Entradas Recientes
Lowell Brueckner

Ingrese su dirección de correo electrónico:


Entregado por FeedBurner

"Lo que palparon nuestras manos", capítulo uno

Etiquetas:

“La tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se revoloteaba sobre la faz de las aguas.” Dios empiece Sus obras asombrosas con menos que nada. Él toma lo que es desordenada y lo que es tinieblas y lo cambia por medio de Su amor en algo que da gloria a Su nombre. Así mueve en los seres humanos, en sus vidas individuales,  haciendo Su transformación soberana, donde parece que no hay esperanza que pueda haber algo positivo… nada que va moviendo en Su dirección.
                                                                                               
Entre nuestros parientes, Él empezó con un hombre de 30 años que trabajaba en la taberna de su padre y tocaba su violín en su salón de baile. Esta es la historia de la conversión de mi padre y también la historia de cómo Dios rompió la terca voluntad de mi abuelo. Lee de la invasión maravillosa de Dios en los asuntos de los hombres.


CAPÍTULO 1

MI ABUELO ERA UN BARMAN


Otto Brueckner, junto con sus padres, ocho hermanos y una hermana, emigró a América desde Alemania pocos años antes del comienzo del siglo XX. Tenía dieciséis años. Tuvo que ser en ese tiempo cuando encontró trabajo en la compañía Fuller Warner Stove de Milwaukee, pues estuvo empleado allí alrededor de cuarenta años. Empezó como peón, llegando a convertirse en uno de los encargados. Sin embargo, la fábrica fue sacudida por la depresión de los años 30 y quebró. Otto, al igual que millones de personas por toda América, se quedó sin empleo. Otto Brueckner era mi abuelo.

Se casó con Bertha Braun, inmigrante también, con la cual tuvo ocho hijos. El abuelo, a todos los efectos, era agnóstico. Solía decir: “Cuando un perro muere, queda tirado en la calle y ese es su final. Eso es lo que será de todos nosotros”. No tenía tiempo para Dios, aunque por extraño que parezca, llevaba a su familia a la iglesia; quizá porque le importaba mucho su status social. ¿Qué pensaría la gente de un hombre que no proporcionara creencias religiosas a su familia? Él nunca cruzó la puerta de una iglesia, e incluso, se negó a asistir a ella para entregar a su hija Edna en matrimonio.

Además de insistir a sus hijos para que acudieran a los servicios religiosos, mi abuelo les hizo aprender a tocar un instrumento musical. Esto le vino muy bien cuando, al perder su trabajo, invirtió los ahorros de su vida en una taberna y un salón de baile en Milwaukee Norte. Toda la familia participó. Sus hijos organizaron una orquesta, y durante las veladas de los fines de semana tocaban para los clientes. También atendían el bar y sus hijas servían las mesas.

Probablemente sea más correcto decir que el negocio prosperó gracias a los tiempos difíciles que transcurrían, en lugar de a pesar de ellos. La gente sin trabajo intentaba escapar de la realidad, de la inestabilidad económica del país y de sus propias penas, ahogándose en el alcohol y riéndose de sus aflicciones bailando. Pasaban el día metidos en la taberna bebiendo. Entre ellos, había algunos ciudadanos notables de Milwaukee Norte, como el alcalde y el jefe de policía. El abuelo no pertenecía al último rango de la escala social; tenía dos coches, lo cual era una rareza en aquellos días. Era un masón de grado veintitrés y bebía con los mejores de sus clientes. Bebía demasiado. Noche tras noche, se arrastraba por las escaleras que conducían al apartamento familiar que se encontraba encima de la taberna. El abuelo era un alcohólico rico.

A pesar de la formalidad de asistir a la iglesia los domingos por la mañana, el lector comprenderá que la familia Brueckner tenía poco potencial espiritual. Eran una tribu de bebedores de cerveza, amasadores de dinero, jaraneros y juerguistas; el tipo de gente por el que Milwaukee era particularmente famosa. Por eso, fue una sorpresa total cuando una noche, uno de los hijos, Erwin, fue despertado por una luz brillante. Se puso totalmente alerta y vio como un haz de luz brillaba desde el techo de su habitación. Despertó a su mujer gritando: “¡Alice, mira esa luz!”, pero sólo escuchó un contrariado: “¡Vuélvete a dormir! ¡Estás soñando!”. ¿Cómo iba a poder dormir después de haber experimentado una realidad tan asombrosa? Sin embargo, decidió no compartirla con nadie más. Si su mujer dudaba de la verdad de su experiencia, ¿qué iban a pensar los demás? Probablemente, pensarían que necesitaba ver a un psiquiatra.

Desde ese momento, Erwin, mi padre, se convirtió en una persona insatisfecha con la vida que él y su familia habían estado llevando. Nació en él un ansia por conocer a Dios. A menudo cogía la Biblia y la leía. Una noche vieja, la familia al completo estaba reunida para recibir el Año Nuevo con una escandalosa fiesta. A papá esta escena le produjo náuseas, así es que se precipitó hacia la puerta, bajó las escaleras del sótano, se arrodilló y oró ante Dios.

Durante siete años, penetró en una especie de limbo espiritual, disgustado con su ritmo de vida, pero aún incapaz de concebir cualquier otro. Entonces mamá y él hicieron planes para mudarse con sus tres hijos a otra casa. Guiados por la mano Divina, se convirtieron en vecinos del señor y la señora Cristin. Fue el primer encuentro de mis padres con el verdadero cristianismo. “Hay algo especial en esos vecinos”, hablaban papá y mamá. Era algo más allá de lo que decían o hacían. Era algo más profundo; algo en sus personas y en su carácter. Finalmente, la curiosidad venció a mi padre.

“¿Dónde está la iglesia a la que van?“, preguntó un día al señor Cristin. “¿Por qué no nos acompaña y lo ve usted mismo?”, le contestó. “Estamos celebrando reuniones especiales”. Entonces papá accedió a ir con ellos.

Era la noche de Acción de Gracias. Mi padre se sentó en la parte de atrás de un enorme auditorio. Desgraciadamente, había un ventilador de calefacción cerca, por lo que no pudo oír gran cosa, ni hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo. Al final del servicio todo el mundo se levantó para cantar un himno:
Así como soy, sin derecho alguno
Excepto que tu sangre fue derramada por mí
Y me pediste que viniera a ti,
Así, Cordero de Dios, voy.

En su corazón, Erwin Brueckner, fue. No se dio cuenta que le habían invitado a adelantarse para orar, ni comprendía los extraños movimientos dentro de él, pero estaba convencido de que esa era la realidad que buscaba. Sabía que estaba teniendo un encuentro con un Dios vivo, y se rindió totalmente a Él. Tembló considerablemente bajo el impacto de la presencia que sentía en aquel lugar. Odiaba tener que irse.

Su mujer fue la primera en saber que Erwin era un hombre nuevo, cambiado. Ese cambio irradiaba de todo su ser. Era tan poderoso que aquel día, el día de Acción de Gracias, ella también tomó la decisión de seguir al Cristo que tan maravillosamente había transformado a su marido. Papá, inmediatamente, se convirtió en un testigo insistente, contándole a todos los de su familia: padres, hermanos, tíos y tías, cómo se había convertido y había vuelto a nacer.

El día de Acción de Gracias papá estaba en la taberna relatando a sus padres lo que le había sucedido. Su hermana Lydia y su marido Richard, escucharon y aceptaron la invitación para asistir a una reunión evangelística aquella noche. Después de la reunión, estando en la cama, Lydia no podía dormir. Los versos de las Escrituras no dejaban de pasar por su cabeza. Acabó rindiéndose a lo que Dios estaba haciendo dentro de ella, y su marido, muy pronto, también recibiría a Cristo.

El hermano de Erwin, Gilbert, le confió a su esposa, Agnes, que algo debía haberle pasado a la cabeza de Erwin. No les dejaba en paz. Insistía en que ellos tenían que acompañarle al Tabernáculo”,  nombre que él había dado al gran auditorio. Pensaron que la única forma de apaciguarle sería accediendo a ir a un servicio, así es que fueron. Mientras entraban en el edificio se propusieron no escuchar, dejando bien claro a Erwin que en el futuro debía dejarles en paz y no molestarles más, ya que ellos habían accedido y cumplido con su deseo. Así pues, ignoraron el sermón, pero de nuevo se hizo una llamada para ir al frente a orar. De pronto, una atracción misteriosa se apoderó de mis tíos, quienes levantándose de sus asientos se dirigieron hacia adelante. Esa misma noche, sucedió en sus vidas la misma
transformacion sorprendente que Erwin habia experimentado             El abuelo, tio Gilbert y sus dos hijos
anteriormente.

En pocas semanas, no sólo el clan Brueckner al completo, sino también la familia de mi madre, los Pollnow, estaban convulsionados. Muchos de ellos encontraron una vida nueva en Jesucristo, incluso los abuelos Pollnow y la abuela Brueckner. Alzaron poderosas oraciones al cielo por mi abuelo Otto, que era un cabezota. La religión no significaba nada para él. Aquellos fieles que iban a la iglesia y hacían el papel de santos bien vestidos los domingos por la mañana, pasaban los sábados por la noche emborrachándose en su taberna. Sus hijos le habían desilusionado, ya que no le ayudaban a atender el bar y se negaban a tocar en la orquesta. También algunas de sus hijas habían dejado de servir mesas. Para rematar su disgusto, las reuniones para orar y los estudios de la Biblia se hacían en su propio apartamento, justo encima de la taberna. Las voces podían oírse desde el bar, lo que hizo que se convirtieran en la diversión de sus clientes.
“¿Qué es esto?”, decían a mi abuelo, “¿Un bar o una iglesia?”.

Por supuesto, mi padre iba a menudo a hablar con él. Una mañana se confrontaron en la puerta del cuarto de baño mientras mi abuelo se afeitaba. De nuevo mi padre intentó razonar con él.
“Papá”, le dijo, “esto no es religión, es Cristo que viene a tu vida. Es real”.
“Hijo”, le replicó mi abuelo, “si vas a seguir con toda esa basura, será mejor que te mantengas fuera de mi casa”.
Papá no se dio por vencido fácilmente. Se arrodilló en la puerta del baño y suplicó a Dios que tuviera piedad de su padre.

Las oraciones por el abuelo aumentaron: “Haz lo que debas hacer, Señor, pero haz que el abuelo deje este negocio, y salva su alma”.
Un día el abuelo sintió un fuerte dolor en el pie y tuvo que acudir al médico. Este le dio un tratamiento y se lo vendó, pero el dolor se hacía cada vez más intenso.
“Ya no puedo atender el bar”, se quejó a su esposa Bertha. “¡Estáis destruyendo mi negocio con vuestras oraciones!”.
“¡Alabado sea el Señor!” “¡Así que finalmente crees en la oración!”, exclamó Bertha.

Decidió vender la taberna y el salón de baile, y con el dinero, Otto y Bertha compraron una casa nueva muy bonita. Bertha quería dedicarla al Señor. Otto le dijo que podía hacer lo que quisiera, siempre y cuando, él no tuviera que participar. Bertha acudió a su hijo, Erwin, para que hiciese una reunión especial en la casa con el propósito de dedicársela a Dios. Erwin, a su vez, fue a ver a su padre para decirle que la única cosa que iba a pedirle es que dijera “Amén” al final de la dedicatoria. Sorprendentemente, Otto consintió. Todavía no le había dicho a nadie que, cuando se escondía en su habitación durante los estudios de la Biblia, escuchaba a través de la cerradura.

La reunión tuvo lugar, Erwin hizo la oración y el abuelo dijo: “Amén”. Esa misma noche, en un sueño, se vio a sí mismo cantando Camino brazo con brazo con Jesús, un pequeño coro que se cantaba durante los estudios de la Biblia, pero de repente, el sueño cambió, y se le apareció el demonio. El abuelo le dio una patada y en ese momento mi abuela le despertó.
“¿Qué haces?, le gritó.
“Estoy echando a ese demonio de la cama”, replicó él. La abuela se ofendió y exclamó: “¡A quién estás echando es a mí!”.

Después de vender la taberna, el abuelo había empezado a frecuentar otro bar del vecindario. El día después de la reunión en su casa, el abuelo entró en el bar y pidió una bebida. Después del primer sorbo, se la devolvió al camarero.
“¡Te la puedes quedar para ti! “, dijo, “¡sabe fatal!”.
Pidió otra, esta vez dando instrucciones al que la preparaba, pero sabía igual de mal. Salió del bar, se metió en otro, y se repitió la misma escena.
En la puerta del tercer bar fue detenido por una voz interior: “¿No te acuerdas de lo que pasó anoche? Ahora caminas brazo con brazo con Jesús y Él no quiere que te emborraches, por eso ya no te gusta el licor”. Había vencido al demonio. Desde ese día, en que tenía sesenta años y hasta el día que murió a los ochenta y nueve, el abuelo nunca volvió a probar una gota de alcohol.

En lugar de eso, sintió personalmente la obligación de ir a ver a sus antiguos clientes y pedirles perdón por haber contribuido a su pecado. Con una Biblia bajo el brazo, llamó a la puerta del jefe de policía y a la del alcalde de Milwaukee Norte.
“¿Se acuerda de mí?, solía servirle bebidas. Ahora he venido a darle algo que no le costará nada”. Entonces abría su Biblia y compartía el evangelio con ellos.

No había pasado mucho tiempo desde su conversión, cuando los doctores descubrieron que mi abuelo era diabético. El pie dolorido estaba en realidad infectado de gangrena. Se había extendido hacia su pierna y tenían que amputársela justo por debajo de la rodilla. En los años 30, ésta era una operación peligrosa, especialmente para un hombre anciano; pero no había otra solución. Papá y el tío Gilbert estaban muy preocupados, no sólo por los peligros físicos, sino también por las repercusiones espirituales que pudieran desencadenarse al tener que pasar por un trauma así. El abuelo era un novato en las cosas de Dios. ¿Le culparía a Él por la amputación? ¿Se llenaría de rencor?

La operación fue un éxito. Papá y el tío Gilbert estaban en la sala de reanimación con el abuelo cuando los efectos de la anestesia desaparecieron, y pudieron escuchar las primeras palabras de Otto Brueckner al despertar: “¡Alabado sea el Señor! ¡El demonio tomó mi pierna, pero Jesús tomó mi corazón!”
                                                                               


0 comentarios:

Publicar un comentario