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Lowell Brueckner

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Una invitación al banquete de la misericordia de Dios

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Pablo tenía una revelación clara sobre el valor incomparable de los beneficios comprados por Cristo para aquellos que creyeran en Él. Esto hizo de Pablo un ardiente enemigo de todo obstáculo y engaño que pudiera robar al cristiano lo que Dios tenía para él. “Os desposé con un solo marido” él dijo, “para presentaros como una virgen pura al Mesías” (2 Co.11:2). Por eso, reprendió fuertemente a los Gálatas: “¡Oh gálatas insensatos, ¿Quién os embrujó?...  ¿Tan insensatos sois?”

En el último siglo había un hombre que también regañaba a la iglesia, por sus tácticas carnales y su dependencia de los esfuerzos y capacidades de los seres humanos. Su nombre fue A. W. Tozer y él, como Pablo, fue un hombre que sabía de las riquezas en Cristo Jesús y la única y soberana majestad del Dios omnipotente.

Sin embargo, en el tiempo adecuado, Tozer pudo hablar, con una elocuencia ungida y una ternura que pocos poseen, del amor y la misericordia incomparables de Dios, mientras ponían estos atributos delante de sus oyentes o lectores:


Tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo proclama la misericordia de Dios, pero el Antiguo dice sobre ella más que cuatro veces lo que dice el Nuevo. Debiéramos desterrar para siempre de nuestra mente la noción común, pero errónea, de que la justicia y el juicio caracterizan al Dios de Israel, mientras que la misericordia y la gracia pertenecen al Señor de la iglesia. En realidad, en principio no hay diferencia alguna entre el Antiguo Testamento y el Nuevo… Dondequiera y cada vez que Dios se aparece a los hombres, actúa como quien es… Dios es tan misericordioso como justo. Él siempre ha tratado a la humanidad con misericordia y siempre la tratará con justicia, cuando su misericordia sea despreciada… Así está haciendo hoy y siempre lo seguirá haciendo por la sola razón de que Él es Dios. Si pudiésemos recordar que la misericordia divina no es un estado temporal de humor en Dios, sino un atributo de Su ser eterno, nunca temeríamos que un día dejase de existir…

¿Será nuestra incapacidad para capturar el puro gozo de la misericordia gozosamente experimentada una consecuencia de nuestra incredulidad, de nuestra ignorancia, o de ambas? Así fue una vez en Israel. “Porque yo les doy testimonio,” dice Pablo, “de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia.” Fracasaron porque había al menos una cosa que no conocían, una cosa que lo habría cambiado todo. Y sobre Israel en el desierto el escritor de la epístola de los Hebreos dice, “Pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañado de fe de los que la oyeron.” Para recibir misericordia primero tenemos que saber que Dios es misericordioso. Y no basta con creer que una vez manifestó Si misericordia con Noé, Abraham o David y la mostrará nuevamente en algún día feliz del futuro. Debemos creer que la misericordia de Dios no tiene límites, es gratuita y por medio de Jesucristo nuestro Señor, está disponible para nosotros hoy en nuestra situación presente.

Podemos estar suplicando misericordia durante toda una vida de incredulidad, y al final de nuestros días no estaremos aún más que tristemente esperanzados de recibirla en algún lugar en algún momento. Esto sería como morirnos de hambre fuera de una sala de banquetes a que hemos sido cálidamente invitados. O podemos, si queremos, aferrarnos por la fe a la misericordia de Dios, entrar al salón, y sentarnos juntos con las almas osadas y ávidas que no permitan que la timidez y la incredulidad las alejen del festín de ricas manjares preparado para ellas.

Levántate, alma mía, levántate.
Sacude tus culpables temores
El sangrente Sacrificio
Por mi bien aparece
Ante el trono aparece quien es mi Seguridad
Y lleva mi nombre escrito en las manos

Mi Dios se ha reconciliado conmigo
Su voz perdonadora escucho
Él es mi dueño y yo Su hijo
Ya no tengo que seguir temiendo
Con confianza ahora me acerco
Y clamo “Padre, abba Padre.
                                         Charles Wesley


  



  


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