, restregándolo en el pomo de la puerta de entrada. Papá entró en la casa y tranquilamente pidió un poco de agua para limpiarse las manos. Parecía que aunque le trataran de forma ofensiva, nada le iba a poder desanimar.

Esta manera de comportarse era muy diferente a las explosiones de furia, e incluso a la violencia física a la que Ethel estaba acostumbrada. Poco a poco su corazón se fue ablandando. Un día, mientras escuchaba la radio, oyó un programa cristiano. Estaba sentada en una silla con los pies apoyados en el fogón de la cocina fumando un cigarrillo. El predicador acabó su mensaje con una pregunta: “¿Hay algún oyente al que le gustaría recibir a Cristo?” Ethel movió la cabeza y levantó la mano con el cigarrillo entre sus dedos.
Desde ese momento su resistencia empezó a desmoronarse. Se quedaba en casa cuando los Brueckner iban a visitarles, asistía a los estudios de la Biblia, e incluso, fue a la iglesia con su familia.

“Me dijeron que estaban orando por mí”, contaba Ethel. “Dios nos quiebra cuando somos cabezotas. Yo no sabía que Dios se estaba ocupando de mí, pero ellos sí. No quería reconocerlo, pero quedé asombrada de lo amables que eran. Se portaron muy bien conmigo. Al final se abrieron mis oídos y acepté que era una pecadora. Después de dos años hice la decisión, y dejé que Cristo me salvara. Todos me arroparon y fueron muy cariñosos conmigo”.

Aunque sólo había estudiado hasta el tercer grado, Ethel se convirtió en una apasionada estudiante de la palabra de Dios. Con un bloc de notas y la Biblia en la mano, se sentaba durante horas delante de la radio mientras escuchaba una emisora cristiana de Chicago. Con el tiempo, llegó a dar clases en la escuela dominical en la capilla de Quinney, y aquellos que asistían, consideraban que era un privilegio único oírla enseñar. Hablaba a su manera de nativa americana con una dulce voz, aplicando las leyes de la naturaleza a los principios bíblicos.

Otros miembros de la familia Doxtator se acercaron al Señor mucho más tarde, algunos incluso después de que los Brueckner abandonaran la zona, y en un caso concreto, después de la muerte de Erwin. Frieda continuó oponiéndose al evangelio durante mucho más tiempo, a pesar de que su hermana ya había aceptado a Cristo. Cuando se estaba muriendo en la cama del hospital, de nuevo Ethel compartió el evangelio con ella. Después de hacerlo, salió de la habitación, pero sintió una urgente necesidad de volver y decir una última palabra. Esta vez, Frieda le suplicó: “¡Oh, Ethel, ora por mí! Antes de morir aceptó la esperanza en Cristo”.

Recuerdo a mi padre orar durante años en nuestros devocionales familiares por John Doxtator. John había entendido perfectamente a los chicos de Milwaukee, e incluso, les había ofrecido su casa para que pasaran la noche. Sin embargo, no se había convertido en un creyente y jamás asistió a la capilla de Quinney. Poco antes de que la familia Brueckner se trasladara a Minnesota, mi hermana Phyllis se casó con el hijo de Bill y Ethel, Marvin. Ellos continuaron viviendo allí. Varios años después de que papá muriera, Phyllis se encontraba trabajando en una residencia de ancianos, en un pueblo no muy lejos de Quinney. Un día, un hombre de noventa años entró en la casa, y Phyllis empezó a hacer los trámites para su ingreso. “Un momento”, interrumpió, mientras ella empezaba a rellenar los papeles. “Quiero hablarte sobre tu padre. Hace cincuenta años él compartió el evangelio conmigo. No acepté su invitación para recibir a Cristo, y ahora siento que he desperdiciado mi vida”. “No es demasiado tarde”, respondió mi hermana, “Jesús todavía te recibirá”. Mientras ella le seguía hablando, las lágrimas corrían por la cara de John Doxtator, obteniendo así el don de la vida eterna


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