Esperándole
Para
muchos que quieren llamarse cristianos bíblicos, la segunda venida de Cristo no
es conveniente. Han invertido mucho en esta tierra; casas y terrenos, cabañas
para las vacaciones al lado del mar o en las montañas, con vehículos cómodos
para ayudarles a llegar, planes, trabajos, negocios, etc…. y se han
acomodado aquí.
¿Estamos
pensando en nuestro eterno hogar celestial? ¿Estamos esperando que se abran los
cielos para que Cristo descienda para llevarse a Su novia? ¿Hemos escudriñado
las profecías de los últimos tiempos con la pasión de los sabios del Antiguo
Testamento, que inquirieron diligentemente sobre el tiempo y los detalles del
primer advenimiento de Cristo? (1 P.1:10)
Su
primera venida
Cuando
Jesús vino la primera vez, algunos sí estaban esperándole. Simeón, “esperaba la
consolación de Israel” (Lc.2:25); Ana, esperaba en el templo. Es importante
saber que la fe de ellos no se basaba solamente en una revelación personal. La
enseñanza del Espíritu Santo siempre comienza con las Escrituras. Ellos
estaban seguros de que las cientos de predicciones del Antiguo Testamento
tenían que cumplirse. Ana, seguramente había leído lo que dice el último de los
profetas en cuanto a Juan Bautista y al Cristo que le seguiría: “Yo enviaré mi mensajero, el cual preparará
el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a
quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros, he aquí
viene…” (Mal.3:1).
Cuando el tiempo se aproximaba, ella rehusó abandonar el templo por temor a que
el Señor viniera súbitamente y ella estuviera ausente. Tanto ella como
Simeón sabían que el tiempo se estaba acercando. Seguramente conocían la
profecía de Daniel (9:26), donde dice que la vida del Mesías sería cortada 483
años después de la orden de reedificar Jerusalén. Una mirada hacia la historia
de los judíos en Persia (Nehemías da la fecha…) les haría saber que se estaban
aproximando al año 450. ¡El tiempo se acercaba y ellos estaban esperando! Pero
no eran los únicos, porque sabemos que en ese momento Ana habló a “todos los que esperaban la redención en
Jerusalén” (Lc.2:38).
Asombrosa
indiferencia
Al
ciego que Jesús sanó le parecía asombroso que el concilio judaico no se hubiese
molestado en investigar la vida y origen de un Hombre que había abierto los
ojos a uno que nació ciego (Jn.9:30).
Aparentemente, no les interesaba mucho si el Mesías prometido estaba entre
ellos, sólo pensaban en oponerse a todo aquel que amenazara sus estilos de
vida, sus posiciones y programas religiosos. Ellos ignoraron voluntariamente
que su nacimiento ocurrió en Belén, la ciudad de David, y no en Galilea (Jn.7:52).
Jesús
reprendió a aquellos que pensaban que su conocimiento del tiempo meteorológico
era más importante que el horario de Dios (Lc.12:54-56). Les llamó hipócritas porque reclamaban ser el
pueblo de Dios, pero estaban más interesados en si llovía o no, que en el
ambiente espiritual y el plan eterno de Dios. La destrucción prometida llegó 37
años después, “por cuanto no conociste
el tiempo de tu visitación” (Lc.19:44).
Muchos
cristianos de hoy en día merecen aún más el título “hipócrita” por saber más de
la lista de los miembros de su equipo deportivo favorito, que de las profecías
escritas sobre la segunda venida de Jesucristo. ¿Qué te llamaría a ti Jesús? ¿Estás
entre los que justifican su falta de interés e ignorancia al decir de manera
poco convincente: “Bueno, no podemos saber estas cosas con seguridad”, o “la profecía
no importa tanto”? ¡Qué vergüenza, estando en la época más crucial de la
historia!
Los
que esperan Su regreso
¡Quisiera
que me dijeras qué podría ser más importante que el regreso del Señor desde el
punto de vista bíblico! Muchas de las enseñanzas de Jesús y Pablo estaban
repletas con declaraciones sobre Su regreso y el estado de Su pueblo en ese
tiempo.
Que
estos versículos hablen a tu corazón: “Convertisteis
de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los
cielos a su Hijo…” (1 Ts. 1:10). “Cristo…
aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que
le esperan” (He.9:28).
“Me está guardada la corona de justicia,
la cual me dará el Señor… en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos
los que aman su venida” (2 Ti.4:8). Considera uno
más: “Puesto que todas estas cosas han
de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de
vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios… Por lo
cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con
diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz” (2 P.3:11-14).
Si Cristo
y Sus apóstoles, en los comienzos del cristianismo, con 2.000 años de futuro
sobre este planeta, no vieron la necesidad de establecer una base terrenal para
acomodar el desarrollo de la obra… ¿por qué, momentos antes de Su regreso, nos
portamos como si fuéramos a estar aquí permanentemente, invirtiendo con ganas
en lo que ha de quemarse?
Ojos
fijados en la eternidad
Fíjate
en los que tuvieron una visión para lo que es eterno. Hebreos cuenta “de los cuales el mundo no era digno” (11:36-38),
que fueron escarnecidos, azotados, encadenados y encarcelados… anduvieron en
desiertos, montañas, y cuevas… vestidos de pieles de ovejas y de cabras…
angustiados… y maltratados. Dos capítulos después, el escritor concluye, “no tenemos aquí ciudad permanente, sino
que buscamos la por venir” (13:14).
Dios
sabía, al elegir a Abraham, que él mandaría a sus hijos y a su casa después de
sí (Gé.18:19). Abraham enseñó a Isaac y a Jacob a vivir en tiendas. El escritor
nota que, aunque Abraham recibió de Dios la tierra de Canaán como
herencia, no se estableció allí. Eligió ser extranjero en la tierra
prometida (11:9-10,13). ¿Por qué no se aprovecharon de la tierra que Dios
les había dado? Solamente había una razón; supieron que había una ciudad
celestial hecha por Dios.
Ahora,
dice el escritor: “Dios no se avergüenza
de llamarse Dios de ellos”. Pero, por
el contrario, Dios sí se avergüenza de los que saben de la ciudad
celestial, pero siguen viviendo como ciudadanos de este mundo. Juan declara que
si amamos este mundo y lo que ofrece, el amor de Dios no está en nosotros (1 Jn.2:15). Santiago nos
dice que profesar tener una relación con Dios y, a la vez, ser amigo del mundo,
es estar en una relación adúltera (Stg.4:4).
El
ejemplo divino
Abraham
mostró el corazón y los pensamientos de Dios a través de su vida nómada. Cuando
Israel fue establecido en su herencia, David pensó en hacer una casa para Dios,
pero Natán le trajo este mensaje del Señor: “Ciertamente no he habitado en casas desde el día en que saqué a los
hijos de Israel de Egipto hasta hoy, sino que he andado en tienda… ¿he hablado
yo palabra a alguna de las tribus de Israel… ‘Por qué no me habéis edificado
casa de cedro?’” (2 Sm.7:5-7)
Cuando
el Hijo de Dios vivió y anduvo sobre la tierra, Él dijo a uno que quiso ser Su
discípulo: “Las zorras tienen guaridas,
y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar
la cabeza” (Lc.9:58). Entonces el asunto de estar conectado con la
tierra sólo con estacas es un asunto también del Nuevo Testamento.
Los
discípulos que eran pescadores dejaron a su padre, barcos y redes, y se
hicieron pescadores de hombres. Mateo, el publicano, abandonó su posición con
el gobierno. Jesús no solamente fue considerado el hijo de un carpintero, sino
que también trabajó la carpintería (Mc.6:3).
Sin embargo, cuando entró en su ministerio, su casa y oficio quedaron atrás. No
eran útiles para su Reino. Cuando el Reino se transforma en algo externo, se
contamina con el mundo. Las parábolas de Mateo 13 nos enseñan que el verdadero
Reino del corazón puede ser corrompido cuando se introduce en él un crecimiento
o principios anormales, que producen resultados fuera de las intenciones de
Dios.
El
deseo de Jesús
Nuestro
hogar no está aquí. Jesús nos ha amado con un amor celestial que solamente podremos
experimentar por completo cuando hayamos llegado a nuestra patria celestial.
Jesús quiere llevarnos desde donde estamos hasta donde está Él. “Voy a preparar lugar para vosotros”,
dijo a Sus discípulos, “para que donde yo estoy, vosotros también estéis”. Esta
fue la oración ferviente a Su Padre: “Padre,
aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén
conmigo, para que vean mi gloria que me has dado”. Pablo concluye: “Si en esta
vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de
todos los hombres” (1 Co.15:19).
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