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Lowell Brueckner

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Esperándole

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Para muchos que quieren llamarse cristianos bíblicos, la segunda venida de Cristo no es conveniente. Han invertido mucho en esta tierra; casas y terrenos, cabañas para las vacaciones al lado del mar o en las montañas, con vehículos cómodos para ayudarles a llegar, planes, trabajos, negocios, etc….  y se han acomodado aquí.

¿Estamos pensando en nuestro eterno hogar celestial? ¿Estamos esperando que se abran los cielos para que Cristo descienda para llevarse a Su novia? ¿Hemos escudriñado las profecías de los últimos tiempos con la pasión de los sabios del Antiguo Testamento, que inquirieron diligentemente sobre el tiempo y los detalles del primer advenimiento de Cristo? (1 P.1:10)    

Su primera venida
Cuando Jesús vino la primera vez, algunos sí estaban esperándole. Simeón, “esperaba la consolación de Israel” (Lc.2:25); Ana, esperaba en el templo. Es importante saber que la fe de ellos no se basaba solamente en una revelación personal. La enseñanza del Espíritu Santo siempre comienza con las Escrituras. Ellos estaban seguros de que las cientos de predicciones del Antiguo Testamento tenían que cumplirse. Ana, seguramente había leído lo que dice el último de los profetas en cuanto a Juan Bautista y al Cristo que le seguiría: “Yo enviaré mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros, he aquí viene…” (Mal.3:1). Cuando el tiempo se aproximaba, ella rehusó abandonar el templo por temor a que el Señor viniera súbitamente y ella estuviera ausente. Tanto ella como Simeón sabían que el tiempo se estaba acercando. Seguramente conocían la profecía de Daniel (9:26), donde dice que la vida del Mesías sería cortada 483 años después de la orden de reedificar Jerusalén. Una mirada hacia la historia de los judíos en Persia (Nehemías da la fecha…) les haría saber que se estaban aproximando al año 450. ¡El tiempo se acercaba y ellos estaban esperando! Pero no eran los únicos, porque sabemos que en ese momento Ana habló a “todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Lc.2:38).



Asombrosa indiferencia
Al ciego que Jesús sanó le parecía asombroso que el concilio judaico no se hubiese molestado en investigar la vida y origen de un Hombre que había abierto los ojos a uno que nació ciego (Jn.9:30). Aparentemente, no les interesaba mucho si el Mesías prometido estaba entre ellos, sólo pensaban en oponerse a todo aquel que amenazara sus estilos de vida, sus posiciones y programas religiosos. Ellos ignoraron voluntariamente que su nacimiento ocurrió en Belén, la ciudad de David, y no en Galilea (Jn.7:52).

Jesús reprendió a aquellos que pensaban que su conocimiento del tiempo meteorológico era más importante que el horario de Dios (Lc.12:54-56). Les llamó hipócritas porque reclamaban ser el pueblo de Dios, pero estaban más interesados en si llovía o no, que en el ambiente espiritual y el plan eterno de Dios. La destrucción prometida llegó 37 años después, “por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación” (Lc.19:44).

Muchos cristianos de hoy en día merecen aún más el título “hipócrita” por saber más de la lista de los miembros de su equipo deportivo favorito, que de las profecías escritas sobre la segunda venida de Jesucristo. ¿Qué te llamaría a ti Jesús? ¿Estás entre los que justifican su falta de interés e ignorancia al decir de manera poco convincente: “Bueno, no podemos saber estas cosas con seguridad”, o “la profecía no importa tanto”? ¡Qué vergüenza, estando en la época más crucial de la historia!

Los que esperan Su regreso
¡Quisiera que me dijeras qué podría ser más importante que el regreso del Señor desde el punto de vista bíblico! Muchas de las enseñanzas de Jesús y Pablo estaban repletas con declaraciones sobre Su regreso y el estado de Su pueblo en ese tiempo.  

Que estos versículos hablen a tu corazón: “Convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo…” (1 Ts. 1:10). “Cristo… aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan (He.9:28). “Me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor… en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida (2 Ti.4:8). Considera uno más: “Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios… Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz” (2 P.3:11-14).

Si Cristo y Sus apóstoles, en los comienzos del cristianismo, con 2.000 años de futuro sobre este planeta, no vieron la necesidad de establecer una base terrenal para acomodar el desarrollo de la obra… ¿por qué, momentos antes de Su regreso, nos portamos como si fuéramos a estar aquí permanentemente, invirtiendo con ganas en lo que ha de quemarse?

Ojos fijados en la eternidad
Fíjate en los que tuvieron una visión para lo que es eterno. Hebreos cuenta “de los cuales el mundo no era digno” (11:36-38), que fueron escarnecidos, azotados, encadenados y encarcelados… anduvieron en desiertos, montañas, y cuevas… vestidos de pieles de ovejas y de cabras… angustiados… y maltratados. Dos capítulos después, el escritor concluye, “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (13:14).

Dios sabía, al elegir a Abraham, que él mandaría a sus hijos y a su casa después de sí (Gé.18:19). Abraham enseñó a Isaac y a Jacob a vivir en tiendas. El escritor nota que, aunque Abraham recibió de Dios la tierra de Canaán como herencia, no se estableció allí. Eligió ser extranjero en la tierra prometida (11:9-10,13). ¿Por qué no se aprovecharon de la tierra que Dios les había dado? Solamente había una razón; supieron que había una ciudad celestial hecha por Dios.

Ahora, dice el escritor: “Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos”. Pero, por  el contrario, Dios sí se avergüenza de los que saben de la ciudad celestial, pero siguen viviendo como ciudadanos de este mundo. Juan declara que si amamos este mundo y lo que ofrece, el amor de Dios no está en nosotros (1 Jn.2:15). Santiago nos dice que profesar tener una relación con Dios y, a la vez, ser amigo del mundo, es estar en una relación adúltera (Stg.4:4).

El ejemplo divino
Abraham mostró el corazón y los pensamientos de Dios a través de su vida nómada. Cuando Israel fue establecido en su herencia, David pensó en hacer una casa para Dios, pero Natán le trajo este mensaje del Señor: “Ciertamente no he habitado en casas desde el día en que saqué a los hijos de Israel de Egipto hasta hoy, sino que he andado en tienda… ¿he hablado yo palabra a alguna de las tribus de Israel… ‘Por qué no me habéis edificado casa de cedro?’” (2 Sm.7:5-7)

Cuando el Hijo de Dios vivió y anduvo sobre la tierra, Él dijo a uno que quiso ser Su discípulo: “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Lc.9:58).  Entonces el asunto de estar conectado con la tierra sólo con estacas es un asunto también del Nuevo Testamento.

Los discípulos que eran pescadores dejaron a su padre, barcos y redes, y se hicieron pescadores de hombres. Mateo, el publicano, abandonó su posición con el gobierno. Jesús no solamente fue considerado el hijo de un carpintero, sino que también trabajó la carpintería (Mc.6:3). Sin embargo, cuando entró en su ministerio, su casa y oficio quedaron atrás. No eran útiles para su Reino. Cuando el Reino se transforma en algo externo, se contamina con el mundo. Las parábolas de Mateo 13 nos enseñan que el verdadero Reino del corazón puede ser corrompido cuando se introduce en él un crecimiento o principios anormales, que producen resultados fuera de las intenciones de Dios.    

El deseo de Jesús
Nuestro hogar no está aquí. Jesús nos ha amado con un amor celestial que solamente podremos experimentar por completo cuando hayamos llegado a nuestra patria celestial. Jesús quiere llevarnos desde donde estamos hasta donde está Él. “Voy a preparar lugar para vosotros”, dijo a Sus discípulos, “para que donde yo estoy, vosotros también estéis”. Esta fue la oración ferviente a Su Padre: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado”. Pablo concluye: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres” (1 Co.15:19).  


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