Buscando el Espíritu del Reino, capítulo tres
CAPÍTULO
3
CRUCIFICAR
LA CARNE Y EL MUNDO; VIVIR EN EL ESPÍRITU
LA LEY Y LA PROMESA
Tomado de este libro |
Pablo instruyó a Timoteo, su hijo en la fe, acerca de la
ley. “La ley es buena,” dijo, “si uno la usa legítimamente…, la ley no fue dada
para el justo, sino para los transgresores y desobedientes…” (1 Ti. 1:8-9).
Podemos ver los beneficios de la ley, sólo por observar su efecto en la
sociedad en que vivimos. El hombre por naturaleza es un transgresor de todo lo
que es bueno, por eso, gracias a la ley, es detenido en su camino hacia su
propia destrucción, que a la vez pone en peligro a todo el mundo. Él mismo y
toda la sociedad necesitan la ley para su protección. “La ley fue añadida a
causa de las transgresiones” (Gá. 3:19). Así que, la función de la ley es
noble; no demanda nada malo, ni injusto. Romanos 7:12 nos dice que “la ley a la
verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno”.
La ley es necesaria para que haya orden en la sociedad, y
evita el caos y la anarquía; es esencial para preservar la justicia. Pero,
aunque restringe la libertad del hombre para que no se autodestruya, no
contribuye para nada en lo que respecta a su bienestar espiritual; solamente le
condena.
Pablo enseña a los gálatas que “todos los que dependen de
las obras de la ley están bajo maldición” (Gá. 3:10). Y seguidamente explica la
razón: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas
escritas en el libro de la ley, para hacerlas”. El argumento da por hecho que
todos hemos fallado en hacer lo que la ley requiere, y en consecuencia, estamos
bajo maldición; la sentencia es un castigo eterno. La ley es buena, pero como
la hemos transgredido, y peor todavía, seguimos transgrediéndola, estamos bajo
la condenación que la ley demanda. La ley no provee el poder para cumplirla, sólo
define el pecado y lo castiga.
Pablo dijo: “No conocí el pecado sino por la ley, porque
tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (Ro. 7:7).
Cualquier persona puede tener una opinión acerca de lo que es la codicia, pero
Dios da una palabra absoluta, que es la que va a juzgar a todo el mundo en el
juicio final. La ley de Dios define cual es la transgresión y la
correspondiente sentencia para los que la quebrantan.
El hombre tiene que saber, según la Escritura, que ha
traspasado una línea bien definida por Dios, y cuál es la sentencia o
condenación que recibirá por tal delito. Es necesario que cada persona con
quien queramos compartir el evangelio sepa que es un pecador: “La Escritura lo
encerró todo bajo pecado...” (Gá. 3:22). La ley nos enseña que tenemos un
tremendo problema con Dios que sólo Cristo puede resolver: “La ley ha sido
nuestro ayo, para llevarnos a Cristo...” (3:24).
Cada persona que viene a este mundo, sin excepción, lo
hace bajo las demandas de la ley de Dios, y en consecuencia, por sus
transgresiones, está bajo la maldición. La conclusión es que todos estamos
condenados a muerte. ¿Cómo es entonces que Jesús nos puede salvar? Esta es la
respuesta que tenemos que hallar, y nuestra única esperanza.
Pero en el Reino de Dios existe otra norma, que fue dada
al hombre antes de la ley y es superior a ella, bajo la cual podemos estar
sujetos, aunque todos, como hemos dicho antes, estamos bajo la ley desde el
principio de nuestras vidas (Pablo lo explica en Gálatas 4:1-7). Dios tiene que
abrir nuestros ojos para que podamos llegar a vivir de otra manera, no bajo el
ayo de la ley, sino bajo otro maestro: “Antes que viniese la fe, estábamos
confinados bajo la ley, encerrados para aquella fe que iba a ser revelada” (Gá.
3:23). Tenemos que entrar en el pacto de la promesa, dado a Abraham para
nosotros, y entrar como él, no por algo que podamos hacer, es decir, por las
obras (porque siempre estamos fallando), sino por medio de la fe en el poder de
Aquél que no falla.
La ley se basa en el “hacer”: “La ley no es de fe, sino
que dice: El que hiciere estas cosas vivirá por ellas” (3:12). Poder
tomar parte en la herencia de Abraham, se basa sobre una promesa y no sobre la
ley. Dios hizo un pacto con Abraham antes de que la ley fuese dada por Moisés,
y aquel pacto se estableció basado en una promesa: “Porque si la herencia es
por la ley, ya no es por la promesa; pero Dios la concedió a Abraham mediante
la promesa” (3:18). Un pacto ratificado es un caso cerrado, enseña Pablo: “Un
pacto, aunque sea de hombre, una vez ratificado, nadie lo invalida, ni le
añade” (3:15). No hay manera de quitarlo o cambiarlo. Por lo tanto, legalmente,
un pacto hecho por Dios es eternamente válido e inalterable. Nada de lo que
venga después puede afectarlo. La promesa a los gentiles sigue en pie para
nosotros hoy: “Para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los
gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu…
El pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo, la ley que vino
cuatrocientos treinta años después, no lo abroga para invalidar la promesa” (3:14,17).
Cada persona en este mundo está bajo una de estas dos
condiciones; bajo la ley o bajo la gracia (fe). Uno es hijo de la ley o hijo de
la fe. Son dos maneras opuestas de existir. El que depende de la ley está bajo
maldición, y el que depende de la fe queda bajo la misma bendición que fue
pronunciada sobre Abraham (vr.14). Esta bendición es la vida eterna: “El justo
por la fe vivirá” (3:11). La persona que depende de la fe ha entrado en la
vida.
Hemos mencionado anteriormente que Dios prometió una
simiente, y la simiente es Cristo. Cuando Abraham creyó a Dios, creyó en el
Cristo venidero. Esta fue la promesa que Dios hizo, no sólo a Abraham, sino también
a todos los que siguen su ejemplo de fe. El Cristo que vino llevó nuestra
maldición, y nosotros, como Abraham, ahora vivimos por Él.
Tú y yo somos esclavos del pecado, que es la transgresión
de la ley, y aunque queramos, no podemos librarnos de él. La ley del pecado que
está dentro de nosotros nos obliga a desobedecer a Dios y a transgredir Su ley
constantemente.
Por esta razón tenemos tres grandes problemas con Dios.
El primero tiene que ver con la condenación por nuestras transgresiones. El segundo,
con deshacernos de una naturaleza que quiere transgredir constantemente. Y el
tercero, en cómo poder recibir una naturaleza que esté de acuerdo con Dios y
anhele hacer Su voluntad. Solamente por la fe en Jesucristo podemos obtener la
solución a estos problemas. Sólo Jesús pudo decir a la mujer sorprendida en
adulterio: “No te condeno”. Ya que la justicia de Dios tiene que ser satisfecha
y la ley tiene que cumplirse, Él tiene que llevar su condenación. Tanto ella
como nosotros tenemos que confiar en Él y en lo que Él ha hecho por nosotros.
Jesús tomó nuestra maldición en la cruz: “Cristo nos redimió de la maldición de
la ley, hecho por nosotros maldición” (vr.13).
Deshacer la ley del pecado en nosotros, es decir, la
naturaleza mala y rebelde, también tiene que ver con la fe en Jesús. Él no
solamente llevó nuestros pecados a la cruz, sino que también llevó a este viejo
hombre. El yo fue crucificado con Él; “Con Cristo estoy juntamente
crucificado, y ya no vivo yo...” (2:20a). También confío en Jesús para
obtener una vida nueva; “…Mas Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la
carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios...” (2:20b). La conclusión de toda la
enseñanza del libro de Gálatas es esta: “En Cristo Jesús ni la circuncisión
vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación” (6:15). Esta nueva
creación se realizó en Cristo Jesús, y tú y yo entramos en ella por medio de la
fe en Cristo. Al hacerlo, ya no estamos obligados a cumplir la ley, ni seremos
juzgados por ella. Ahora vivimos bajo una nueva creación, bajo el dominio del
Espíritu Santo y como hijos libres de Dios, con los ojos puestos en Cristo.
ACERCAMIENTO AL MUNDO
Ya que durante todo el libro se está haciendo frente a
doctrinas religiosas de hombres que habían llegado desde Jerusalén (Gá. 4:3),
podemos ver que Pablo, al hablar de los rudimentos del mundo, estaba
refiriéndose fundamentalmente a la religión: “Estábamos en esclavitud bajo los
rudimentos del mundo”. Todo ser humano es religioso, pero su religión es según
los rudimentos del mundo. Estar bajo la ley es ser un religioso, o lo que
comúnmente es llamado legalista. Esta persona vive gobernada por normas
externas y visibles, y está limitada por la inteligencia natural. Su mentalidad
es mundana, ya que es según la lógica y los razonamientos humanos. El peligro
para los cristianos es esclavizarse al mundo (4:3) y a los hombres (1:10).
Al hablar de la religión del mundo, no me estoy
refiriendo exactamente a un sistema o a cierta iglesia, sino a una manera de
pensar y vivir que sale del corazón del hombre humanista, conforme a la
corriente de este mundo. Esta religión está esparcida por toda la sociedad, es
presa de este mundo y está limitada por él. La persona que la practica intenta
vivir una vida espiritual por sus propias fuerzas y con lo que le ofrece el
mundo. No sabe lo que es ser dirigido por el Espíritu Santo y no puede captar
lo que quiere decir vivir por fe verdadera. Como todas las atracciones del
mundo, ésta también es atractiva al hombre carnal. Su amistad con el mundo la
convierte en un enemigo de la verdadera espiritualidad, como dice en Santiago
4:4. “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al
mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn. 2:15). Como dijo el famoso
evangelista, Billy Sunday: “Hablar de un “cristiano mundano” es igual que
hablar de un “diablo santo”. No existen.
El mundo, junto con la carne y el diablo forman esta
maligna trinidad, de la que hemos hablado anteriormente. Son tres enemigos del
cristiano que cooperan juntos y luchan constantemente contra él, aunque ahora
sólo voy a centrarme en dos. Uno de ellos, que es nuestra carne, está
permanentemente con nosotros y no podemos hacer nada para desprendernos de
ella. Diariamente tenemos que considerarla como muerta. Pero si además dejamos
entrar al mundo, éste se juntará con la carne y juntos lucharán contra el
espíritu. Pregunto, ¿por qué dejamos que esto ocurra? ¿Es que acaso no nos da
la carne suficientes problemas? ¿No es suficiente con tener a la carne siempre
presente, que también dejamos al mundo entrar en nuestras vidas y en nuestras
casas? ¿Por qué nos interesa tanto vestirnos con su moda? ¿Cómo es que podemos
ignorar tan fácilmente los consejos que Pablo nos dio de vestirnos modestamente
que preferimos ir lo más destapados posible, tanto en la calle como en la
playa..., como hacen los mundanos? ¿Por qué invertimos nuestro tiempo y dinero
en el cine e incluso algunos en los bailes? Después, confundidos, nos
preguntamos, ¿por qué no podemos entender la Biblia y por qué la
malinterpretamos? Pregunto, ¿no es lógico? Si queremos estar cerca del mundo en
otros asuntos, entonces la consecuencia tendrá que ver también con aceptar su
religión. Esta postura nos incapacita para poder recibir las riquezas de Dios,
ya que nuestro espíritu no está libre para poder recibir Sus bendiciones.
¿Cómo pueden los cristianos interpretar tan
incorrectamente lo que es la libertad del Espíritu? Creen que no ser religioso
es disfrutar de lo que complace a la carne, acercarse mucho al mundo, y
solamente evitar lo más sucio, lo que ni siquiera practica la gente incrédula,
pero decente. Parece que su pensamiento es más o menos este: “Ya que no soy un
cristiano legalista o religioso, puedo beber bebidas alcohólicas si quiero, vestirme
como me da la gana, ir a donde me complazca, escuchar la música que me gusta, y
gozarme en Cristo a la vez”. Este es un gran engaño. Cuando la mente del hombre
carnal interpreta la doctrina de la libertad en Cristo, automáticamente la
convierte en libertinaje: “No uséis la libertad como ocasión para la carne” (5:13).
Pablo tiene mucho que decir de la cruz en este libro. “Con
Cristo estoy juntamente crucificado (2:20)... Jesús fue ya presentado
claramente entre vosotros como crucificado (3:1)... el tropiezo de la cruz (5:11)...
los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos (5:24)…el
mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (6:14). El mundo había perdido
completamente su atractivo para Pablo. Lo veía de la misma forma que se ve una
figura en la cruz; repulsivo y feo. También el mundo le veía a él como veía a
Jesús crucificado; insensato y débil, desfigurado y horroroso.
El mensaje de la cruz no es un mensaje atractivo para
aquellos que no han sido alumbrados por el Espíritu Santo. Cuando Él abrió sus
ojos, los gálatas pudieron recibir una revelación de la hermosura escondida de
Jesús el Nazareno. Al escuchar las enseñanzas de la Palabra de Dios, entraron
en una esfera que jamás habían experimentado. Pablo enseña que incluso a través
de su misma persona, Dios les enseñó una manera diferente y opuesta a los
rudimentos del mundo. Los gálatas recibieron a un mensajero que, según el
mundo, no llamaba la atención para nada. Su personalidad no era especialmente
atractiva ni carismática, e incluso parece que tenía algún defecto físico: “No
me despreciasteis ni desechasteis por la prueba que tenía en mi cuerpo, antes
bien me recibisteis como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús” (4:14). El
hecho de apreciar tanto la palabra, que venía acompañada de dones celestiales
que ellos estaban recibiendo, hizo que el mal aspecto del vaso humano que la
compartía, se convirtiera ante sus ojos en un ángel (mensajero) de Dios. “A
causa de una enfermedad del cuerpo os anuncié el evangelio al principio…os doy
testimonio de que si hubieseis podido, os hubierais sacado vuestros propios
ojos para dármelos” (vrs.13,15).
No sé si la falta de atractivo fue sólo algo temporal,
pero sea como fuere, la descripción que dieron los corintios de él era “la presencia
corporal débil, y la palabra menospreciable” (2 Co. 10:10). Parece, según
dijeron, que aún su facultad para hablar no era atrayente. También dijo de sí
mismo: “No fui con excelencia de palabras o de sabiduría” (1 Co. 2:1), e
incluso, más sorprendentemente, confesó: “Estuve entre vosotros con debilidad,
y mucho temor y temblor” (1 Co. 2:3). Algo en Corinto tuvo que tener a Pablo
espantado, porque cuando estaba allí el Señor le dijo: “No temas, sino
habla, y no calles; porque yo estoy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano
para hacerte mal…” (Hch. 18:9-10). Quizá nos sea difícil imaginar al gran
apóstol con miedo, e incluso algunas personas pensarán que los cristianos no
deben tenerlo, pero lo que Pablo nos dice es que él mismo estuvo en Corinto con
mucho temor y temblor. En las biografías de muchos hombres de Dios he observado
que todos tenían sus debilidades también, y esto me hace saber que no
triunfamos por nuestra fuerza, sino por poner la confianza en la fuerza del Espíritu
Santo. Ninguna carencia en la personalidad de Pablo fue un obstáculo para la
obra del Espíritu, ni en Corinto, ni en Galacia.
Isaías profetizó de Jesús: “No hay parecer en él, ni
hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y
desechado entre los hombres…, escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y
no lo estimamos…” (Is. 53:2-3). Así era Dios cuando bajó de los cielos, pero… ¡Cómo
le amaban los creyentes! ¡Cómo
quiso verle Zaqueo! ¡Cómo quiso la mujer con el flujo de sangre acercarse a él!
¡Qué contenta estaba María a sus pies! Pero solamente por el Espíritu es
posible ver esta hermosura, y sólo por Él podemos experimentar este sublime
amor de Dios que sobrepasa todo entendimiento.
¿Puedes ver lo importante que es tener los pensamientos
de Dios y poder ver las cosas como Él las ve? ¿Puedes ver que cuanto más
débiles seamos, más fuerte puede manifestarse Dios en nosotros? El gran
contraste que había entre la debilidad de Pablo y el carisma de los expertos
religiosos del mundo, hizo que fuera más fácil para los gálatas discernir entre
lo que era de la carne y lo que era del Espíritu. Si tú has creído el evangelio
porque fuiste impresionado por la sabiduría, el carisma, las bromas…, de un
doctor, un profesor, un científico… ¿cómo sabes que fue una obra de Dios? ¿A
quién es dada la gloria? “El que se gloría, gloríese en el Señor… para que
vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de
Dios” (1 Co. 1:31; 2:5).
Después de todo lo bueno que habían recibido los gálatas,
empezaron a ver las cosas de manera diferente. Otras influencias habían apagado
la poderosa obra del Espíritu y habían sido desviados. La Palabra era la misma,
pero la enseñanza y la manera de verla eran diferentes ahora. Las motivaciones
de los maestros de Jerusalén eran otras. Como no habían sido enviados por Dios,
lo único que tenían era un celo para sí mismos y no para Cristo. “Tienen celo
por vosotros, pero no para bien, sino que quieren apartaros de nosotros para
que vosotros tengáis celo por ellos” (4:17). No buscaban otra cosa más
que controlar y manipular.
La gran dificultad de los gálatas, si es que queremos
llegar a la raíz del problema que existió en Galacia, fue que resistieron la
verdad. “¿Me he hecho, pues, vuestro enemigo, por deciros la verdad?” (4:16).
La verdad duele, estorba nuestros planes, contradice nuestras opiniones, y
detiene nuestras ambiciones. La verdad es un amigo difícil de apreciar. “Fieles
son las heridas del que ama; pero importunos los besos del que aborrece” (Pr.
27:6). Pablo fue fiel en amarles, les habló la verdad, y por ello pagó las
consecuencias. Dios podría haberle dicho lo mismo que a Samuel: “No te han
desechado a ti, sino a mí me han desechado...” (1 S. 8:7). Jesús dijo: “Yo soy
la verdad”, y el que rechaza la verdad, no rechaza al hombre, sino a Jesús
mismo.
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